Crónicas del Sendero de la Gruta. Décimasegunda parte.
Intenté pasar desapercibido al llegar a la casona pues mi idea era encerrarme en mi pequeña habitación para escribir un resumen de todo lo acontecido durante mi primer día en El Leñoso, sin embargo, cuando estaba abriendo la puerta, la muchachita del servicio me alcanzó para decirme que Don Ramiro el anciano asmático ya se había recuperado y que más tarde estaría en la hoguera de plaza para continuar con el relato del descalzo. Y dice Don Salmón que no se le ocurra faltar a la cena, pues la señora Lucinda está cocinando algo especialmente para usted, me dio el recado velozmente y se regresó por donde había llegado.
Caray, en todo está Espirigota, pues cuando entré a mi cuarto, lo primero que vi fue un pequeño escritorio que no estaba cuando salí esta mañana muy temprano; encima están mi portafolios de piel y unos libros de historia que yo no traje. Agradecí el gesto en silencio y sin demora me senté a trabajar en mi reseña inaugural. En líneas muy generales describí mis primeras impresiones acerca del lugar y enseguida traté de establecer una base cronológica histórica donde encuadrar al descalzo, pero me di cuenta que los datos disponibles eran insuficientes, así que mejor procedí a la descripción muy superficial de lo recabado hasta ahora. Tenía una cierta idea de cómo presentar el asunto pero hacían falta más datos, muchos datos. Y con el mal pretexto de los datos aventé mi lápiz por ahí y me tendí en la cama para pensar; en realidad eso era lo que deseaba, y sin pensar me puse a pensar en Cuca, Cuca la maestra, la hermosa Cuca, que ya no está en su clase de matemáticas, sino tendida en el Río Roto, delicadamente empujada por el agua, pálida y con la sonrisa interrumpida. No te alejes Cuca, que mis brazos son cortos y el lodo de la orilla es muy caliente y sulfuroso. Bebe del cáliz de oro, bébete sus amatistas tan lilas y tan pudorosas, pero no te alejes por el río, ni mires hacia la otra orilla que su piel no es un cordero ni sus ojos son rubíes, son los ojos enrojecidos de la fiera que disfraza el rapto con palabras seductoras. Qué débil la rama del sauce que te dejó ir y qué débiles son mis piernas y mis pies descalzos, que no te alcanzan Cuca; aférrate a las piedras del lecho, piedras redimidas, piedras pulidas, guijarros filosos que descarnan mi voluntad para tocarte. El río está vivo y te arrastra lento y me pides con tus ojos que te siga, que te acerque a los labios mi grial dorado colmado de vino, de mi sangre, de tu sangre. Vamos, recorramos juntos esta montaña y todas las montañas y todos los ríos antes que el rígor mortis de mis hombros toque mis ojos suplicantes. Mi Ofelia reencarnada, mi pobre Cuca, mi pobre Ofelia, abundante es tu río, no lo aumente yo con mis lágrimas. ¿Pero cómo evitarlas?. Es costumbre de la naturaleza, aunque se oponga el rubor. Y con tus ojos me llamas y me pides que te proteja, que la fiera de la otra orilla te horroriza, pero no puedo moverme Cuca: mis pies están descalzos y descarnados, quemados, entumecidos. No te vayas este día Cuca, no subas al sauce de la rama frágil. Ya no escucho tus ojos dulces pidiendo del vino de mi cáliz dorado. Vámonos Aurelio, Aurelio... Don Aurelio, Don Aurelio. Me senté en la cama muy agitado y sudoroso, momentáneamente privado; no sabía dónde estaba, si era de noche, o de mañana. Y los grititos insistentes de la muchacha del servicio, y sus manotazos en mi puerta acabaron por despabilarme. Qué sueño tan extraño, por Dios. Sueño poco, o más bien recuerdo pocos sueños, y todos son cursis y reiterativos, por lo que no me sorprendería repetirlo esta noche, con todo y sus frases robadas al Laertes shakespearino
Entré al comedor y Don Salmón, sentado en la cabecera de la mesa y hojeando un periódico, me dio la bienvenida. Qué cara muchacho, espero que haya descansado un buen rato, me dijo sonriente como siempre. Subir al sendero parece divertido y fácil, pero la fatiga viene después; bueno así me pasa a mí, que ahora traigo las piernas todas doloridas, me dijo mientras frotaba sus rodillas con las manos. Póngase cómodo porque la cena ya no tarda. Y Doña Lucinda apareció cargando los platillos, que por el aroma y la apariencia se presienten suculentos. Codorniz en salsa de chile pasilla, un machacado con nopalitos tiernos y mitades de papas con mantequilla y rociadas con queso que parece parmesano, sin olvidar una ensalada verde coronada con trocitos de betabel y uvas. Una delicia de verdad, todo estuvo exquisito y el broche de oro que cerró la tertulia fue esa copa final de cajazo de huamilón, que me supo a gloria. Ahí mismo, en el comedor, seguimos la sobremesa con café y arroz con leche y mucha plática, aunque por momentos, lo admito, estuve medio ausente pensando en mi sueño de la siesta y capoteando la imagen de la maestra que ocasionalmente se colaba en mi cabeza, como un mosco irritante y obstinado.
El alcalde me animaba a contarle mis andanzas por la vida, por las ciudades y por los pueblos recolectando historias; su interés es genuino, me lo dicen sus atenciones, sus gestos amistosos, su disposición por colaborar en mi trabajo y yo, que más bien soy reservado y parco cuando se trata de mí, trato de hacer una breve autobiografía que resulte, al menos, entretenida, pero como siempre, me sale un discurso elusivo y tangencial, casi técnico. Mi hospedador no requirió de mucha perspicacia para notar mis dificultades casi disléxicas para hablar acerca de mí mismo y me alentaba: vamos hombre, que estamos en confianza; no le vendría nada mal soltarse un poco, me sugirió. Finalmente, siguió diciéndome, su experiencia en estos temas es tan grande que bien vale la pena compartirla y supongo, además, que debe tener muchísimas anécdotas divertidas. Así es mi querido señor Espirigota, he pasado por situaciones muy hilarantes en este oficio de auditor de leyendas, que por cierto es un título muy rimbombante, toda vez que solamente me encargo de coleccionar informes, le respondí. Un poco más aligerado, y ayudado por una segunda copa de cajazo, pude contarles a los esposos algunas de mis aventuras más extrañas.
Les narré, por ejemplo, cómo una vez en la biblioteca pública de la Capital, consultando algunos tomos relativos a mi trabajo, observé a un anciano lector que hojeaba un viejo libraco, al parecer un diccionario. No me pareció nada extraordinario sino hasta que en cierto momento el hombre arrancó una hoja disimuladamente, y espiando a su alrededor para asegurarse que nadie lo miraba, enseguida se metió el papel a la boca y empezó a mascarlo con fruición, cerrando los ojos como si lo estuviera saboreando de veras. Sólo esto me faltaba, pensé en aquel momento, ver a un viejo comer un diccionario. Por supuesto que ya no pude concentrarme en mi trabajo y me dediqué sólo a fingir que leía, pues estaba muy pendiente de su apetito. El caballero siguió revisando el libro muy atento y con su dedo índice marcaba las líneas que, supuestamente, iba leyendo. Al cabo de unos minutos de lectura, de nuevo checaba que nadie le viera y arrancaba otra hoja para comerla. Después de un rato, supongo que cuando ya se sintió satisfecho, se puso de pie y se acercó al estante para dejar el libro en su sitio; luego se fue hasta el escritorio de la encargada, a quien le dijo que había disfrutado mucho la lectura, que muchas gracias. Finalmente salió de la biblioteca muy campante.
La señora Espirigota casi se desternilla de la risa y el esposo, ese sí se desternilló de plano. En medio de sus carcajadas apenas pudo decirme que después de todo, el papel no sabe tan mal y que además es digerible. Me faltó contarles, les advertí, el final de la anécdota. Verán: cuando ya se retiró el anciano, con alguna curiosidad perversa fui a sacar de su estante el libro incompleto y entonces me enteré que no era un diccionario, sino un compendio ilustrado de recetas austriacas para pasteles. El tipo se había zampado en una sola sentada dos tartas vianesas, una con frambuesas y otra de caramelo con nuez, según pude cotejar en el índice las hojas faltantes. Después de más risas y chacoteos sobre este caso de insólita liberfagia, la calma volvió a la mesa. Y ya repuesto del episodio de hilaridad Don Salmón me avisó que ya era hora de irnos a la plaza, pues seguramente el venerable Don Ramiro no tardaría mucho en llegar. Ya casi son la 9, amigo Ávila, me dijo.
continúa...
Ophelia, óleo de las gemelas Balbusso |
Entré al comedor y Don Salmón, sentado en la cabecera de la mesa y hojeando un periódico, me dio la bienvenida. Qué cara muchacho, espero que haya descansado un buen rato, me dijo sonriente como siempre. Subir al sendero parece divertido y fácil, pero la fatiga viene después; bueno así me pasa a mí, que ahora traigo las piernas todas doloridas, me dijo mientras frotaba sus rodillas con las manos. Póngase cómodo porque la cena ya no tarda. Y Doña Lucinda apareció cargando los platillos, que por el aroma y la apariencia se presienten suculentos. Codorniz en salsa de chile pasilla, un machacado con nopalitos tiernos y mitades de papas con mantequilla y rociadas con queso que parece parmesano, sin olvidar una ensalada verde coronada con trocitos de betabel y uvas. Una delicia de verdad, todo estuvo exquisito y el broche de oro que cerró la tertulia fue esa copa final de cajazo de huamilón, que me supo a gloria. Ahí mismo, en el comedor, seguimos la sobremesa con café y arroz con leche y mucha plática, aunque por momentos, lo admito, estuve medio ausente pensando en mi sueño de la siesta y capoteando la imagen de la maestra que ocasionalmente se colaba en mi cabeza, como un mosco irritante y obstinado.
El alcalde me animaba a contarle mis andanzas por la vida, por las ciudades y por los pueblos recolectando historias; su interés es genuino, me lo dicen sus atenciones, sus gestos amistosos, su disposición por colaborar en mi trabajo y yo, que más bien soy reservado y parco cuando se trata de mí, trato de hacer una breve autobiografía que resulte, al menos, entretenida, pero como siempre, me sale un discurso elusivo y tangencial, casi técnico. Mi hospedador no requirió de mucha perspicacia para notar mis dificultades casi disléxicas para hablar acerca de mí mismo y me alentaba: vamos hombre, que estamos en confianza; no le vendría nada mal soltarse un poco, me sugirió. Finalmente, siguió diciéndome, su experiencia en estos temas es tan grande que bien vale la pena compartirla y supongo, además, que debe tener muchísimas anécdotas divertidas. Así es mi querido señor Espirigota, he pasado por situaciones muy hilarantes en este oficio de auditor de leyendas, que por cierto es un título muy rimbombante, toda vez que solamente me encargo de coleccionar informes, le respondí. Un poco más aligerado, y ayudado por una segunda copa de cajazo, pude contarles a los esposos algunas de mis aventuras más extrañas.
Les narré, por ejemplo, cómo una vez en la biblioteca pública de la Capital, consultando algunos tomos relativos a mi trabajo, observé a un anciano lector que hojeaba un viejo libraco, al parecer un diccionario. No me pareció nada extraordinario sino hasta que en cierto momento el hombre arrancó una hoja disimuladamente, y espiando a su alrededor para asegurarse que nadie lo miraba, enseguida se metió el papel a la boca y empezó a mascarlo con fruición, cerrando los ojos como si lo estuviera saboreando de veras. Sólo esto me faltaba, pensé en aquel momento, ver a un viejo comer un diccionario. Por supuesto que ya no pude concentrarme en mi trabajo y me dediqué sólo a fingir que leía, pues estaba muy pendiente de su apetito. El caballero siguió revisando el libro muy atento y con su dedo índice marcaba las líneas que, supuestamente, iba leyendo. Al cabo de unos minutos de lectura, de nuevo checaba que nadie le viera y arrancaba otra hoja para comerla. Después de un rato, supongo que cuando ya se sintió satisfecho, se puso de pie y se acercó al estante para dejar el libro en su sitio; luego se fue hasta el escritorio de la encargada, a quien le dijo que había disfrutado mucho la lectura, que muchas gracias. Finalmente salió de la biblioteca muy campante.
La señora Espirigota casi se desternilla de la risa y el esposo, ese sí se desternilló de plano. En medio de sus carcajadas apenas pudo decirme que después de todo, el papel no sabe tan mal y que además es digerible. Me faltó contarles, les advertí, el final de la anécdota. Verán: cuando ya se retiró el anciano, con alguna curiosidad perversa fui a sacar de su estante el libro incompleto y entonces me enteré que no era un diccionario, sino un compendio ilustrado de recetas austriacas para pasteles. El tipo se había zampado en una sola sentada dos tartas vianesas, una con frambuesas y otra de caramelo con nuez, según pude cotejar en el índice las hojas faltantes. Después de más risas y chacoteos sobre este caso de insólita liberfagia, la calma volvió a la mesa. Y ya repuesto del episodio de hilaridad Don Salmón me avisó que ya era hora de irnos a la plaza, pues seguramente el venerable Don Ramiro no tardaría mucho en llegar. Ya casi son la 9, amigo Ávila, me dijo.
continúa...
No hay comentarios:
Publicar un comentario