Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimacuarta parte.
"Muy temprano al día siguiente, cuando la escandalera de los pájaros empezaba, un sujeto desconocido que pasaba por la ribera del río vio el campamento del muchacho y se acercó con curiosidad porque creyó que estaba abandonado, pero no tardó en ver a Ricardo acurrucado junto al álamo, bien dormido. Joven, joven, le decía y le picaba el lomo con su vara, hasta que despertó sobresaltado. Le preguntó que qué andaba haciendo tan lejos del pueblo, que si no tenía miedo de que lo asaltaran o que lo fuera a atacar algún animal salvaje, y el descalzo, todavía medio atontado por el sueño, respondía con palabras sin sentido. El viejo se tomó la libertad de acercar más leños a las brasas para reavivar la lumbre, arrimó una piedra para sentarse y espero a que el descalzo acabara de despertar. Ya más avispado, le dijo que iba a la sierra para cazar gatos monteses y que estaba descansando pues no había tenido una noche muy tranquila. Por la cara del chavalo, o porque el señor tenía alguna experiencia con los cazadores primerizos, adivinó que la desvelada fue por el miedo pero no dijo nada; mejor sacó de su morral unas tortillas de harina rellenas con chiles arañados y las encimó a las brasas.
"Yo vivo cerca de aquí, muchacho, en el rancho Los Araujo, y todos los días vengo a llevar leña y a veces me quedo a pescar en el río, o lo cruzo para subir un poco las laderas de la Virgen y buscar bellotas, que a mi mujer le gustan mucho, le platicaba al descalzo, quien un tanto destanteado no sabía de qué hablar con el extraño: sólo le contestaba que sí a todo. Cuando le ofreció una tortilla para almorzar, el fulano le dijo que se llamaba Saúl Araujo, y lo invitó para que en alguna ocasión futura se quedara en su casa y no anduviera durmiendo así nomás en el monte porque era muy peligroso. Y no se quedó con las ganas de preguntarle a Ricardo por qué no traía zapatos y por qué, si iba a cazar, no llevaba rifle. Y agarró vuelo el aventurero explicando sus motivos: le replicó que no usaba zapatos porque no le gustaban, que eran muy incómodos y que le estorbarían para corrretear a los gatos salvajes. Y sobre su falta de armas, le dijo que era muy bueno con las piedras y con los cuchillos, que eso era suficiente para matar hasta un león. Don Saúl se quedaba viéndolo muy serio, creyendo que el muchacho no estaba bien de su cabeza. Le comentó que por su rancho en ocasiones se divisaban gatos y que algunas veces en el río había llegado a ver venados y le aconsejó que intentará cazarlos por esa parte, que no había necesidad de ir hasta la Sierra Gruesa, que además, le dijo, queda muy lejos, como a un día de camino. Pero el canijo descalzo era muy necio y le respondió que su plan ya estaba hecho y que no lo cambiaría, pero que de regreso sí se quedaría en su casa para descansar y que le traería un gato bien muerto para demostrarle que sí podía atraparlo sin balazos.
"El viejo decía conocer bien la Sierra Gruesa, pues cuando era joven también le gustaba cazar venados por allá y le dio al descalzo algunos consejos: le avisó que por ningún motivo fuera a entrar, jamás, al cementerio de los liebros, que está muy cercano al río, al lado de un risco muy grande en forma de camello, porque cuando un blanco o un mestizo lo profanan entrando, los espíritus indios arman la gorda y dejan caer sus maldiciones sobre el incauto, y nunca más en su vida podrá hablar como la gente decente; sólo saldrán de su boca imprecaciones y palabrotas, aunque no quiera decirlas. Don Saúl le explicó que no tendría problema en reconocer el panteón, pues las tumbas, que no eran tumbas como las nuestras, sino que eran como literas colgadas de los arboles donde los salvajes quemaban los cuerpos de los difuntos. Además, como advertencia, él mismo había clavado un letrero muy vistoso en un árbol cercano, pero que a veces los bromistas lo quitaban. Y no crea joven Ricardo que las maldiciones son falsas, pues Lupito Huerta, un vaquero que trabajó muchos años en mi rancho, por andar de avaricioso, dizque buscando joyas entre los huesos y las cenizas de los indios muertos, le cayó la condenación y empezó a decir puras blasfemias cuando le preguntaban algo. Su esposa Raquelita se asustó tanto cuando Lupito regresó a su casa aquella tarde y le preguntó que cómo le había ido en el campo y le contestó puras maldiciones y palabras de pecado, y Raquelita le cuestionaba si andaba borracho y el embrujado le quería decir que no, pero le decía otras majaderías muy feas y su mujer lloraba mucho pues pensaba que ya no la quería. Pasó un poco de tiempo y alguien le advirtió a la pobre mujer que Lupito no estaba loco, sino que más bien estaba poseído por el demonio de los indios liebros, porque seguramente había entrado al cementerio y que la maldición no tenía cura, que Lupito se iba a morir sin saber hablar cosas decentes. Y desesperada, Raquelita llevó a su esposo otra vez al cementerio para que encalara las piedras de la cerca con la esperanza de que lo perdonaran, pero fueron y pintaron de oquis. La señora sufría mucho con todo este entuerto y también le daba mucha vergüenza que los vecinos oyeran hablar a su marido puras majaderías; dejaron de asistir a misa los domingos pues al infeliz Lupito le venía un pavor muy grande sólo de pensar que se le soltaría la lengua a la hora de rezar el Padre Nuestro. Decía Don Saúl Araujo que el único remedio que encontraron fue ponerle un freno de caballo, que él mismo se podía quitar cuando estaba solo.
"Ricardito se quedó muy pensativo con la historia y preguntaba al ranchero si la maldición de los liebros fue porque se dieron cuenta del chanchullo del raso Meneses. No jovencito, le respondió, si los salvajes se enteran de la trampa, seguramente habían regresado para quemar al pueblo entero; más bien creo que fue una venganza de sus brujos cuando se tuvieron que largar para siempre. Eso sí, honraron su palabra de irse, pero dejaron la monserga del panteón. Enseguida, el tal Araujo también le recomendó que antes de llegar al bosque tupido, fuera atrapando conejos o codornices y que los asara luego luego, para que tuviera comida allá sin la necesidad de encender grandes lumbradas, que son muy peligrosas. También le sugirió que no se bañara, que dejara que el aroma de la tierra y de las hierbas y del humo se mezclara con el sudor, para que su olor no espantara a los venados, pues, le dijo, tienen una nariz muy fina. Don Saúl se despidió diciendo que debía terminar de juntar la leña y le regaló al descalzo las tortillas rellenas que la habían quedado; le dijo que se cuidara mucho y que lo esperaba por su rancho cuando estuviera de vuelta.
"El cazador levantó su campamento rápidamente, cargó con su mochila y muy pronto estuvo de nuevo en el pedregoso camino hacia la Sierra Gruesa. Era media mañana y según sus cálculos estaría llegando al anochecer; apuró el paso mientras le daba vueltas a su plática con el ranchero Don Saúl y se alegró de haberlo conocido, que aunque lo despertó a varazos no importaba, pues le había dado consejos muy valiosos. En todo esto pensaba el descalzo, pero también iba alerta mirando hacia los lados esperando divisar algún conejo para cazarlo y también iba recogiendo algunas piedras lajas medianitas, como le gustaban a él, para golpear a sus presas. El día transcurría sin mucha novedad y cuando a Ricardo le empezaron a gritar las tripas, decidió hacer un alto para comer. Se sentó en un tronco seco y pacientemente esperó a que algún animal sediento se acercara al río para apedrearlo; no tardó mucho en aparecer un conejito y en cuestión de minutos ya estaba rostizándose en el fuego. Era de buen comer este muchacho, igual que Ricardo viejo, su papá, que tenía fama en El Leñoso de ser muy tragón, a pesar de que no era gordo; era muy fornido y medio alto, pero gordo no. Después de la comida se acercó a la corriente para rellenar su cantimplora y se echó un rato en el zacate de la orilla; entonces sacó su diario de pasta gruesas y se puso a escribir todo lo que le había pasado desde el día anterior cuando salió del pueblo. El episodio de la noche, ese cuando estaba temblando de miedo y llorando por su mamá, no lo escribió para no asustar a sus hermanitas y mejor puso que había tenido un sueño maravilloso en el que se veía domando enormes venados de cornamenta muy vistosa. Yo más bien creo que lo dio vergüenza contar que estaba horrorizado y que se quería regresar corriendo, pero era muy orgulloso ese Ricardito. También escribió la anécdota del desdichado Don Lupito Huerta, que por andar de curioso en el cementerio de los liebros, nunca volvió a hablar como la gente y le tuvieron que meter un freno de caballo en la boca, pues le salían puros improperios y palabras sucias.
"Cerca del ocaso, a los lejos avizoró la enorme peña con forma de jorobas de camello, y como que se le aflojaron las piernas un poquito pensando en las tumbas malditas de los indios. Sin embargo, el descalzo había decidido que el miedo que sintió durante la noche era suficiente y que en adelante se sobrepondría a cualquier temor, por grande y perturbador que fuera. Endureció los músculos de su cara y se aproximó al cementerio, donde efectivamente vio el letrero de advertencia que el señor Araujo clavó en un árbol cercano y avanzó rodeando la cerca de piedras encaladas, muy espichadito, mirando hacia el piso, pues no quería ver las piras colgadas de las ramas ni siquiera de reojo. El súbito revoloteo de dos chanates, alertados por sus pasos en la hojarasca, hizo que el descalzo pegara tremendo salto y sintió un escalofrío que le puso la piel tan chinita, que parecía la piel de una gallina desplumada. Apretó el pasó para alejarse cuanto antes del lugar endemoniado y cuando creyó que estaba suficientemente retirado, empezó a buscar un buen sitio para dormir. Quién lo iba a decir, que Ricardo esquivó la maldición de los liebros, pero no se escapó de la del Sendero de la Gruta, que no le dejó la boca privada de palabras decentes, sino llena de babas que sus hermanitas gemelas le estuvieron limpiando hasta que se murió.
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Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimacuarta parte.
"Muy temprano al día siguiente, cuando la escandalera de los pájaros empezaba, un sujeto desconocido que pasaba por la ribera del río vio el campamento del muchacho y se acercó con curiosidad porque creyó que estaba abandonado, pero no tardó en ver a Ricardo acurrucado junto al álamo, bien dormido. Joven, joven, le decía y le picaba el lomo con su vara, hasta que despertó sobresaltado. Le preguntó que qué andaba haciendo tan lejos del pueblo, que si no tenía miedo de que lo asaltaran o que lo fuera a atacar algún animal salvaje, y el descalzo, todavía medio atontado por el sueño, respondía con palabras sin sentido. El viejo se tomó la libertad de acercar más leños a las brasas para reavivar la lumbre, arrimó una piedra para sentarse y espero a que el descalzo acabara de despertar. Ya más avispado, le dijo que iba a la sierra para cazar gatos monteses y que estaba descansando pues no había tenido una noche muy tranquila. Por la cara del chavalo, o porque el señor tenía alguna experiencia con los cazadores primerizos, adivinó que la desvelada fue por el miedo pero no dijo nada; mejor sacó de su morral unas tortillas de harina rellenas con chiles arañados y las encimó a las brasas.
"Yo vivo cerca de aquí, muchacho, en el rancho Los Araujo, y todos los días vengo a llevar leña y a veces me quedo a pescar en el río, o lo cruzo para subir un poco las laderas de la Virgen y buscar bellotas, que a mi mujer le gustan mucho, le platicaba al descalzo, quien un tanto destanteado no sabía de qué hablar con el extraño: sólo le contestaba que sí a todo. Cuando le ofreció una tortilla para almorzar, el fulano le dijo que se llamaba Saúl Araujo, y lo invitó para que en alguna ocasión futura se quedara en su casa y no anduviera durmiendo así nomás en el monte porque era muy peligroso. Y no se quedó con las ganas de preguntarle a Ricardo por qué no traía zapatos y por qué, si iba a cazar, no llevaba rifle. Y agarró vuelo el aventurero explicando sus motivos: le replicó que no usaba zapatos porque no le gustaban, que eran muy incómodos y que le estorbarían para corrretear a los gatos salvajes. Y sobre su falta de armas, le dijo que era muy bueno con las piedras y con los cuchillos, que eso era suficiente para matar hasta un león. Don Saúl se quedaba viéndolo muy serio, creyendo que el muchacho no estaba bien de su cabeza. Le comentó que por su rancho en ocasiones se divisaban gatos y que algunas veces en el río había llegado a ver venados y le aconsejó que intentará cazarlos por esa parte, que no había necesidad de ir hasta la Sierra Gruesa, que además, le dijo, queda muy lejos, como a un día de camino. Pero el canijo descalzo era muy necio y le respondió que su plan ya estaba hecho y que no lo cambiaría, pero que de regreso sí se quedaría en su casa para descansar y que le traería un gato bien muerto para demostrarle que sí podía atraparlo sin balazos.
"El viejo decía conocer bien la Sierra Gruesa, pues cuando era joven también le gustaba cazar venados por allá y le dio al descalzo algunos consejos: le avisó que por ningún motivo fuera a entrar, jamás, al cementerio de los liebros, que está muy cercano al río, al lado de un risco muy grande en forma de camello, porque cuando un blanco o un mestizo lo profanan entrando, los espíritus indios arman la gorda y dejan caer sus maldiciones sobre el incauto, y nunca más en su vida podrá hablar como la gente decente; sólo saldrán de su boca imprecaciones y palabrotas, aunque no quiera decirlas. Don Saúl le explicó que no tendría problema en reconocer el panteón, pues las tumbas, que no eran tumbas como las nuestras, sino que eran como literas colgadas de los arboles donde los salvajes quemaban los cuerpos de los difuntos. Además, como advertencia, él mismo había clavado un letrero muy vistoso en un árbol cercano, pero que a veces los bromistas lo quitaban. Y no crea joven Ricardo que las maldiciones son falsas, pues Lupito Huerta, un vaquero que trabajó muchos años en mi rancho, por andar de avaricioso, dizque buscando joyas entre los huesos y las cenizas de los indios muertos, le cayó la condenación y empezó a decir puras blasfemias cuando le preguntaban algo. Su esposa Raquelita se asustó tanto cuando Lupito regresó a su casa aquella tarde y le preguntó que cómo le había ido en el campo y le contestó puras maldiciones y palabras de pecado, y Raquelita le cuestionaba si andaba borracho y el embrujado le quería decir que no, pero le decía otras majaderías muy feas y su mujer lloraba mucho pues pensaba que ya no la quería. Pasó un poco de tiempo y alguien le advirtió a la pobre mujer que Lupito no estaba loco, sino que más bien estaba poseído por el demonio de los indios liebros, porque seguramente había entrado al cementerio y que la maldición no tenía cura, que Lupito se iba a morir sin saber hablar cosas decentes. Y desesperada, Raquelita llevó a su esposo otra vez al cementerio para que encalara las piedras de la cerca con la esperanza de que lo perdonaran, pero fueron y pintaron de oquis. La señora sufría mucho con todo este entuerto y también le daba mucha vergüenza que los vecinos oyeran hablar a su marido puras majaderías; dejaron de asistir a misa los domingos pues al infeliz Lupito le venía un pavor muy grande sólo de pensar que se le soltaría la lengua a la hora de rezar el Padre Nuestro. Decía Don Saúl Araujo que el único remedio que encontraron fue ponerle un freno de caballo, que él mismo se podía quitar cuando estaba solo.
"Ricardito se quedó muy pensativo con la historia y preguntaba al ranchero si la maldición de los liebros fue porque se dieron cuenta del chanchullo del raso Meneses. No jovencito, le respondió, si los salvajes se enteran de la trampa, seguramente habían regresado para quemar al pueblo entero; más bien creo que fue una venganza de sus brujos cuando se tuvieron que largar para siempre. Eso sí, honraron su palabra de irse, pero dejaron la monserga del panteón. Enseguida, el tal Araujo también le recomendó que antes de llegar al bosque tupido, fuera atrapando conejos o codornices y que los asara luego luego, para que tuviera comida allá sin la necesidad de encender grandes lumbradas, que son muy peligrosas. También le sugirió que no se bañara, que dejara que el aroma de la tierra y de las hierbas y del humo se mezclara con el sudor, para que su olor no espantara a los venados, pues, le dijo, tienen una nariz muy fina. Don Saúl se despidió diciendo que debía terminar de juntar la leña y le regaló al descalzo las tortillas rellenas que la habían quedado; le dijo que se cuidara mucho y que lo esperaba por su rancho cuando estuviera de vuelta.
"El cazador levantó su campamento rápidamente, cargó con su mochila y muy pronto estuvo de nuevo en el pedregoso camino hacia la Sierra Gruesa. Era media mañana y según sus cálculos estaría llegando al anochecer; apuró el paso mientras le daba vueltas a su plática con el ranchero Don Saúl y se alegró de haberlo conocido, que aunque lo despertó a varazos no importaba, pues le había dado consejos muy valiosos. En todo esto pensaba el descalzo, pero también iba alerta mirando hacia los lados esperando divisar algún conejo para cazarlo y también iba recogiendo algunas piedras lajas medianitas, como le gustaban a él, para golpear a sus presas. El día transcurría sin mucha novedad y cuando a Ricardo le empezaron a gritar las tripas, decidió hacer un alto para comer. Se sentó en un tronco seco y pacientemente esperó a que algún animal sediento se acercara al río para apedrearlo; no tardó mucho en aparecer un conejito y en cuestión de minutos ya estaba rostizándose en el fuego. Era de buen comer este muchacho, igual que Ricardo viejo, su papá, que tenía fama en El Leñoso de ser muy tragón, a pesar de que no era gordo; era muy fornido y medio alto, pero gordo no. Después de la comida se acercó a la corriente para rellenar su cantimplora y se echó un rato en el zacate de la orilla; entonces sacó su diario de pasta gruesas y se puso a escribir todo lo que le había pasado desde el día anterior cuando salió del pueblo. El episodio de la noche, ese cuando estaba temblando de miedo y llorando por su mamá, no lo escribió para no asustar a sus hermanitas y mejor puso que había tenido un sueño maravilloso en el que se veía domando enormes venados de cornamenta muy vistosa. Yo más bien creo que lo dio vergüenza contar que estaba horrorizado y que se quería regresar corriendo, pero era muy orgulloso ese Ricardito. También escribió la anécdota del desdichado Don Lupito Huerta, que por andar de curioso en el cementerio de los liebros, nunca volvió a hablar como la gente y le tuvieron que meter un freno de caballo en la boca, pues le salían puros improperios y palabras sucias.
"Cerca del ocaso, a los lejos avizoró la enorme peña con forma de jorobas de camello, y como que se le aflojaron las piernas un poquito pensando en las tumbas malditas de los indios. Sin embargo, el descalzo había decidido que el miedo que sintió durante la noche era suficiente y que en adelante se sobrepondría a cualquier temor, por grande y perturbador que fuera. Endureció los músculos de su cara y se aproximó al cementerio, donde efectivamente vio el letrero de advertencia que el señor Araujo clavó en un árbol cercano y avanzó rodeando la cerca de piedras encaladas, muy espichadito, mirando hacia el piso, pues no quería ver las piras colgadas de las ramas ni siquiera de reojo. El súbito revoloteo de dos chanates, alertados por sus pasos en la hojarasca, hizo que el descalzo pegara tremendo salto y sintió un escalofrío que le puso la piel tan chinita, que parecía la piel de una gallina desplumada. Apretó el pasó para alejarse cuanto antes del lugar endemoniado y cuando creyó que estaba suficientemente retirado, empezó a buscar un buen sitio para dormir. Quién lo iba a decir, que Ricardo esquivó la maldición de los liebros, pero no se escapó de la del Sendero de la Gruta, que no le dejó la boca privada de palabras decentes, sino llena de babas que sus hermanitas gemelas le estuvieron limpiando hasta que se murió.
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