Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Parte 22
Qué bonito amaneció el domingo. Hasta las urracas del zaguán se escuchan menos desafinadas esta mañana de mucho sol. El personal de la residencia que normalmente es muy callado, casi anónimo, hoy está un poco ruidoso; desde el patio se escuchan sus risas y cantos en la cocina. Y Celeste ni se diga: luce radiante con su cabello tejido en dos hermosas trenzas rematadas con listones blancos haciendo sus tareas más alegre que de costumbre. Apenas me vio y a gritos me invitó a desayunar. Llevaba bajo mi brazo un libro de historia que Don Salmón me regaló la primera noche para hojearlo en la mesa, y decidí dejarlo por ahí, en una banca, para mejor intentar charlar un poco con esta criatura tan amable y risueña.
Después de un plato muy generoso de pozole rojo, jugos y café, no se le puede exigir nada a la vida, menos en un domingo tan esplendoroso. Creo que es el primero que me sabe realmente a domingo después de muchos años. Sólo recuerdo días así en mi pueblo, cuando era niño. Y Celestita parece adivinar mi regocijo porque no lo interrumpe con su prisa normal por limpiar la mesa. Sólo pasa cargando cosas y en una de sus pasadas le pregunté su edad. Dieciséis, Don Aurelio, me dijo mientras se sentaba en la silla de enfrente. También le pregunté por sus padres y sin perder la sonrisa me respondió que su mamá estaba trabajando en la cocina y que a su padre no lo conocía. Le di otro rumbo a la charla y la animé a que me platicara de su escuela y de sus planes para el futuro: voy a terminar la secundaria y mi mamá quiere que yo sea maestra como la señorita Ana, pero a mi me gusta mucho el dibujo y los animales; me gustaría tener un zoológico en mi casa aunque me dicen que eso no se puede, me confesó con su vocecita encantadora. ¿Te sabes la historia del descalzo? Sí, era un muchacho muy valiente que hizo cosas muy importantes pero lo mataron los aparecidos de la mina y el señor Don Salmón dice que usted quiere escribir un libro sobre todo eso, me dijo y se paró para recoger los platos de la mesa; cuando se retiraba le propuse que hiciera para mí algunos dibujos de Ricardo y de los animales que iba a tener el zoológico.
Salí a la plaza para encontrarme con la maestra y asistir a misa de doce; era temprano todavía pero ya había mucha gente paseando y viendo la mercadería de los puestos. En medio del griterío de los niños que pedían un algodón de azúcar o una largartija de hule espuma o un globo, escuché también al merolico ofreciendo las pomadas milagrosas para las reumas o para el mal del pinto. y que solicita un voluntario para hacer una de sus asombrosas curaciones. Y en el kiosko los músicos de la banda municipal preparan con mucho entusiasmo sus instrumentos; una tuba lustrosísima, como un monstruo dorado, sobresale por encima de sus cabezas. Arman desvensijados atriles y con pinzas de la ropa colocan sus partituras. Tal pareciera que tienen prisa por empezar a tocar; como si la pausa de la semana hubiese sido muy prolongada y aburrida. Avancé curioseando por los andenes colmados de tenderetes que ofrecen las cosas más insospechadas y por supuesto que por ahí estaba el de los alfareros de Bobadillas. Son hermosas las piezas que fabrican los chiriquikes; hay aguamaniles, jarros con una o con dos orejas, fruteros, cazos, platones, teteras; todos con un decorado diferente, preciosista, a base de flores o grecas. Ahora entiendo la fama de estos artistas del barro, tan bien ganada. Le pregunté al encargado si conoció al antiguo vendedor, el señor Arangontía, a quien la guerra de las mojoneras no le impidió venir a El Leñoso a ofrecer los cacharros en aquellos días azarosos. Era mi padre, me respondió lacónicamente, Don Ruperto, que mi Dios tenga en su santa gloria. Luego, mis intentos por hacer mayor plática se toparon con monosílabos secos y evasivos. Muy pronto me di por vencido con el joven mercader y mejor seguí caminando entre las gente, husmeando por aquí y por allá. Finalmente me encontré con Ana Refugio y juntos recorrimos el resto del tianguis dominguero.
Sentado en una banca apoyando su barbilla en su bastón vimos a Don Ramiro, el narrador de las leyendas de El Leñoso, y no acercamos para saludar. Pese a sus males y a su edad avanzada, el hombre nunca pierde su sonrisa afable y hospitalaria; parece disfrutar la algaraza reinante y con sus ojitos incansables no pierde detalle de todo cuanto sucede. Definitivamente es alguien que ya no tiene pendientes que aclarar con la vida. Con algún esfuerzo se movió un poco para darnos lugar en la banca de cemento. Por algunos momentos nos quedamos los tres callados, sólo viendo cómo los chamacos intentaban atrapar a las palomas que merodean la banqueta picoteando todo. Sin mover su mirada nos invitó a su casa por la noche y cuando se enteró de mi plan de reunirme con Rentería y el secretario en la taberna, exclamó: ¿y piensa prescindir de la compañía de la señorita? ¡Habrase visto! Mejor avise a sus amigos que se verán en mi casa cuando acabe la verbena, ordenó. Cuca y yo sólo nos encogimos de hombros. Ya no pudimos platicar más porque atrás de nosotros sorpresivamente se escucharon los acordes de la Marcha de Zacatecas, tema con el que invariablemente inicia sus recitales la municipal, como toda banda que se respete. De inmediato la gente se arremolinó en torno al kiosko aplaudiendo y los más pequeños improvisaron un desfile muy marcial con sus cornetas de plástico verde. Y apenas terminó, desde el campanil se dejó escuchar la última llamada.
En un instante el templo se abarrotó y llevados por la corriente de feligreses, nos tocó sentarnos a la altura del transepto. Desde ahí, la efigie de San Lorenzo cargando su copón de oro se ve perfectamente. Desde el primer minuto y pese a mis esfuerzos por estar atento a la ceremonia, el beato me mantuvo embebido. Sólo pude rescatar algunas partes del sermón de la padre Mayelo, con el que enérgicamente nos aguijoneaba a ser cristianos de tiempo completo o algo así. El resto de la misa lo dediqué, infructuosamente, a elucidar el origen del valioso cáliz. No encuentro una explicación racional para su aparición y si le agrego que ocurrió el día de la muerte de Ricardo el descalzo, la trama se complica más. Me hubiera gustado mucho verlo de cerca pero el cura fue muy claro cuando me advirtió que únicamente lo bajan de su sitio cada 10 de agosto, cuando festejan a al diácono. Un pellizco amistoso de la maestra me sacó de mis elucubraciones justo a tiempo para la bendición final del sacerdote.
A la salida nuevamente la banda soltó sus acordes y la fiesta se generalizó por toda la plaza. Ana Refugió me jaló hacia los puestos de comida para probar las dichosas flautas de machaca, que a decir verdad me parecieron exquisitas, al igual que la horchata de arroz con la que las acompañamos. Cerca de nuestra mesa vi pasar a Don Elías y lo llamé para invitarlo y de paso avisarle del cambio de planes. La idea de reunirnos con el anciano le agradó y dijo que él se encargaría de llevar al secretario Jiménez. Por aquí debe de andar, revisando que todo esté bien con la verbena, pues es un fanático del orden. Como si se pudiera ordenar tremenda jarana, bromeó. Al cabo de un rato todos los implicados estuvimos juntos sólo esperando que Don Ramiro nos indicara el momento para ir a su casa. Sin embargo, el viejo venerable parecía no tener prisa alguna, pues estaba fascinado con los mambos que retumbaban desde el kiosko: el número cinco, el Manicero, Patricia y otros con los que la foca cubana, el genial Dámaso, había puesto a bailar a todo el continente. Era imposible no contagiarse de la zambra y muy pronto nos olvidamos de nuestra cita al son de la música tan sabrosa.
A media tarde nos retiramos de la romería y ya instalados en la sala de Don Ramiro que preside la cabeza embalsamada del venado, Élfego Jiménez se propuso para preparar café y los tragos de cajazo de huamilón, que dicho sea de paso, son el acompañamiento por excelencia de unas buenas historias. A la espera de que Don Elías Rentería reanudará su cuento de la guerra de las mojoneras, mis amigos charlaban de cualquier cosa y yo por un momento me sentí medio raro: ahí estaba rodeado de gente que apenas conocía, en un sitio muy alejado de mi casa y de mi trabajo. La sensación era muy agradable y me sorprendí a mi mismo cuando noté que no extrañaba nada de mi vida en la ciudad: ni a mis compañeros de la oficina, ni a la la familia que me quedaba por allá. Por primera vez desde que llegué a El Leñoso percibí que una parte muy oculta de mi ser sin identificarla siquiera, jugueteaba con la posibilidad de quedarme. Entiendo que es una locura, sin embargo ahora que emerge a la superficie de la conciencia, no parece tanto. El tintineo de las copas me sustrajo de mi cavilación, justo cuando el chofer empezaba a hablar.
"Cuando los chiriquikes se marcharon después de hacer su declaración de guerra formal, el Jerarca Don Rutilo se quedó muy pensativo: era la primera vez que retaban a su pueblo y la verdad no sabía ni siquiera cómo empezar a pensar en el asunto. Su responsabilidad inmediata era comunicar la novedad a la mesa de notables puesto que no se trataba de ninguna menudencia y ellos sabrían tomar la decisión más sabia. Cuando se enteró de la bravata Don Concordio Abache, el más venerable de los ancianos, apenas esbozó una sonrisa y sugirió dejar que las cosas tomaran su curso. Esos locos de Bodadillas, como nosotros, qué van a saber de peleas, tranquilizó a Don Rutilo. Dejemos que las calabazas se acomoden en el camino, mi querido señor Espirigota.
"Por su parte el gobierno local de los ofendidos se dio a la tarea de reclutar a los combatientes entre los jóvenes y no tan jóvenes chiriquikes. Ante el azoro de los pobladores convocados con urgencia al zócalo, el alcalde Ataúlfo Santaneira pronunció encendidos discursos patrioteros para sembrarles el ánimo beligerante y además los invitó a que buscaran pistolas y carabinas en sus viviendas. Rápidamente la comunidad se entusiasmó con la idea de la batalla, pero con ese entusiasmo de los niños, atrabancado e ingenuo. Y ahí mismo, en la fogosidad de la junta pública, Ataúlfo nombró general al jefe de la policía y le confió la reposición del honor del pueblo pisoteado por los fariseos de El Leñoso -así dijo-. Vale decir que el flamante general Villarejo no tenía la más lejana idea de cómo entablar una contienda, pero ya con el complejo guerrero bien inoculado en sus venas, hizo la proclamación de guerra más memorable de que se tenga recuerdo en la región: Señor Presidente, agradezco desde lo más profundo de mi corazón este nombramiento y juro por lo más sagrado que tengo, la santa memoria de mis padres, que agotaré hasta la última gota de mi sangre si es preciso, para regresarle envuelto en sedas el honor mancillado de su señora esposa, la gentil Dulcimiel Santaneira. La respuesta del público, por supuesto, fue delirante y los aplausos y porras se prolongaron algunos minutos.
"Al día siguiente, en la explanada de la Presidencia Municipal y ante la mirada divertida y expectante de muchos vecinos, la novel tropa inició sus primeros ejercicios castrenses con unas tablas gimnásticas de calentamiento muy exigentes. Enseguida, Villarejo trató de enseñarles algunas tácticas de avance, de ataque, de dispersión, de defensa, etc. Al fin de esa sesión matinal, los soldados practicaron tiro con los vetustos artefactos que pudieron reunir, que eran dos revólveres, una carabina y dos rifles, además de algunos machetes. Al ver tal escasez de armas, el general decidió solicitar en préstamo los rifles de balines del puesto de tiro al blanco de la kermes dominical como una medida temporal, obviamente, mientras se las arreglaba para conseguir otras más reales y funcionales. Además se trataba sólo de un entrenamiento, para que los muchachos se familiarizaran con ellas.
"Por la tarde el grupo de guerrilleros hizo una expedición hasta las faldas de la montaña de la Virgen en busca de alguna grieta o pasadizo -pues en su lado oeste es una pared casi vertical, inexpugnable, que se extiende muchos kilómetros- que les sirviera como una vía rápida de acceso hacia El Leñoso. A pesar de que recorrieron palmo a palmo la gigantesca muralla natural nunca encontraron ningún corredor. Ante este contratiempo geográfico el estratega determinó que lo ideal sería escalarla, porque rodearla llevaría mucho tiempo y, además el factor sorpresa, determinante para el éxito de la incursión, se perdería. Cuando terminaron el reconocimiento del terreno, los reclutas regresaron a Bobadillas para un merecido descanso. Toda una semana duraron los ejercicios de preparación y el ánimo de los soldados, ansiosos por iniciar la revuelta, cada día era mejor. Medianamente aprendieron a usar el armamento disponible y junto a Villarejo asimilaron los rudimentos del arte bélico.
"Por fin llegó el día lunes en que los legionarios partirían al frente de batalla. Un numeroso grupo se reunió en la plaza para despedirlos y el mismísimo alcalde Santaneira le impartió una sentida bendición a falta del párroco, quien nunca aprobó la iniciativa de guerrear con los de El Leñoso y no se presentó a la despedida. Con un trotecito marcial, muy coordinado, abandonaron el pueblo rumbo a la cordillera. Al pie de la montaña desplegaron sus equipos de rapel y como arañas empezaron a treparla, de dos en dos cada veinte metros. La estrategia del bisoño general Villarejo era que cada pareja llegara hasta una mojonera de las que habían en las cimas y atrincherarse ahí para esperar órdenes. Cuando todos estuvieron en sus puestos a lo largo de los picachos, su jefe, por medio de un sistema de señales con espejos que habían practicado muy bien, les indicó que estuvieran atentos y que cuando divisaran a cualquier habitante del pueblo rival, lo abatieran a balazos. Era una técnica muy pedestre la del general pero confiaba que diera buenos resultados. Desde sus posiciones los francotiradores tenían una vista excepcional del Sendero de la Gruta y sus alrededores y podían ver a cualquiera que se acercara desde el Río Roto.
"Como eran las horas de la comida, la montaña estaba desierta y los chiriqukes agazapados en las cumbres, a la sombra de las mojoneras, esperaron a que los trabajadores de las minas se dejaran ver por el Sendero o por el río. Cuando aparecieron, la balacera se desencadenó en toda la ladera este de la Virgen y los mineros, espantadísimos, sólo atinaban a repegarse en las peñas o de plano tirarse pecho tierra para arrastrarse hacia los árboles. Luego de eternos minutos de intenso fuego el general Villarejo transmitió la orden de alto, pues creyó que no quedaban sobrevivientes de la primera refriega. Lo cierto era que los emboscados estaban por ahí, escondidos, tratando de reponerse del susto, pues las balas pasaron muy lejos de ellos. Como pudieron se regresaron a El Leñoso para avisar a las autoridades que la guerra ya había comenzado.
continúa...
Crónicas del Sendero de la Gruta. Parte 22
Qué bonito amaneció el domingo. Hasta las urracas del zaguán se escuchan menos desafinadas esta mañana de mucho sol. El personal de la residencia que normalmente es muy callado, casi anónimo, hoy está un poco ruidoso; desde el patio se escuchan sus risas y cantos en la cocina. Y Celeste ni se diga: luce radiante con su cabello tejido en dos hermosas trenzas rematadas con listones blancos haciendo sus tareas más alegre que de costumbre. Apenas me vio y a gritos me invitó a desayunar. Llevaba bajo mi brazo un libro de historia que Don Salmón me regaló la primera noche para hojearlo en la mesa, y decidí dejarlo por ahí, en una banca, para mejor intentar charlar un poco con esta criatura tan amable y risueña.
Después de un plato muy generoso de pozole rojo, jugos y café, no se le puede exigir nada a la vida, menos en un domingo tan esplendoroso. Creo que es el primero que me sabe realmente a domingo después de muchos años. Sólo recuerdo días así en mi pueblo, cuando era niño. Y Celestita parece adivinar mi regocijo porque no lo interrumpe con su prisa normal por limpiar la mesa. Sólo pasa cargando cosas y en una de sus pasadas le pregunté su edad. Dieciséis, Don Aurelio, me dijo mientras se sentaba en la silla de enfrente. También le pregunté por sus padres y sin perder la sonrisa me respondió que su mamá estaba trabajando en la cocina y que a su padre no lo conocía. Le di otro rumbo a la charla y la animé a que me platicara de su escuela y de sus planes para el futuro: voy a terminar la secundaria y mi mamá quiere que yo sea maestra como la señorita Ana, pero a mi me gusta mucho el dibujo y los animales; me gustaría tener un zoológico en mi casa aunque me dicen que eso no se puede, me confesó con su vocecita encantadora. ¿Te sabes la historia del descalzo? Sí, era un muchacho muy valiente que hizo cosas muy importantes pero lo mataron los aparecidos de la mina y el señor Don Salmón dice que usted quiere escribir un libro sobre todo eso, me dijo y se paró para recoger los platos de la mesa; cuando se retiraba le propuse que hiciera para mí algunos dibujos de Ricardo y de los animales que iba a tener el zoológico.
Salí a la plaza para encontrarme con la maestra y asistir a misa de doce; era temprano todavía pero ya había mucha gente paseando y viendo la mercadería de los puestos. En medio del griterío de los niños que pedían un algodón de azúcar o una largartija de hule espuma o un globo, escuché también al merolico ofreciendo las pomadas milagrosas para las reumas o para el mal del pinto. y que solicita un voluntario para hacer una de sus asombrosas curaciones. Y en el kiosko los músicos de la banda municipal preparan con mucho entusiasmo sus instrumentos; una tuba lustrosísima, como un monstruo dorado, sobresale por encima de sus cabezas. Arman desvensijados atriles y con pinzas de la ropa colocan sus partituras. Tal pareciera que tienen prisa por empezar a tocar; como si la pausa de la semana hubiese sido muy prolongada y aburrida. Avancé curioseando por los andenes colmados de tenderetes que ofrecen las cosas más insospechadas y por supuesto que por ahí estaba el de los alfareros de Bobadillas. Son hermosas las piezas que fabrican los chiriquikes; hay aguamaniles, jarros con una o con dos orejas, fruteros, cazos, platones, teteras; todos con un decorado diferente, preciosista, a base de flores o grecas. Ahora entiendo la fama de estos artistas del barro, tan bien ganada. Le pregunté al encargado si conoció al antiguo vendedor, el señor Arangontía, a quien la guerra de las mojoneras no le impidió venir a El Leñoso a ofrecer los cacharros en aquellos días azarosos. Era mi padre, me respondió lacónicamente, Don Ruperto, que mi Dios tenga en su santa gloria. Luego, mis intentos por hacer mayor plática se toparon con monosílabos secos y evasivos. Muy pronto me di por vencido con el joven mercader y mejor seguí caminando entre las gente, husmeando por aquí y por allá. Finalmente me encontré con Ana Refugio y juntos recorrimos el resto del tianguis dominguero.
Sentado en una banca apoyando su barbilla en su bastón vimos a Don Ramiro, el narrador de las leyendas de El Leñoso, y no acercamos para saludar. Pese a sus males y a su edad avanzada, el hombre nunca pierde su sonrisa afable y hospitalaria; parece disfrutar la algaraza reinante y con sus ojitos incansables no pierde detalle de todo cuanto sucede. Definitivamente es alguien que ya no tiene pendientes que aclarar con la vida. Con algún esfuerzo se movió un poco para darnos lugar en la banca de cemento. Por algunos momentos nos quedamos los tres callados, sólo viendo cómo los chamacos intentaban atrapar a las palomas que merodean la banqueta picoteando todo. Sin mover su mirada nos invitó a su casa por la noche y cuando se enteró de mi plan de reunirme con Rentería y el secretario en la taberna, exclamó: ¿y piensa prescindir de la compañía de la señorita? ¡Habrase visto! Mejor avise a sus amigos que se verán en mi casa cuando acabe la verbena, ordenó. Cuca y yo sólo nos encogimos de hombros. Ya no pudimos platicar más porque atrás de nosotros sorpresivamente se escucharon los acordes de la Marcha de Zacatecas, tema con el que invariablemente inicia sus recitales la municipal, como toda banda que se respete. De inmediato la gente se arremolinó en torno al kiosko aplaudiendo y los más pequeños improvisaron un desfile muy marcial con sus cornetas de plástico verde. Y apenas terminó, desde el campanil se dejó escuchar la última llamada.
En un instante el templo se abarrotó y llevados por la corriente de feligreses, nos tocó sentarnos a la altura del transepto. Desde ahí, la efigie de San Lorenzo cargando su copón de oro se ve perfectamente. Desde el primer minuto y pese a mis esfuerzos por estar atento a la ceremonia, el beato me mantuvo embebido. Sólo pude rescatar algunas partes del sermón de la padre Mayelo, con el que enérgicamente nos aguijoneaba a ser cristianos de tiempo completo o algo así. El resto de la misa lo dediqué, infructuosamente, a elucidar el origen del valioso cáliz. No encuentro una explicación racional para su aparición y si le agrego que ocurrió el día de la muerte de Ricardo el descalzo, la trama se complica más. Me hubiera gustado mucho verlo de cerca pero el cura fue muy claro cuando me advirtió que únicamente lo bajan de su sitio cada 10 de agosto, cuando festejan a al diácono. Un pellizco amistoso de la maestra me sacó de mis elucubraciones justo a tiempo para la bendición final del sacerdote.
A la salida nuevamente la banda soltó sus acordes y la fiesta se generalizó por toda la plaza. Ana Refugió me jaló hacia los puestos de comida para probar las dichosas flautas de machaca, que a decir verdad me parecieron exquisitas, al igual que la horchata de arroz con la que las acompañamos. Cerca de nuestra mesa vi pasar a Don Elías y lo llamé para invitarlo y de paso avisarle del cambio de planes. La idea de reunirnos con el anciano le agradó y dijo que él se encargaría de llevar al secretario Jiménez. Por aquí debe de andar, revisando que todo esté bien con la verbena, pues es un fanático del orden. Como si se pudiera ordenar tremenda jarana, bromeó. Al cabo de un rato todos los implicados estuvimos juntos sólo esperando que Don Ramiro nos indicara el momento para ir a su casa. Sin embargo, el viejo venerable parecía no tener prisa alguna, pues estaba fascinado con los mambos que retumbaban desde el kiosko: el número cinco, el Manicero, Patricia y otros con los que la foca cubana, el genial Dámaso, había puesto a bailar a todo el continente. Era imposible no contagiarse de la zambra y muy pronto nos olvidamos de nuestra cita al son de la música tan sabrosa.
A media tarde nos retiramos de la romería y ya instalados en la sala de Don Ramiro que preside la cabeza embalsamada del venado, Élfego Jiménez se propuso para preparar café y los tragos de cajazo de huamilón, que dicho sea de paso, son el acompañamiento por excelencia de unas buenas historias. A la espera de que Don Elías Rentería reanudará su cuento de la guerra de las mojoneras, mis amigos charlaban de cualquier cosa y yo por un momento me sentí medio raro: ahí estaba rodeado de gente que apenas conocía, en un sitio muy alejado de mi casa y de mi trabajo. La sensación era muy agradable y me sorprendí a mi mismo cuando noté que no extrañaba nada de mi vida en la ciudad: ni a mis compañeros de la oficina, ni a la la familia que me quedaba por allá. Por primera vez desde que llegué a El Leñoso percibí que una parte muy oculta de mi ser sin identificarla siquiera, jugueteaba con la posibilidad de quedarme. Entiendo que es una locura, sin embargo ahora que emerge a la superficie de la conciencia, no parece tanto. El tintineo de las copas me sustrajo de mi cavilación, justo cuando el chofer empezaba a hablar.
"Cuando los chiriquikes se marcharon después de hacer su declaración de guerra formal, el Jerarca Don Rutilo se quedó muy pensativo: era la primera vez que retaban a su pueblo y la verdad no sabía ni siquiera cómo empezar a pensar en el asunto. Su responsabilidad inmediata era comunicar la novedad a la mesa de notables puesto que no se trataba de ninguna menudencia y ellos sabrían tomar la decisión más sabia. Cuando se enteró de la bravata Don Concordio Abache, el más venerable de los ancianos, apenas esbozó una sonrisa y sugirió dejar que las cosas tomaran su curso. Esos locos de Bodadillas, como nosotros, qué van a saber de peleas, tranquilizó a Don Rutilo. Dejemos que las calabazas se acomoden en el camino, mi querido señor Espirigota.
"Por su parte el gobierno local de los ofendidos se dio a la tarea de reclutar a los combatientes entre los jóvenes y no tan jóvenes chiriquikes. Ante el azoro de los pobladores convocados con urgencia al zócalo, el alcalde Ataúlfo Santaneira pronunció encendidos discursos patrioteros para sembrarles el ánimo beligerante y además los invitó a que buscaran pistolas y carabinas en sus viviendas. Rápidamente la comunidad se entusiasmó con la idea de la batalla, pero con ese entusiasmo de los niños, atrabancado e ingenuo. Y ahí mismo, en la fogosidad de la junta pública, Ataúlfo nombró general al jefe de la policía y le confió la reposición del honor del pueblo pisoteado por los fariseos de El Leñoso -así dijo-. Vale decir que el flamante general Villarejo no tenía la más lejana idea de cómo entablar una contienda, pero ya con el complejo guerrero bien inoculado en sus venas, hizo la proclamación de guerra más memorable de que se tenga recuerdo en la región: Señor Presidente, agradezco desde lo más profundo de mi corazón este nombramiento y juro por lo más sagrado que tengo, la santa memoria de mis padres, que agotaré hasta la última gota de mi sangre si es preciso, para regresarle envuelto en sedas el honor mancillado de su señora esposa, la gentil Dulcimiel Santaneira. La respuesta del público, por supuesto, fue delirante y los aplausos y porras se prolongaron algunos minutos.
"Al día siguiente, en la explanada de la Presidencia Municipal y ante la mirada divertida y expectante de muchos vecinos, la novel tropa inició sus primeros ejercicios castrenses con unas tablas gimnásticas de calentamiento muy exigentes. Enseguida, Villarejo trató de enseñarles algunas tácticas de avance, de ataque, de dispersión, de defensa, etc. Al fin de esa sesión matinal, los soldados practicaron tiro con los vetustos artefactos que pudieron reunir, que eran dos revólveres, una carabina y dos rifles, además de algunos machetes. Al ver tal escasez de armas, el general decidió solicitar en préstamo los rifles de balines del puesto de tiro al blanco de la kermes dominical como una medida temporal, obviamente, mientras se las arreglaba para conseguir otras más reales y funcionales. Además se trataba sólo de un entrenamiento, para que los muchachos se familiarizaran con ellas.
"Por la tarde el grupo de guerrilleros hizo una expedición hasta las faldas de la montaña de la Virgen en busca de alguna grieta o pasadizo -pues en su lado oeste es una pared casi vertical, inexpugnable, que se extiende muchos kilómetros- que les sirviera como una vía rápida de acceso hacia El Leñoso. A pesar de que recorrieron palmo a palmo la gigantesca muralla natural nunca encontraron ningún corredor. Ante este contratiempo geográfico el estratega determinó que lo ideal sería escalarla, porque rodearla llevaría mucho tiempo y, además el factor sorpresa, determinante para el éxito de la incursión, se perdería. Cuando terminaron el reconocimiento del terreno, los reclutas regresaron a Bobadillas para un merecido descanso. Toda una semana duraron los ejercicios de preparación y el ánimo de los soldados, ansiosos por iniciar la revuelta, cada día era mejor. Medianamente aprendieron a usar el armamento disponible y junto a Villarejo asimilaron los rudimentos del arte bélico.
"Por fin llegó el día lunes en que los legionarios partirían al frente de batalla. Un numeroso grupo se reunió en la plaza para despedirlos y el mismísimo alcalde Santaneira le impartió una sentida bendición a falta del párroco, quien nunca aprobó la iniciativa de guerrear con los de El Leñoso y no se presentó a la despedida. Con un trotecito marcial, muy coordinado, abandonaron el pueblo rumbo a la cordillera. Al pie de la montaña desplegaron sus equipos de rapel y como arañas empezaron a treparla, de dos en dos cada veinte metros. La estrategia del bisoño general Villarejo era que cada pareja llegara hasta una mojonera de las que habían en las cimas y atrincherarse ahí para esperar órdenes. Cuando todos estuvieron en sus puestos a lo largo de los picachos, su jefe, por medio de un sistema de señales con espejos que habían practicado muy bien, les indicó que estuvieran atentos y que cuando divisaran a cualquier habitante del pueblo rival, lo abatieran a balazos. Era una técnica muy pedestre la del general pero confiaba que diera buenos resultados. Desde sus posiciones los francotiradores tenían una vista excepcional del Sendero de la Gruta y sus alrededores y podían ver a cualquiera que se acercara desde el Río Roto.
"Como eran las horas de la comida, la montaña estaba desierta y los chiriqukes agazapados en las cumbres, a la sombra de las mojoneras, esperaron a que los trabajadores de las minas se dejaran ver por el Sendero o por el río. Cuando aparecieron, la balacera se desencadenó en toda la ladera este de la Virgen y los mineros, espantadísimos, sólo atinaban a repegarse en las peñas o de plano tirarse pecho tierra para arrastrarse hacia los árboles. Luego de eternos minutos de intenso fuego el general Villarejo transmitió la orden de alto, pues creyó que no quedaban sobrevivientes de la primera refriega. Lo cierto era que los emboscados estaban por ahí, escondidos, tratando de reponerse del susto, pues las balas pasaron muy lejos de ellos. Como pudieron se regresaron a El Leñoso para avisar a las autoridades que la guerra ya había comenzado.
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