sábado, 5 de marzo de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimaséptima parte.

"Definitivamente Ricardo ya no era el mismo: los amargos momentos de soledad, la hostilidad del bosque, los terrores nocturnos sin tregua, el hambre y la sed, fueron los disciplinarios más eficaces para su maduración, primero como hombre y luego como avezado cazador. El muchacho melindroso que llegó a la Sierra Gruesa hacía apenas unos días, era ya un tipo recio y decidido. Y ahora, tirado al lado de la hoguera, saboreaba por adelantado el momento de ver caer al gamo en un charco de sangre, con una flecha atravesada en el pescuezo. No pensaba en otra cosa, ni siquiera en comer; sólo quería tensar al máximo la cuerda de su arco y disparar. Como una termita odiosa, este pensamiento se le fue metiendo en la piel, en los huesos, en el cráneo y fue tan grande su obsesión que ni siquiera reparaba en el paso de los días.

"Mientras tanto, en El Leñoso su familia era presa de la angustia por no tener noticia alguna del descalzo. Su madre Antonia, mujer creyente, por momento desesperaba y hacía reclamos muy agrios a San Miguel Arcángel, a quien había confiado la custodia de su hijo, pero luego, avergonzada, le pedía disculpas por sus exabruptos. El marido, también abatido por la ausencia, trataba de consolarla diciendo que Ricardo era muy valiente y que debería estar bien y que ya no dilataba mucho en llegar. Además, acuérdate que las desgracias se anuncian casi solas, le decía. Y se ponían a rezar el rosario cada tarde, acompañados de las gemelitas que también extrañaban mucho al hermano. Hasta el padre Herreros, que fue sacerdote de San Lorenzo Mártir hasta 1940, cuando murió, ofició una misa en honor del descalzo, para que regresara con bien y acabara el sufrimiento de la pobre Antonia, que se estaba volviendo loca con tanta pena y con tanta desvelada. Fueron días muy aciagos en la casa de los Cuervos, y la preocupación de los vecinos, en vez de consolarlos, sólo los ponía más tristes, pues a todas horas les preguntaban por el muchacho, que era un muchacho tan granjeador y educado, les decían. Y Antonia lloraba mucho y sólo se consolaba pensando en las colchas que iba a coser con la pieles de venado que su hijo querido le traería a su regreso.

"En la Sierra Gruesa, por su parte, Ricardo el descalzo claro que recordaba con mucho amor a sus familiares pero su afán de capturar un ciervo, que rayaba en la demencia, no le permitía mayores distracciones de la memoria familiar. Instalado en la casucha improvisada con ramas de pino para disimular su presencia, esperaba pacientemente ver de nuevo a los venados. Tenía muy a la mano el arco que ya dominaba a la perfección, a fuerza de practicar tiros y tiros todas las noches. y estaba embarradado de lodo hasta los cachetes para que no lo notaran con su olfato tan fino; trataba de permanecer inmóvil en su sitio pues en cualquier momento podían dejarse ver. Y su estratagema daba resultados, porque muy cerca de él llegaron a pasar algunos jabalís en busca del arroyo y no lo sintieron, como si el muchacho fuera invisible. Pero los venados no aparecieron sino hasta el octavo día.

"En el claro cercano a la orilla, a escasos metros del escondrijo del cazador descalzo, apareció un par de ejemplares, preciosos, con sus cornamentas echadas un poco hacia adelante y se quedaron algunos minutos ramoneando por ahí, sin alejarse. Entre que mordisqueaban la maleza y se acercaban al agua, se repegaban entre sí y se daban topes suavecitos. Parecían que estaban muy distraidos en sus juegos y en su comida, pero ante cualquier ruido, por mínimo que fuera, se erguían y paraban las orejas; sus ojos saltones se movían ràpidamente sin parpadear, y luego volvían a la rumiada. Con la respiración contenida y sus manos sudorosas, el descalzo blandía el arco esperando el momento justo, cuando uno de ellos estuviera inclinado en la orilla bebiendo agua. Sentía su piel erizada por los nervios y la boca se le empezó a secar tanto que le llegó la comezón a la garganta, esa comezón que sólo se quita tosiendo o tomando agua. Y sólo de reojo miraba su cantimplora en el suelo, sin poder agarrarla y darle ese trago aliviador porque cualquier movimiento echaría por tierra días enteros de espera. Pero la picazón era un tormento y pegado como estaba a la peña, empezó a girar su cabeza muy lentamente hacia ésta, para lamer el musgo fresco que la cubría con la esperanza de refrescarse un poco. Por fin se le pasó la necesidad de toser y estuvo nuevamente concentrado en los movimientos de sus presas. Tensó la tripa de gato montés de su arco al máximo y justo cuando el gamo lengüeteaba la superficie, soltó la flecha. El zumbido del dardo no fue suficiente para alertar al animal, que dio un brinco sobre el agua e intento huir asustadísimo, sin saber qué estaba pasando, pero lo que estaba pasando era que traía una flecha ensartada en el mero gaznate y que estaba a punto de desplomarse bien muerto. Y el otro venado, como alma que lleva el diablo se internó en el bosque en un parpadeo.

"Jubiloso, dando estentóreos gritos infantiles, Ricardo el descalzó aventó su arco, aventó su cantimplora, aventó las ramas de pino y se lanzó brincando hasta donde había caído el animal moribundo. Lo miraba y lo miraba y como que no se atrevía a tocarlo por algún temor indefinido. Mejor esperó a que dejara de temblar y entonces sí acarició la piel rugosa del ciervo, desde el testuz hasta el lomo. Como que sólo se estaba asegurando que era real, más real que los venados de sus sueños, tan ariscos y difíciles. Luego, con mucha delicadeza, casi con cariño, jaló la flecha del cuello de la bestia y la sangré empezó a manar, roja y abundante y al cabo de unos segundos se detuvo. Sus ojos tan brillantes y muy inquietos, ojos vigilantes, se le fueron nublando lentamente.

"Un buen rato estuvo contemplando su trofeo, pero debería darse prisa pues su plan era llevar al animal muerto hasta El Leñoso y que sus amigos del rastro lo ayudaran con la cuestión de la cabeza, que la quería disecada perfectamente, como si estuviera vivo, para colocarla en su sala y que Antonia, su madre, la mostrara a las visitas. De inmediato buscó dos ramas largas para hacer una camilla con su chamarra de borreguita y poder arrastrar más fácil al cadáver. Como pudo cruzó el río, levantó su campamento, enrolló su piel de gato montés y se puso en marcha rumbo al pueblo. A pesar de que era pieza grande y pesada, Ricardo lo arrastraba con mucha rapidez por el camino pedregoso. Iba feliz, silvando y pensando en su discurso que les daría a sus padres al llegar a casa. Incluso, cuando se acercó al peñón con forma de camello, donde estaba el cementerio liebro, no sintió medio alguno: lo cruzó con mucha determinación y ahora sí se atrevió a mirar las piras colgadas de los pinos, donde quemaban los cuerpos de los indios difuntos. Qué diferencia había entre el chamaco asustadizo que cruzó por el panteón hacía nueve días, silvando y mirando las piedras para fingir que no sentía temor, y el hombre que ahora avanzaba entre los difuntos, silvando de contento y con la mirada alta.

"Cuando llegó al sitio donde había pasado su primera noche de terror, y donde conoció a Don Saúl Araujo, decidió desviarse hasta su rancho con la idea de que el viejo lo llevara hasta el pueblo en su camión, para llegar más pronto. Así lo hizo y Don Saúl lo recibió con mucho gusto y con mucha admiración. Mira nada más, muchacho, de veras que eres terco, le dijo mientras le servía una vaso de agua. La mera verdad, cuando te conocí, casi apostaba a que regresarías el mismo día temblando de miedo luego de ver el cementerio de los indios, o cuando el primer gato te mostrara sus garras; retiro lo dicho y lo pensado, remató el ranchero. Ricardó aprovechó la hospitalidad para asearse y ponerse la ropa limpia que le prestaron. Y entre los dos subieron al camioncito al venado y el descalzo sugirió que por favor la cabeza quedara de fuera, para que se viera. Muy platicadores partieron hacia El Leñoso; más bien el que platicada era el descalzo, que presumía todas sus aventuras por el bosque, y así como exageraba los peligros cuando escribía su diario, así se los exageraba a Don Saúl y Don Saúl que era un señor con mucho colmillo, nomás se reía y como que le daba por su lado.

"Después de muchas horas de camino por fin se acercaron al pueblo y los primeros que los divisaron fueron Eliseo y los otros pescadores, que rara vez se movían de su lugar del Río Roto. Y se pusieron muy contentos de ver a Ricardo vivo, pues muy en el fondo todos lo daban por muerto, pero nadie lo decía por consideración a Antonia, su señora madre. En cuanto la camioneta se detuvo cerca del puente de piedra, Eliseo se acercó para saludar a Ricardo y ver de cerca al venado, para asegurarse, pues nunca estuvo convencido de que el muchacho pudiera matar uno, y sin rifle, menos. Se quedó muy admirado pues el ejemplar era grande, con su cornamenta muy bonita y sintió mucho orgullo por el cazador, y más cuando vio que la navaja de pescador que él le había regalado la traía fajada en el cinturón. Este Eliseo Cobero quería bien al descalzo y a su familia, pues además eran vecinos; lástima que ya no pudo ver sus grandes hazañas, pues un rayo lo mató cuando regresaba al pueblo en medio de una tempestad, allá por 1918, año de muchas lluvias. Su hijo Nacho Cobero también es pescador, al igual que los hijos de sus compañeros y también, como ellos, pasan los días en el río, pescando.

"La noticia del regreso del descalzo se corrió como reguero de polvora y cuando la camioneta de Don Saúl se aproximaba al pueblo, muchas personas ya la esperaban en las orillas polvorientas del camino. Le gritaban cosas lindas y le aplaudían a Ricardito, que apenas le cabía en la cara tanta vanidad. Los chamaquitos empezaron a correr detrás tratando de tocar las cuernos de venado tumbado en la caja con la cabeza de fuera, colgando. Cuando pasaron por el panteón el gentío era cada vez mayor, como cuando el viejo esquilón del templo llamaba a fiesta. Hubo mucho alborozo en la plaza, pues todos querían darle la bienvenida, incluso el Jerarca de aquel entonces, Don Rutilo Espirigota, padre de Don Salmón, aquí presente, que salió de la casa de gobierno para ver pasar al desfile de chavalos ruidosos encabezado por Ricardo y su venado muerto. Y cuando por fin arribaron a las calle de los Adobes, donde vivían los Cuervos, la muchedumbre era tal que la camioneta de Don Saúl apenas podía avanzar. Todos lo extrañaban, pues Ricardo siempre fue un joven bien portado y servicial, pero ahora lo querían ver en persona para cerciorarse de que estaba vivo, pues todos suponían que las fieras de la Sierra Grueso ya se lo habían comido. Cuando su madre Antonia lo vio llegar con la piel del gato montes sobre un hombro, se dejó caer de rodillas en la banqueta y entre sollozos le daba las gracias a San Miguel Arcángel, que le había traído de vuelta a su muchacho sano y salvo. Total que aquella tarde hubo fiesta en su casa y los Cuervos invitaron a los vecinos, quienes, embobados, escuchaban las extraordinarias andanzas del descalzo en la temida Sierra Gruesa, en voz de su protagonista para mayor realce.

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