Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimoctava parte.
Cuando salimos de la casa de Don Ramiro faltaba poco para la media noche y la calle de los Adobes y la alameda lucían desiertas y silenciosas; sólo se llegaban a escuchar los aullidos lejanos de los coyotes que eran respondidos por los perros locales con desgano. En el camino a la casa de gobierno Don Salmón se decía sorprendido por la vitalidad del anciano venerable, quien a pesar de su enfermedad, mostraba una pasión envidiable a la hora de hacer sus narraciones tan entretenidas. Nunca se cansa de contar historias; creo que eso lo mantiene ocupado, y vivo, reflexionaba el Jerarca. Y de pilón se da el lujo de pertenecer a la mesa de notables, que como usted sabe, mi querido Don Aurelio, decide los asuntos más importantes de El Leñoso, y los urgentes me los dejan a mí. Y que conste que no me estoy quejando, se desmarcó entre risitas.
Al cruzar la plaza principal Espirigota señaló a dos hombres sentados en una las bancas. Son los policías nocturnos, los encargados de velar por la tranquilidad del pueblo y son hombres de mucha confianza; ellos y los que vigilan durante el día son los únicos que pueden andar armados aquí, me informó. Y deje le comento algo curioso: ninguno de ellos se ha visto en la necesidad de soltar ningún balazo en los últimos años, ni siquiera para ahuyentar a nadie, alardeó. Nos acercamos hasta los gendarmes y les preguntó: ¿alguna novedad, muchachos? Todo en calma Don Salmón, aquí tomando el fresco antes del rondín de las doce, le respondió uno de ellos al tiempo que se paraban para saludar. Muy bien, cualquier cosa ya saben dónde estoy, les dijo y enseguida me presentó con ellos. Efraín Armenta y Jesús Torrejas, mucho gusto y para servir a usted, corearon educadamente,
Los dejamos en su chacoteo y avanzamos de nuevo rumbo a la casona, mientras Espirigota me comentaba que uno de ellos, Jesús, alias el ahorcado, era un buen elemento, muy formal y responsable, de buena familia pero que había tenido una juventud muy tormentosa a causa de la bebida. Fue como todos los mocosos de por aquí, recordaba Don Salmón, vago y rebelde, pero buen hijo. Desde chico quería ser militar o policía, y sus padres, Alejandro y Soledad, se ponían muy serios cada vez que les platicaba sus planes. Y resulta que de joven agarró la tomadera y empezaron los problemas en su casa y en la escuela. Se ponía tan violento cuando andaba borracho que todos le sacaban la vuelta y sus amigos lo empezaron a dejar solo. Sólo sus papas le dispensaban alguna consideración, porque era su hijo, pero también ya los tenía hartos. Cada vez que llegaba borracho a su casa amenazaba a todos con que se iba a ahorcar y en el patio hacía una lazada en las vigas del tejaban. Y Soledad, muy asustada, le rogaba que no lo hiciera, que lo querían mucho y que les daba mucha tristeza verlo así, todo loco, que parecía que con el licor se le metía el diablo también.
Muchas veces armó la escandalera con sus amagos de colgarse, pero nunca cumplía pues el circo era para que le perdonaran las juergas. Hasta que una noche que llegó bien zumbado, Don Alejandro ya lo estaba esperando con el mecate amarrado de la viga y le dijo que él mismo lo ayudaría a colgarse. Ándele Jesús, súbase al banco para colgarlo, porque ya nos tiene muy jodidos con sus borracheras y con sus amenazas, le gritaba mientras trataba de ponerle la soga en el pescuezo. Muy afligida, Soledad le suplicaba a su marido que se tranquilizara, que no era necesario decirle tantas majaderías, que el muchacho solito se iba a colgar. Y a Jesús Torrejas se le pasó la papalina como por arte de magia, pero no se salvó de una cueriza mayúscula que le propinó su padre con el mismo lazo con el que lo quería colgar. Al cabo de un rato, entre sollozo y sollozo, Chuy el ahorcado se comprometió a que en la mañana, muy temprano iría a platicar con el padre Mayelo para que lo confesara y le echara agua bendita. Sólo queremos que sea un hombre de provecho, mijo, le expresaba el compungido padre. ¿Qué le parece, señor Ávila? me preguntaba Don Salmón Espirigota. No sabemos si fue la cintareada o el agua bendita, pero el ahorcado jamás volvió a emborracharse y al final pudo ser policía, como deseaba cuando era chico. Nomás el apodo no se lo pudo quitar nunca.
Cuando entramos a la casa de gobierno, mi anfitrión me invitó una última copita de cajazo de huamilón, para dormir a gusto, arguyó, y nos fuimos a su oficina privada, en la que había visto los cuadros taurinos colgados de la pared. Entiendo que esté cansado y con sueño, me explicó, pero me gustaría comentarle algunas cosas antes de que se vaya a descansar. Entramos al cuarto, me ofreció asiento y enseguida sirvió las bebidas. Mañana sábado me voy a la Capital, me informó, porque tengo algunos asuntos que atender allá, y regreso hasta el lunes por la tarde. Son cosas que solamente yo puedo hacer y me da pena dejarlo solo, pues es mi invitado, pero ya dispuse todo para que lo atiendan como debe ser, se excusaba el alcalde. Y enseguida me platicó su itinerario en la ciudad: tenía previsto visitar a su hijo Lalo, que trabajaba en un despacho de abogados y también acudiría con su médico para un chequeo de rutina y para comentarle acerca de ciertas molestias que empezaba a sentir en el trasero. Para el domingo, su plan era asistir a una corrida de toros muy buena que estaban anunciando en la plaza. Como usted verá, me reveló tímidamente señalando los carteles del muro, me fascina la fiesta brava; es mi pasión casi secreta porque aquí, en nuestro pueblito, los taurinos no son muy queridos, que digamos, y cada que tengo oportunidad asisto a alguna corrida en la Capital. Ni yo mismo entiendo como agarré esa calentura: quizás fue porque mi padre, Don Rutilo, me llevaba a los cosos cuando era un niño. No se si la parafernalia, o los pasos dobles, o la sangre, o el animal enardecido, o los oles, pero algo tiene la fiesta que me encanta, de la que por cierto, mi querido señor Ávila, no soy ningún perito, soy más bien un villamelón pueblerino sin cultura taurina.
El lunes, primero Dios, tengo una reunión con la gente del gobernador de la Vega, quien al parecer desea venir a visitarnos en un par de semanas y debo confirmarlo para organizar un poco la cuestión, decía el Jerarca y como que le noté algo de enfado en su tono. Luego me confesó que lidiar con los tipos de gobierno, con sus ideas tan curiosas, lo ponía un poco mal. Sin embargo, continuó, es parte de mi trabajo como alcalde de E Leñoso y tengo que hacerlo por el bien de todos. Me explicó que el señor gobernador tiene la costumbre de visitar todos los pueblos de la región al menos una vez cada año y lo hace para supervisar obras, y claro, para darse sus buenos baños de pueblo. En el caso nuestro, tratamos de que su estancia sea agradable: hacemos una gran comilona en los jardines de la plaza y después lo invitamos a recorrer alguna obra nueva o al museo; el año pasado, por ejemplo, aceptó recorrer el Sendero de la Gruta y quedó maravillado, se ufanaba el cacique. Si embargo, todos en El Leñoso percibimos ese trato condescendiente por parte de él y sus empleados, como que nomás nos siguen la corriente porque piensan que estamos medio chiflados, usted sabe Aurelio, por la cosa esa de las leyendas.
Repatingado cómodamente en su silla de cuero, con los brazos cruzados en la nuca, Don Salmón miraba fijamente sus carteles de toros sin decir nada y yo supuse que la reunión había terminado, así que me levanté y para despedirme le agradecí todas sus atenciones del día. También le dije que yo estaba muy contento de estar en El Leñoso. Mi hospedador soló asentía con la cabeza y de pronto esbozó esa sonrisa pícara que ya le conocía. Y más contento se va poner cuando sepa a quién le pedí que lo acompañe durante el fin de semana, me dijo muy divertido. Por supuesto que pensé en Ana Refugio, la maestra, pero no dije nada y le puse cara de interrogación. Exactamente, Don Aurelio, será la maestra Cuca quien lo ayude en todo lo que se ofrezca; ya le pedí el favor y ella accedió de muy buen modo, pues también le gusta mucho esto de las viejas historias de El Leñoso. De veras que Salmón Espirigota está en todas; es un viejo colmilludo que me simpatiza mucho.
Finalmente y después de un día redondo, me dirigí a mi habitación con el firme propósito de acostarme de inmediato e intentar dormir de corridito lo que quedaba de noche, sin darle oportunidad a mi mente de embarcarse en sus acostumbradas excursiones nocturnas. Cerré los ojos y sinceramente traté de conciliar el sueño, pues además me sentía algo cansado del trajín de los últimos días y de las desveladas. Memorice el entramado de madera del cielo raso del cuarto -doce vigas a lo largo, treinta tablas transversales, 7 con nudos muy oscuros- como un sistema muy extraño para lograrlo y claro que no lo conseguí, porque entre más tablas contaba más pensaba en Cuca, la maestra, y también pensaba en el descalzo, cuya historia, poco a poco, iba conociendo. Así, entre que dormía y no dormía, hasta las palabras del padre Mayelo empezaron a pasear frente a mis ojos cerrados: si se descuida un poco, mi estimado, puede ser que usted sea el próximo en quedarse. No era la primera vez que la frase del cura me brincaba repentinamente en el cerebro, pues en otras ocasiones ya me había pillado pensando que no era una mala idea quedarme a vivir a El Leñoso.
continúa...
Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimoctava parte.
Cuando salimos de la casa de Don Ramiro faltaba poco para la media noche y la calle de los Adobes y la alameda lucían desiertas y silenciosas; sólo se llegaban a escuchar los aullidos lejanos de los coyotes que eran respondidos por los perros locales con desgano. En el camino a la casa de gobierno Don Salmón se decía sorprendido por la vitalidad del anciano venerable, quien a pesar de su enfermedad, mostraba una pasión envidiable a la hora de hacer sus narraciones tan entretenidas. Nunca se cansa de contar historias; creo que eso lo mantiene ocupado, y vivo, reflexionaba el Jerarca. Y de pilón se da el lujo de pertenecer a la mesa de notables, que como usted sabe, mi querido Don Aurelio, decide los asuntos más importantes de El Leñoso, y los urgentes me los dejan a mí. Y que conste que no me estoy quejando, se desmarcó entre risitas.
Al cruzar la plaza principal Espirigota señaló a dos hombres sentados en una las bancas. Son los policías nocturnos, los encargados de velar por la tranquilidad del pueblo y son hombres de mucha confianza; ellos y los que vigilan durante el día son los únicos que pueden andar armados aquí, me informó. Y deje le comento algo curioso: ninguno de ellos se ha visto en la necesidad de soltar ningún balazo en los últimos años, ni siquiera para ahuyentar a nadie, alardeó. Nos acercamos hasta los gendarmes y les preguntó: ¿alguna novedad, muchachos? Todo en calma Don Salmón, aquí tomando el fresco antes del rondín de las doce, le respondió uno de ellos al tiempo que se paraban para saludar. Muy bien, cualquier cosa ya saben dónde estoy, les dijo y enseguida me presentó con ellos. Efraín Armenta y Jesús Torrejas, mucho gusto y para servir a usted, corearon educadamente,
Los dejamos en su chacoteo y avanzamos de nuevo rumbo a la casona, mientras Espirigota me comentaba que uno de ellos, Jesús, alias el ahorcado, era un buen elemento, muy formal y responsable, de buena familia pero que había tenido una juventud muy tormentosa a causa de la bebida. Fue como todos los mocosos de por aquí, recordaba Don Salmón, vago y rebelde, pero buen hijo. Desde chico quería ser militar o policía, y sus padres, Alejandro y Soledad, se ponían muy serios cada vez que les platicaba sus planes. Y resulta que de joven agarró la tomadera y empezaron los problemas en su casa y en la escuela. Se ponía tan violento cuando andaba borracho que todos le sacaban la vuelta y sus amigos lo empezaron a dejar solo. Sólo sus papas le dispensaban alguna consideración, porque era su hijo, pero también ya los tenía hartos. Cada vez que llegaba borracho a su casa amenazaba a todos con que se iba a ahorcar y en el patio hacía una lazada en las vigas del tejaban. Y Soledad, muy asustada, le rogaba que no lo hiciera, que lo querían mucho y que les daba mucha tristeza verlo así, todo loco, que parecía que con el licor se le metía el diablo también.
Muchas veces armó la escandalera con sus amagos de colgarse, pero nunca cumplía pues el circo era para que le perdonaran las juergas. Hasta que una noche que llegó bien zumbado, Don Alejandro ya lo estaba esperando con el mecate amarrado de la viga y le dijo que él mismo lo ayudaría a colgarse. Ándele Jesús, súbase al banco para colgarlo, porque ya nos tiene muy jodidos con sus borracheras y con sus amenazas, le gritaba mientras trataba de ponerle la soga en el pescuezo. Muy afligida, Soledad le suplicaba a su marido que se tranquilizara, que no era necesario decirle tantas majaderías, que el muchacho solito se iba a colgar. Y a Jesús Torrejas se le pasó la papalina como por arte de magia, pero no se salvó de una cueriza mayúscula que le propinó su padre con el mismo lazo con el que lo quería colgar. Al cabo de un rato, entre sollozo y sollozo, Chuy el ahorcado se comprometió a que en la mañana, muy temprano iría a platicar con el padre Mayelo para que lo confesara y le echara agua bendita. Sólo queremos que sea un hombre de provecho, mijo, le expresaba el compungido padre. ¿Qué le parece, señor Ávila? me preguntaba Don Salmón Espirigota. No sabemos si fue la cintareada o el agua bendita, pero el ahorcado jamás volvió a emborracharse y al final pudo ser policía, como deseaba cuando era chico. Nomás el apodo no se lo pudo quitar nunca.
Cuando entramos a la casa de gobierno, mi anfitrión me invitó una última copita de cajazo de huamilón, para dormir a gusto, arguyó, y nos fuimos a su oficina privada, en la que había visto los cuadros taurinos colgados de la pared. Entiendo que esté cansado y con sueño, me explicó, pero me gustaría comentarle algunas cosas antes de que se vaya a descansar. Entramos al cuarto, me ofreció asiento y enseguida sirvió las bebidas. Mañana sábado me voy a la Capital, me informó, porque tengo algunos asuntos que atender allá, y regreso hasta el lunes por la tarde. Son cosas que solamente yo puedo hacer y me da pena dejarlo solo, pues es mi invitado, pero ya dispuse todo para que lo atiendan como debe ser, se excusaba el alcalde. Y enseguida me platicó su itinerario en la ciudad: tenía previsto visitar a su hijo Lalo, que trabajaba en un despacho de abogados y también acudiría con su médico para un chequeo de rutina y para comentarle acerca de ciertas molestias que empezaba a sentir en el trasero. Para el domingo, su plan era asistir a una corrida de toros muy buena que estaban anunciando en la plaza. Como usted verá, me reveló tímidamente señalando los carteles del muro, me fascina la fiesta brava; es mi pasión casi secreta porque aquí, en nuestro pueblito, los taurinos no son muy queridos, que digamos, y cada que tengo oportunidad asisto a alguna corrida en la Capital. Ni yo mismo entiendo como agarré esa calentura: quizás fue porque mi padre, Don Rutilo, me llevaba a los cosos cuando era un niño. No se si la parafernalia, o los pasos dobles, o la sangre, o el animal enardecido, o los oles, pero algo tiene la fiesta que me encanta, de la que por cierto, mi querido señor Ávila, no soy ningún perito, soy más bien un villamelón pueblerino sin cultura taurina.
El lunes, primero Dios, tengo una reunión con la gente del gobernador de la Vega, quien al parecer desea venir a visitarnos en un par de semanas y debo confirmarlo para organizar un poco la cuestión, decía el Jerarca y como que le noté algo de enfado en su tono. Luego me confesó que lidiar con los tipos de gobierno, con sus ideas tan curiosas, lo ponía un poco mal. Sin embargo, continuó, es parte de mi trabajo como alcalde de E Leñoso y tengo que hacerlo por el bien de todos. Me explicó que el señor gobernador tiene la costumbre de visitar todos los pueblos de la región al menos una vez cada año y lo hace para supervisar obras, y claro, para darse sus buenos baños de pueblo. En el caso nuestro, tratamos de que su estancia sea agradable: hacemos una gran comilona en los jardines de la plaza y después lo invitamos a recorrer alguna obra nueva o al museo; el año pasado, por ejemplo, aceptó recorrer el Sendero de la Gruta y quedó maravillado, se ufanaba el cacique. Si embargo, todos en El Leñoso percibimos ese trato condescendiente por parte de él y sus empleados, como que nomás nos siguen la corriente porque piensan que estamos medio chiflados, usted sabe Aurelio, por la cosa esa de las leyendas.
Repatingado cómodamente en su silla de cuero, con los brazos cruzados en la nuca, Don Salmón miraba fijamente sus carteles de toros sin decir nada y yo supuse que la reunión había terminado, así que me levanté y para despedirme le agradecí todas sus atenciones del día. También le dije que yo estaba muy contento de estar en El Leñoso. Mi hospedador soló asentía con la cabeza y de pronto esbozó esa sonrisa pícara que ya le conocía. Y más contento se va poner cuando sepa a quién le pedí que lo acompañe durante el fin de semana, me dijo muy divertido. Por supuesto que pensé en Ana Refugio, la maestra, pero no dije nada y le puse cara de interrogación. Exactamente, Don Aurelio, será la maestra Cuca quien lo ayude en todo lo que se ofrezca; ya le pedí el favor y ella accedió de muy buen modo, pues también le gusta mucho esto de las viejas historias de El Leñoso. De veras que Salmón Espirigota está en todas; es un viejo colmilludo que me simpatiza mucho.
Finalmente y después de un día redondo, me dirigí a mi habitación con el firme propósito de acostarme de inmediato e intentar dormir de corridito lo que quedaba de noche, sin darle oportunidad a mi mente de embarcarse en sus acostumbradas excursiones nocturnas. Cerré los ojos y sinceramente traté de conciliar el sueño, pues además me sentía algo cansado del trajín de los últimos días y de las desveladas. Memorice el entramado de madera del cielo raso del cuarto -doce vigas a lo largo, treinta tablas transversales, 7 con nudos muy oscuros- como un sistema muy extraño para lograrlo y claro que no lo conseguí, porque entre más tablas contaba más pensaba en Cuca, la maestra, y también pensaba en el descalzo, cuya historia, poco a poco, iba conociendo. Así, entre que dormía y no dormía, hasta las palabras del padre Mayelo empezaron a pasear frente a mis ojos cerrados: si se descuida un poco, mi estimado, puede ser que usted sea el próximo en quedarse. No era la primera vez que la frase del cura me brincaba repentinamente en el cerebro, pues en otras ocasiones ya me había pillado pensando que no era una mala idea quedarme a vivir a El Leñoso.
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