Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimaquinta parte.
En la plaza nadie daba indicios de querer irse: todos estábamos muy atentos con el relato del viejo venerable, quien tampoco parecía cansado, sino al contrario, entre más avanzaba más emocionado se ponía con su cuento. Sólo paraba tomar aire y darle unos tragos a su bebida, que hoy no es cajazo de huamilón, sino atole, por aquello del asma, supongo. Yo aproveché la pausa para intentar encontrar a la maestra, pero por más que buscaba y buscaba entre la gente, nunca la vi. Y ahora sí le pregunté a Don Salmón por ella, que si no le gustaba venir a escuchar las leyendas y me respondió que sí, que siempre asistía, pero que estas fechas estaba muy ocupada con la cosa de los exámenes de la escuela. Ah vaya, fue lo que repuse, como sin darle importancia y traté de fingir que no había preguntado nada. Sin embargo, sentí la mirada pícara de Don Salmón y la palmada que me dio en el hombro me hizo sudar tantito. Para mi suerte el viejo reanudó su charla.
"El cazador no tardó en encontrar un lugar adecuado para pasar la noche; bueno, en el campo cualquier sitio es bueno para dormir, pero a Ricardo le gustó una gran roca al lado del camino y se acomodó del lado en que daba la luz de la luna, que nuevamente se había mostrado generosa en medio de ese cielo tan bonito y estrellado que sólo las noches de julio regalan. Tendió su campamento y como la noche previa, reunió montones de troncos secos para la hoguera. Se acordó que traía las tortillas rellenas de Don Saúl y eso fue lo que cenó. Y esa noche, la segunda que pasaba fuera de su casa, el descalzó no sintió miedo, ni cuando los coyotes empezaron su sinfonía nocturna espantosa; tampoco lo asustó el aleteo tan voluble de los murciélagos que se dejaban caer desde las ramas más altas de los árboles en busca de moscos descuidados. Parecía que el terror de ayer, tan físico como un calambre, había conjurado el terror de ahora y el terror de siempre, pues Ricardo ya nunca volvió a sentirlo. Era un cielo espléndido y el muchacho, sin ganas de dormir, intentó recordar el truco de orientarse con las estrellas que su padre, Ricardo viejo, le enseño cuando era más niño: primero buscó la estrella polar que es la última estrella de la cola de la osa menor y cuando por fin la ubicó, enseguida trato de localizar a la mayor. Desde las dos estrellas externas de esta constelación hizo un trazo imaginario hacia la polar y se alegró mucho de comprobar que, en efecto, el norte que le indicaban los astros era el norte del camino hacia la Sierra Gruesa
"Muy temprano se levantó y con toda la luz de la mañana pudo ver claramente al final de la brecha el verde inconfundible, ese verde vehemente y aromático del bosque; muy animoso, el descalzo metió todas las cosas en su mochila, apagó las brasas con el agua de su cantimplora y casi corriendo agotó el trecho que le faltaba. Corría y daba saltitos de alegría, emocionado de llegar a la sierra de la que seguramente sacaría las presas más increíbles. Inmediatamente botó su carga junto a un pino, metió las piedras lajitas en las bolsas de su chamarra de borreguita y revisó el filo de su cuchillo haciendo un corte en la cáscara del árbol y se adentró en el bosque. En las primeras horas de su incursión, el descalzo no divisó ningún gato montés, ni venados, ni jabalís, ni nada que valiera la pena cazar. Sólo ardillas juguetonas y conejos, pero estos animalitos no estaban en su ánimo y les perdonaba la vida. A media tarde, luego de recorrer las primeras lomas, Ricardo, el joven cazador, empezó a sentir cierta ansiedad por la falta de presas. La empuñadura de su daga le daba cosquillas en su mano sudada; quería sacarla de la funda y hundirla en el pescuezo de alguna bestia, pero ninguna bestia aparecía. Un poco cabizbajo regresó a su refugio; se sentía cansado, pero no cansado del cuerpo, sino del alma, pues no tenía contemplado que su primera jornada fuera tan inútil. Con desgano encendió una pequeña hoguera, tal como lo había sugerido Saúl Araujo, y se tendió a un lado. Qué curioso era este muchachito, pues apenas en la mañana era el optimismo y la felicidad en persona y ahora estaba ahí nomás, acostado y triste.
"No pudo observar las estrellas, pues el follaje de los pinos se lo impedía, pero poco importaba pues el cazador estaba muy frustrado y no ver el cielo le daba lo mismo; intentó de todo para poder dormir; incluso recordó que era muy paciente para esperar el momento preciso de atacar a sus víctimas y también recordó que muchos cazadores habían pasado semanas enteras sin ver un triste conejo. Pero recordar todo esto no le quitaba el desengaño. Y trataba de darse aliento él mismo pensando que mañana mismo iba a lograr las mejores piezas, pero al rato se hundía de nuevo. Cómo batalló el descalzo con su mente esa noche. Finalmente, sin otra cosa en que pensar, se puso a rezar unos rezos que más bien parecían reclamos y, poco a poco se fueron suavizando hasta que se quedó bien dormido. Pero no le duró mucho el gusto a Ricardo, porque después de un rato un gruñido muy cercano lo puso en estado de alerta y se paró de un salto ya con su cuchillo en la mano, bien apretado. Recargado en el pino estuvo vigilante y muy nervioso, mirando en todas direcciones; ni la luz lunar opacada por los árboles, ni la de su hoguera agonizante le permitían ver más allá de diez metros. Otro gruñido más intenso, lo hizo voltear hacia unos arbustos cercanos y vio la indudable silueta de un enorme gato. Se supone que el descalzo debió correr o trepar ipso facto por el tronco, pero se quedó quietito, viendo acercarse al animal. Sudaba mucho y en ese momento crucial, ignoro la razón, el muchacho cambió de mano su cuchillo y el movimiento hizo que el felino huyera entre los pinos. Y el descalzo se quedó todo tembloroso y frío, pero feliz. Estaba feliz porque sí había gatos monteses en la sierra y también estaba feliz porque no sintió ningún miedo. Cuando ya le pasó el fervor, se acostó de nuevo y muy pronto se quedó dormido, como el bendito.
"Al día siguiente, con el ánimo y la fe renovados, el joven Ricardo reanudó su expedición y se fue en dirección del Río Roto, para recorrer su orilla muy al norte donde el pinerío es cada vez más espeso, con la seguridad de encontrar a la fiera que durante la noche le había espantado el sueño. Aunque era muy poco lo que sabía de rastrear a los animales, podía distinguir las huellas de un gato, pues eran de cuatro dedos sin la marca de la garra; se dedicó a buscar junto a la corriente algunas señas y por fin encontró unas que definitivamente eran las pisadas de su presa, y las fue siguiendo hasta que se internaron en el bosque. El cazador asumió que tarde o temprano el animal regresaría al río, por lo que optó por acampar en las cercanías y luego decidió trepar a las ramas bajas de un pino para esperarlo. Desde ahí tuvo muy buena visibilidad, alcanzaba a ver la orilla del río, cuya corriente era mas rápida y ruidosa en esa parte gracias a un desnivel y a unos peñascos enormes en medio del cauce. El muchacho estaba maravillado contemplando el paisaje, y ahí, encaramado en el árbol, le agradeció mucho a Dios todo lo recibido hasta entonces y también se acordó de pedirle que le perdonara sus reclamos tan infantiles. Su charla con Dios era sincera, pues el descalzo era un buen muchacho, atrabancado e insensato a veces, pero no tenía malicia en su corazón.
"Pasaban las horas muy lento y desde su escondite, el muchacho no daba muestras de cansancio; estaba vigilante del paso del animal, listo para saltar sobre su lomo y matarlo de un solo cuchillazo. Cuando sintió hambre sacó algunos trozos de cecina seca y los estuvo masticando despacio, saboreando el gusto salado de la carne. En esas estaba cuando en la orilla contraria del río, avistó un par de hermosos venados de cola blanca, que confiadamente bebían del río, y luego se dedicaron a mordisquear la maleza: arrancaban suavemente la hierba y se erguían a mascarla sin prisa, mirando a todos lados. En el primer momento el descalzó pensó en bajar del árbol y acercarse con sigilo pero inteligentemente se quedó, pues para atrapar a los ciervos necesitaba un plan más elaborado; las piedras podrían no ser suficientes para atarantarlos, pensó. Y además el felino bien podría aparecer y era una oportunidad imperdible. A la postre su perseverancia dio fruto, pues al poco, entre los pinabetes apareció el cuadrúpedo. Se desplazaba con una sagacidad tremenda, parecía calcular cada paso y parecía, también, acariciar con sus garras la tierra que pisaba. Y a Ricardo le pareció, a lo lejos, que su presa era muy pequeña pues se había imaginado que lucharía con una de mejor tamaño. Espero a que pasara justo debajo de su rama, y cuando sucedió así, se le dejó caer encima; con una habilidad inaudita, quizás producto de la emoción, lo prendió con un brazo por debajo de la panza y con la otra mano manipuló la daga con maestría para encajarla en el mero cuello. Abrazados rodaron un poco por la colina y no se sabía de quién era la sangre que iban dejando, pues la bestia se defendía con feroces tarascadas. Al cabo de unos instantes de una descomunal pelea, el gato quedó moribundo en la hojarasca y el cazador, muy dolorido y rasguñado de todo el cuerpo permaneció ahí sentado, mirándolo cómo le chorreaba sangre del pescuezo.
"Esa fue la graduación del muchacho, sin testigos, perdido en la Sierra Gruesa. Se sentía orgulloso de su lance, con ese orgullo insolente de los chamacos, y seguía inmovil, mirando a la fiera sin vida e imaginando su piel en la entrada de la casa, extendida como un tapete fedatario de su hazaña y también imaginó las pieles de los venados en colchas cosidas a mano y sus cabezas disecadas colgadas en la sala, con sus cuernos hermosos y sus ojos muy brillantes. Todo esto se imaginaba Ricardo el descalzo después de que mató a su primer gato montés, solitario, allá en el bosque del norte.
continúa...
"El cazador no tardó en encontrar un lugar adecuado para pasar la noche; bueno, en el campo cualquier sitio es bueno para dormir, pero a Ricardo le gustó una gran roca al lado del camino y se acomodó del lado en que daba la luz de la luna, que nuevamente se había mostrado generosa en medio de ese cielo tan bonito y estrellado que sólo las noches de julio regalan. Tendió su campamento y como la noche previa, reunió montones de troncos secos para la hoguera. Se acordó que traía las tortillas rellenas de Don Saúl y eso fue lo que cenó. Y esa noche, la segunda que pasaba fuera de su casa, el descalzó no sintió miedo, ni cuando los coyotes empezaron su sinfonía nocturna espantosa; tampoco lo asustó el aleteo tan voluble de los murciélagos que se dejaban caer desde las ramas más altas de los árboles en busca de moscos descuidados. Parecía que el terror de ayer, tan físico como un calambre, había conjurado el terror de ahora y el terror de siempre, pues Ricardo ya nunca volvió a sentirlo. Era un cielo espléndido y el muchacho, sin ganas de dormir, intentó recordar el truco de orientarse con las estrellas que su padre, Ricardo viejo, le enseño cuando era más niño: primero buscó la estrella polar que es la última estrella de la cola de la osa menor y cuando por fin la ubicó, enseguida trato de localizar a la mayor. Desde las dos estrellas externas de esta constelación hizo un trazo imaginario hacia la polar y se alegró mucho de comprobar que, en efecto, el norte que le indicaban los astros era el norte del camino hacia la Sierra Gruesa
"Muy temprano se levantó y con toda la luz de la mañana pudo ver claramente al final de la brecha el verde inconfundible, ese verde vehemente y aromático del bosque; muy animoso, el descalzo metió todas las cosas en su mochila, apagó las brasas con el agua de su cantimplora y casi corriendo agotó el trecho que le faltaba. Corría y daba saltitos de alegría, emocionado de llegar a la sierra de la que seguramente sacaría las presas más increíbles. Inmediatamente botó su carga junto a un pino, metió las piedras lajitas en las bolsas de su chamarra de borreguita y revisó el filo de su cuchillo haciendo un corte en la cáscara del árbol y se adentró en el bosque. En las primeras horas de su incursión, el descalzo no divisó ningún gato montés, ni venados, ni jabalís, ni nada que valiera la pena cazar. Sólo ardillas juguetonas y conejos, pero estos animalitos no estaban en su ánimo y les perdonaba la vida. A media tarde, luego de recorrer las primeras lomas, Ricardo, el joven cazador, empezó a sentir cierta ansiedad por la falta de presas. La empuñadura de su daga le daba cosquillas en su mano sudada; quería sacarla de la funda y hundirla en el pescuezo de alguna bestia, pero ninguna bestia aparecía. Un poco cabizbajo regresó a su refugio; se sentía cansado, pero no cansado del cuerpo, sino del alma, pues no tenía contemplado que su primera jornada fuera tan inútil. Con desgano encendió una pequeña hoguera, tal como lo había sugerido Saúl Araujo, y se tendió a un lado. Qué curioso era este muchachito, pues apenas en la mañana era el optimismo y la felicidad en persona y ahora estaba ahí nomás, acostado y triste.
"No pudo observar las estrellas, pues el follaje de los pinos se lo impedía, pero poco importaba pues el cazador estaba muy frustrado y no ver el cielo le daba lo mismo; intentó de todo para poder dormir; incluso recordó que era muy paciente para esperar el momento preciso de atacar a sus víctimas y también recordó que muchos cazadores habían pasado semanas enteras sin ver un triste conejo. Pero recordar todo esto no le quitaba el desengaño. Y trataba de darse aliento él mismo pensando que mañana mismo iba a lograr las mejores piezas, pero al rato se hundía de nuevo. Cómo batalló el descalzo con su mente esa noche. Finalmente, sin otra cosa en que pensar, se puso a rezar unos rezos que más bien parecían reclamos y, poco a poco se fueron suavizando hasta que se quedó bien dormido. Pero no le duró mucho el gusto a Ricardo, porque después de un rato un gruñido muy cercano lo puso en estado de alerta y se paró de un salto ya con su cuchillo en la mano, bien apretado. Recargado en el pino estuvo vigilante y muy nervioso, mirando en todas direcciones; ni la luz lunar opacada por los árboles, ni la de su hoguera agonizante le permitían ver más allá de diez metros. Otro gruñido más intenso, lo hizo voltear hacia unos arbustos cercanos y vio la indudable silueta de un enorme gato. Se supone que el descalzo debió correr o trepar ipso facto por el tronco, pero se quedó quietito, viendo acercarse al animal. Sudaba mucho y en ese momento crucial, ignoro la razón, el muchacho cambió de mano su cuchillo y el movimiento hizo que el felino huyera entre los pinos. Y el descalzo se quedó todo tembloroso y frío, pero feliz. Estaba feliz porque sí había gatos monteses en la sierra y también estaba feliz porque no sintió ningún miedo. Cuando ya le pasó el fervor, se acostó de nuevo y muy pronto se quedó dormido, como el bendito.
"Al día siguiente, con el ánimo y la fe renovados, el joven Ricardo reanudó su expedición y se fue en dirección del Río Roto, para recorrer su orilla muy al norte donde el pinerío es cada vez más espeso, con la seguridad de encontrar a la fiera que durante la noche le había espantado el sueño. Aunque era muy poco lo que sabía de rastrear a los animales, podía distinguir las huellas de un gato, pues eran de cuatro dedos sin la marca de la garra; se dedicó a buscar junto a la corriente algunas señas y por fin encontró unas que definitivamente eran las pisadas de su presa, y las fue siguiendo hasta que se internaron en el bosque. El cazador asumió que tarde o temprano el animal regresaría al río, por lo que optó por acampar en las cercanías y luego decidió trepar a las ramas bajas de un pino para esperarlo. Desde ahí tuvo muy buena visibilidad, alcanzaba a ver la orilla del río, cuya corriente era mas rápida y ruidosa en esa parte gracias a un desnivel y a unos peñascos enormes en medio del cauce. El muchacho estaba maravillado contemplando el paisaje, y ahí, encaramado en el árbol, le agradeció mucho a Dios todo lo recibido hasta entonces y también se acordó de pedirle que le perdonara sus reclamos tan infantiles. Su charla con Dios era sincera, pues el descalzo era un buen muchacho, atrabancado e insensato a veces, pero no tenía malicia en su corazón.
"Pasaban las horas muy lento y desde su escondite, el muchacho no daba muestras de cansancio; estaba vigilante del paso del animal, listo para saltar sobre su lomo y matarlo de un solo cuchillazo. Cuando sintió hambre sacó algunos trozos de cecina seca y los estuvo masticando despacio, saboreando el gusto salado de la carne. En esas estaba cuando en la orilla contraria del río, avistó un par de hermosos venados de cola blanca, que confiadamente bebían del río, y luego se dedicaron a mordisquear la maleza: arrancaban suavemente la hierba y se erguían a mascarla sin prisa, mirando a todos lados. En el primer momento el descalzó pensó en bajar del árbol y acercarse con sigilo pero inteligentemente se quedó, pues para atrapar a los ciervos necesitaba un plan más elaborado; las piedras podrían no ser suficientes para atarantarlos, pensó. Y además el felino bien podría aparecer y era una oportunidad imperdible. A la postre su perseverancia dio fruto, pues al poco, entre los pinabetes apareció el cuadrúpedo. Se desplazaba con una sagacidad tremenda, parecía calcular cada paso y parecía, también, acariciar con sus garras la tierra que pisaba. Y a Ricardo le pareció, a lo lejos, que su presa era muy pequeña pues se había imaginado que lucharía con una de mejor tamaño. Espero a que pasara justo debajo de su rama, y cuando sucedió así, se le dejó caer encima; con una habilidad inaudita, quizás producto de la emoción, lo prendió con un brazo por debajo de la panza y con la otra mano manipuló la daga con maestría para encajarla en el mero cuello. Abrazados rodaron un poco por la colina y no se sabía de quién era la sangre que iban dejando, pues la bestia se defendía con feroces tarascadas. Al cabo de unos instantes de una descomunal pelea, el gato quedó moribundo en la hojarasca y el cazador, muy dolorido y rasguñado de todo el cuerpo permaneció ahí sentado, mirándolo cómo le chorreaba sangre del pescuezo.
"Esa fue la graduación del muchacho, sin testigos, perdido en la Sierra Gruesa. Se sentía orgulloso de su lance, con ese orgullo insolente de los chamacos, y seguía inmovil, mirando a la fiera sin vida e imaginando su piel en la entrada de la casa, extendida como un tapete fedatario de su hazaña y también imaginó las pieles de los venados en colchas cosidas a mano y sus cabezas disecadas colgadas en la sala, con sus cuernos hermosos y sus ojos muy brillantes. Todo esto se imaginaba Ricardo el descalzo después de que mató a su primer gato montés, solitario, allá en el bosque del norte.
continúa...
No hay comentarios:
Publicar un comentario