Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Sexta parte
Usted debe saber, disertaba Don Salmón, que nuestra tierra fue de las últimas en colonizarse y cuando los primeros blancos arribaron, allá por 1700, traían la espada desenvainada para pacificar a las tribus indígenas, como los jollos y los liebros, que con sus pequeñas aldeas itinerantes eran los amos y señores, y sólo por razones de mucho peso, guerreaban entre sí. A los primeros los sometieron muy pronto porque, a pesar de ser salvajes, eran más dóciles y sociables, y por consecuencia resultaron magníficos cristianos después. Por su parte los belicosos y escurridizos liebros nunca pudieron ser dominados, menos evangelizados: veían a la Santa Cruz y huían despavoridos a la montaña, pero luego se les pasaba el susto y volvían para hacer de las suyas. Tuvo que llegar el capitán Horacio Adán, casi 200 años después, para desterrarlos por completo.
En aquella avanzada de exploración y conquista venía un grupo de misioneros jesuitas liderada por Francisco de Viedma, sacerdote vasco de mucha experiencia catequizadora en Asia, quien eligió el terreno para la misión por su cercanía al río y por lo fértil, según su juicio, de las tierras aledañas, y de inmediato, al fin jesuitas, iniciaron la construcción del edificio ayudados por los nuevos cristianos, que también resultaron excelentes peones. Decir que eran esclavos sería faltar a la verdad, pues los curas trabajaban a su mismo ritmo y compartían la misma comida y además, en un extraño homenaje que les rindieron, bautizaron a la misión con el nombre de Santa María de los Jollos. Quiero suponer que fue por gratitud o admiración, que es normalmente por lo que se hacen homenajes, ¿o no? me interrogó el alcalde.
Seguimos avanzando hacia el río, los sembradíos fueron quedando atrás y en el paisaje aparecieron algunos sauces de Babilonia y álamos que advertían la cercanía de la corriente. El aire se fue poniendo fresco y con un aromita a pino, arrancado al bosque allá en las laderas de la sierra y el Jerarca, inmerso su repaso histórico, no daba señas de callarse y yo tampoco daba señas de interrumpirlo. Su entusiasmo parecía no tener fin, y sólo pausaba a para tomar aire o lanzarme miradas muy breves, arqueando la cejas cada vez. Como le estaba diciendo Don Aurelio, continuó: en realidad los españoles sólo venían de paso, pues su meta era encontrar las fabulosas ciudades doradas del norte, pero al toparse con los indios tuvieron que hacer un alto para combatirlos. Jamás se imaginaron que a escasos kilómetros estaban los cerros retacados de oro y de saberlo, se hubiesen ahorrado mucho sudor y muchos muertos en su loco afán por aquellos sitios imaginarios. En el inter, los curas de la Compañía de Jesús, menos afiebrados por los tesoros, levantaron la misión y una porción de la soldadesca se quedó para protegerlos de los liebros.
Al cabo de unos meses, los valientes buscadores del oro volvieron con las cajas destempladas, diezmados por el fríllazo septentrional, por las bestias y por los nativos cabreados; encontraron en la nueva iglesia un refugio muy acogedor para repostar fuerzas y al poco tiempo regresaron por donde habían llegado, sin el oro y la plata prometidos. Por su parte los religiosos se quedaron para continuar con sus faenas cristianizadoras; poco a poco los indios convertidos fueron aprendiendo la religión, las letras y los más diversos oficios bajo el cobijo jesuita, siempre estricto y fraternal. Y la misión floreció con la nuevas familias que se asentaron en los alrededores; indios y soldados desertores fueron la simiente de este pueblo entrañable, y a Espiritoga como que se le quebraba un poco la voz.
No podía evadirme de esa magistral red verbal; quería preguntar muchas otras cosas, como la relación de Ricardo el descalzo con Mister Andrux, o con la famosa batalla de la mojoneras, pero también deseaba seguir escuchando la semblanza de Santa María de los Jollos. Esa sensación de saber que, tarde o temprano, se va a desvelar algo por lo que se siente infinita curiosidad, es deliciosa. Y mi compañero de viaje lo sabía: no crea que se me olvidó contarle lo de Mister Andrux, sólo que me gustaría que supiera cómo acabó el asunto de la Misión, que ahora se llama Iglesia de San Lorenzo Mártir, patrono de los mineros. Resulta que en 1767, cuando la Corona echó a los jesuitas de las Indias, el templo y las familias quedaron a la deriva, sin gobierno ni protección y sólo el espíritu de heroicidad del nuevo pueblo, imbuído por aquellos, los pudo mantener a flote. Debe usted saber que las monarquías europeas empezaron a recelar de estos curas, pues decían que les estaban metiendo ideas muy paganas a sus súbditos indios y se le amotinaron a Clemente XIV, el Papa, quien finalmente decretó la supresión de la Orden en 1773. Jamás se los volvió a mirar por estos lares, ni cuando en 1825 les levantaron el castigo. Dicen que cuando les avisaron que debían largarse, so pena de morir en la horca, los discípulos de San Ignacio de Loyola tranquila y obedientemente tomaron algunas de sus pertenencias y se marcharon sonrientes, ante el azoro y desconsuelo de sus protegidos.
El río estaba a tiro de piedra; pude distinguir entre los árboles de su orilla los reflejos temblorosos del sol en el agua; alcancé a ver también, al final de la carretera, el puente de piedra que dicen que es la entrada al temido Sendero de la Gruta. Don Salmón notó mi expectación y se apresuró un poco con su monólogo: a pesar de su reciedumbre, los primeros vecinos de El Leñoso la pasaron mal muchos años, improvisando modos de vida común y sobreviviendo con lo que tenían a su alcance que, ciertamente, no era poco, pues como usted lo ha comprobado, Dios ha sido muy generoso con estas tierras. El tiempo siguió su curso y en 1801, de repente, empezaron los rumores, primero velados y al final ruidosos como una granizada, de que la Sierra de la Virgen estaba repleta de oro. Y por docenas empezaron a llegar oportunistas y gente de bien en busca de trabajo. Alguno de ellos traía consigo una imagen de San Lorenzo Mártir para su protección y fortuna, que fue colocada solemnemente en la iglesia, para entonces funcionando como centro social de los lugareños desde que se quedó sin oficiantes. Siguieron algún rato sin sacerdote, pero ya tenían santo, y además uno de los más notables del martirologio católico. Eso ya era motivo de fiesta.
Mi anfitrión dejó su camión Ford 1960 a la sombra de los árboles y nos aproximamos caminando a la orilla del Río Roto, al lado del puente, desde la que algunos hombres lanzaban rudimentarios aparejos de pesca en busca del carpa dulce, abundante en esta zona. Era un cuadro de apacible belleza: los pescadores, un arroyo cristalino y de fondo las laderas de la sierra cuajadas de pinos. El cacique los saludó amistosamente y me presentó con ellos diciéndoles que yo era Aurelio, el señor del gobierno que andaba con el asunto de las leyendas. Les comentó que íbamos a recorrer el Sendero y que al regresar les aceptaríamos un par de carpas gordas tatemadas para comer y que se tenían por ahí una botella de cajazo, mejor; y le respondieron que perdiera cuidado, que ellos se encargarían. Los dejamos en la pesca para dirigirnos al puente pero antes de llegar Don Salmón me detuvo para confesarme que de la historia del templo de San Lorenzo, había una parte muy interesante que, curiosamente, se vinculaba a las leyendas de El Leñoso.
De por sí ya estaba ansioso por conocer el Sendero de la Gruta y escuchar la historia del tal Andrux y la de las mojoneras, y con esta novedad sentí más inquietud; le tuve que pedir que por favor me explicara más, que yo ya estaba muy confundido. Espirigota admitió que para él mismo también era muy confuso, pero que había un hilo conductor muy velado entre todas las historias que nadie había logrado clarificar. Lo de San Lorenzo sólo es una especulación, reconoció, pero también me dijo que probablemente yo pudiera elucidar tanto misterio. Para dar por terminado el tema me refirió que cuando llegó la imagen del santo, un labrador del pueblo talló una réplica en madera de pino de tamaño natural y que las beatas se habían encargado de pintarla minuciosamente y de revestirla con una dalmática preciosa. Parecía real el santo, con su tonsura muy pálida, como su rostro, cuando lo colocaron en un nicho del templo. Luego, un día cualquiera, entre las manos del santo, junto a su Palma de Mártir, apareció un grial de oro puro. Nadie pudo explicar cómo llegó ahí y por más que averiguaron entre los piadosos nuevos ricos de la comunidad, nunca se supo nada. Y lo más sorprendente, mi querido Aurelio, seguía diciéndome, es que el cáliz nunca fue hurtado al santo a pesar de que nadie lo vigilaba y a pesar también de su enorme valor.
La finalidad de mi visita a El Leñoso, como ya lo he mencionado antes, es acopiar toda la información posible a cerca de la leyenda del descalzo para presentarla a mis jefes en la oficina del Catálogo General de las Leyendas Nacionales. Para eso me pagan y yo trato de hacerlo muy bien, sin embargo esto está tomando rumbos insospechados. Para empezar me encuentro con que la de Ricardo, es una historia entretejida hábilmente en las creencias y costumbres de la comunidad, de manera que no se puede hacer un estudio particular, sino que tendré que ocuparme de revisar todo en conjunto, o como dirían los que saben, de la cosmovisión local. Y eso ya no me está gustando pues, encima, el presidente me sugiere que desenrede la nueva madeja de San Lorenzo Mártir. No digo que no me agrade la idea, lo que digo es que debo rendir cuentas en la oficina y esto al parecer va para largo.
continúa...
Crónicas del Sendero de la Gruta. Sexta parte
Usted debe saber, disertaba Don Salmón, que nuestra tierra fue de las últimas en colonizarse y cuando los primeros blancos arribaron, allá por 1700, traían la espada desenvainada para pacificar a las tribus indígenas, como los jollos y los liebros, que con sus pequeñas aldeas itinerantes eran los amos y señores, y sólo por razones de mucho peso, guerreaban entre sí. A los primeros los sometieron muy pronto porque, a pesar de ser salvajes, eran más dóciles y sociables, y por consecuencia resultaron magníficos cristianos después. Por su parte los belicosos y escurridizos liebros nunca pudieron ser dominados, menos evangelizados: veían a la Santa Cruz y huían despavoridos a la montaña, pero luego se les pasaba el susto y volvían para hacer de las suyas. Tuvo que llegar el capitán Horacio Adán, casi 200 años después, para desterrarlos por completo.
En aquella avanzada de exploración y conquista venía un grupo de misioneros jesuitas liderada por Francisco de Viedma, sacerdote vasco de mucha experiencia catequizadora en Asia, quien eligió el terreno para la misión por su cercanía al río y por lo fértil, según su juicio, de las tierras aledañas, y de inmediato, al fin jesuitas, iniciaron la construcción del edificio ayudados por los nuevos cristianos, que también resultaron excelentes peones. Decir que eran esclavos sería faltar a la verdad, pues los curas trabajaban a su mismo ritmo y compartían la misma comida y además, en un extraño homenaje que les rindieron, bautizaron a la misión con el nombre de Santa María de los Jollos. Quiero suponer que fue por gratitud o admiración, que es normalmente por lo que se hacen homenajes, ¿o no? me interrogó el alcalde.
Seguimos avanzando hacia el río, los sembradíos fueron quedando atrás y en el paisaje aparecieron algunos sauces de Babilonia y álamos que advertían la cercanía de la corriente. El aire se fue poniendo fresco y con un aromita a pino, arrancado al bosque allá en las laderas de la sierra y el Jerarca, inmerso su repaso histórico, no daba señas de callarse y yo tampoco daba señas de interrumpirlo. Su entusiasmo parecía no tener fin, y sólo pausaba a para tomar aire o lanzarme miradas muy breves, arqueando la cejas cada vez. Como le estaba diciendo Don Aurelio, continuó: en realidad los españoles sólo venían de paso, pues su meta era encontrar las fabulosas ciudades doradas del norte, pero al toparse con los indios tuvieron que hacer un alto para combatirlos. Jamás se imaginaron que a escasos kilómetros estaban los cerros retacados de oro y de saberlo, se hubiesen ahorrado mucho sudor y muchos muertos en su loco afán por aquellos sitios imaginarios. En el inter, los curas de la Compañía de Jesús, menos afiebrados por los tesoros, levantaron la misión y una porción de la soldadesca se quedó para protegerlos de los liebros.
Al cabo de unos meses, los valientes buscadores del oro volvieron con las cajas destempladas, diezmados por el fríllazo septentrional, por las bestias y por los nativos cabreados; encontraron en la nueva iglesia un refugio muy acogedor para repostar fuerzas y al poco tiempo regresaron por donde habían llegado, sin el oro y la plata prometidos. Por su parte los religiosos se quedaron para continuar con sus faenas cristianizadoras; poco a poco los indios convertidos fueron aprendiendo la religión, las letras y los más diversos oficios bajo el cobijo jesuita, siempre estricto y fraternal. Y la misión floreció con la nuevas familias que se asentaron en los alrededores; indios y soldados desertores fueron la simiente de este pueblo entrañable, y a Espiritoga como que se le quebraba un poco la voz.
No podía evadirme de esa magistral red verbal; quería preguntar muchas otras cosas, como la relación de Ricardo el descalzo con Mister Andrux, o con la famosa batalla de la mojoneras, pero también deseaba seguir escuchando la semblanza de Santa María de los Jollos. Esa sensación de saber que, tarde o temprano, se va a desvelar algo por lo que se siente infinita curiosidad, es deliciosa. Y mi compañero de viaje lo sabía: no crea que se me olvidó contarle lo de Mister Andrux, sólo que me gustaría que supiera cómo acabó el asunto de la Misión, que ahora se llama Iglesia de San Lorenzo Mártir, patrono de los mineros. Resulta que en 1767, cuando la Corona echó a los jesuitas de las Indias, el templo y las familias quedaron a la deriva, sin gobierno ni protección y sólo el espíritu de heroicidad del nuevo pueblo, imbuído por aquellos, los pudo mantener a flote. Debe usted saber que las monarquías europeas empezaron a recelar de estos curas, pues decían que les estaban metiendo ideas muy paganas a sus súbditos indios y se le amotinaron a Clemente XIV, el Papa, quien finalmente decretó la supresión de la Orden en 1773. Jamás se los volvió a mirar por estos lares, ni cuando en 1825 les levantaron el castigo. Dicen que cuando les avisaron que debían largarse, so pena de morir en la horca, los discípulos de San Ignacio de Loyola tranquila y obedientemente tomaron algunas de sus pertenencias y se marcharon sonrientes, ante el azoro y desconsuelo de sus protegidos.
El río estaba a tiro de piedra; pude distinguir entre los árboles de su orilla los reflejos temblorosos del sol en el agua; alcancé a ver también, al final de la carretera, el puente de piedra que dicen que es la entrada al temido Sendero de la Gruta. Don Salmón notó mi expectación y se apresuró un poco con su monólogo: a pesar de su reciedumbre, los primeros vecinos de El Leñoso la pasaron mal muchos años, improvisando modos de vida común y sobreviviendo con lo que tenían a su alcance que, ciertamente, no era poco, pues como usted lo ha comprobado, Dios ha sido muy generoso con estas tierras. El tiempo siguió su curso y en 1801, de repente, empezaron los rumores, primero velados y al final ruidosos como una granizada, de que la Sierra de la Virgen estaba repleta de oro. Y por docenas empezaron a llegar oportunistas y gente de bien en busca de trabajo. Alguno de ellos traía consigo una imagen de San Lorenzo Mártir para su protección y fortuna, que fue colocada solemnemente en la iglesia, para entonces funcionando como centro social de los lugareños desde que se quedó sin oficiantes. Siguieron algún rato sin sacerdote, pero ya tenían santo, y además uno de los más notables del martirologio católico. Eso ya era motivo de fiesta.
Mi anfitrión dejó su camión Ford 1960 a la sombra de los árboles y nos aproximamos caminando a la orilla del Río Roto, al lado del puente, desde la que algunos hombres lanzaban rudimentarios aparejos de pesca en busca del carpa dulce, abundante en esta zona. Era un cuadro de apacible belleza: los pescadores, un arroyo cristalino y de fondo las laderas de la sierra cuajadas de pinos. El cacique los saludó amistosamente y me presentó con ellos diciéndoles que yo era Aurelio, el señor del gobierno que andaba con el asunto de las leyendas. Les comentó que íbamos a recorrer el Sendero y que al regresar les aceptaríamos un par de carpas gordas tatemadas para comer y que se tenían por ahí una botella de cajazo, mejor; y le respondieron que perdiera cuidado, que ellos se encargarían. Los dejamos en la pesca para dirigirnos al puente pero antes de llegar Don Salmón me detuvo para confesarme que de la historia del templo de San Lorenzo, había una parte muy interesante que, curiosamente, se vinculaba a las leyendas de El Leñoso.
De por sí ya estaba ansioso por conocer el Sendero de la Gruta y escuchar la historia del tal Andrux y la de las mojoneras, y con esta novedad sentí más inquietud; le tuve que pedir que por favor me explicara más, que yo ya estaba muy confundido. Espirigota admitió que para él mismo también era muy confuso, pero que había un hilo conductor muy velado entre todas las historias que nadie había logrado clarificar. Lo de San Lorenzo sólo es una especulación, reconoció, pero también me dijo que probablemente yo pudiera elucidar tanto misterio. Para dar por terminado el tema me refirió que cuando llegó la imagen del santo, un labrador del pueblo talló una réplica en madera de pino de tamaño natural y que las beatas se habían encargado de pintarla minuciosamente y de revestirla con una dalmática preciosa. Parecía real el santo, con su tonsura muy pálida, como su rostro, cuando lo colocaron en un nicho del templo. Luego, un día cualquiera, entre las manos del santo, junto a su Palma de Mártir, apareció un grial de oro puro. Nadie pudo explicar cómo llegó ahí y por más que averiguaron entre los piadosos nuevos ricos de la comunidad, nunca se supo nada. Y lo más sorprendente, mi querido Aurelio, seguía diciéndome, es que el cáliz nunca fue hurtado al santo a pesar de que nadie lo vigilaba y a pesar también de su enorme valor.
La finalidad de mi visita a El Leñoso, como ya lo he mencionado antes, es acopiar toda la información posible a cerca de la leyenda del descalzo para presentarla a mis jefes en la oficina del Catálogo General de las Leyendas Nacionales. Para eso me pagan y yo trato de hacerlo muy bien, sin embargo esto está tomando rumbos insospechados. Para empezar me encuentro con que la de Ricardo, es una historia entretejida hábilmente en las creencias y costumbres de la comunidad, de manera que no se puede hacer un estudio particular, sino que tendré que ocuparme de revisar todo en conjunto, o como dirían los que saben, de la cosmovisión local. Y eso ya no me está gustando pues, encima, el presidente me sugiere que desenrede la nueva madeja de San Lorenzo Mártir. No digo que no me agrade la idea, lo que digo es que debo rendir cuentas en la oficina y esto al parecer va para largo.
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