Crónicas del Sendero de la Gruta. Segunda parte.
Mi trabajo de auditor de leyendas me ha llevado a los lugares más insospechados, he peregrinado por los caminos más llanos y también por los más intrincados; los paisajes avistados han sido mayormente hermosos, exuberantes, y algunos muy sombríos. He conocido también a mucha gente: mujeres, hombres y niños normales, extraños, sospechosos, mentirosos, confiables, siniestros, amables, uraños. En fin que puedo decir, sin faltar a la verdad, que lo he visto casi todo.
Siempre que emprendo mis viajes de estudio llevo la consigna de no albergar ideas preconcebidas acerca de los sitios que visito para que el dictamen final sea objetivo y justo, y aunque admito que hacer convivir a las palabras "leyenda" y "objetivo" en una misma oración no es sencillo, intentarlo hace a mi trabajo más apasionante. Sin embargo, en esta expedición a El Leñoso sentí una carga excepcional cuando abordaba el Tren de la Cordillera, una suerte de emoción anticipada muy agradable que me pegó, aquí, en la boca del estómago. Con esa sensación de optimismo me instalé lo más cómodo que pude en el vagón de Primera -que por cierto era el único para pasajeros del breve convoy- al lado de una señora joven muy seria, que a juzgar por el rosario que manipulaba, estuvo rezando gran parte de la travesía. Sólo una vez intenté emprender charla con la dama porque el seco monosílabo que recibí por respuesta fue suficientemente claro. Mejor me dediqué a contemplar la campiña; pude ver el cambio paulatino de la vegetación y la geografía: primero los enormes campos de labranza expropiados al desierto por los pioneros de mi tierra, luego extensas áreas donde dominan los ocotillos, las biznagas de barril, los chamizos y claro, la intratable gobernadora; al final aparecieron los mezquites dulces y otros arbustos mayores que indicaban la proximidad de la serranía.
Luego de muchas horas de suave traqueteo, el tren por fin se detuvo en La Pila, que era la estación más próxima a El Leñoso. Ahí descargaron rápidamente algunos bultos y cajas flejadas que serían llevados enseguida a poblados cercanos por caminos de tierra. Al chofer del camioncito de reparto que me llevaría al pueblo sólo le entregaron unos sobres manila y una caja pequeña. Muy cortés, el hombre me ayudó a cargar mi única maleta y pronto estuvimos en marcha. Noventaycinco minutos nos llevaría el trayecto irregular y pedregoso de 12 kilómetros hasta El Leñoso, calculó el conductor con esa precisión petulante que le daba recorrerlo dos o tres veces por semana. A lo lejos, de frente, pude ver la Sierra de la Virgen con sus picos escarpados y laderas muy verdes; ahí estaban sus minas de oro ya fatigadas a punta de marrazos, y ahí estaba también el Sendero de la Gruta, que de noche es gobernado por los más horripilantes seres jamas imaginados, dicen.
En el recorrido, por momentos muy lento, puede notar a la derecha lo que parecía una vía de tren herrumbrosa, cubierta por arbustos y algo de tierra. Mi acompañante me comentó que era un ramal que la compañía de ferrocarril, contagiada por la fiebre del oro del siglo pasado, había empezado a construir para hacer más rápido el trasiego de la bonanza. Sin embargo la mina no dio para más, la vía quedó inconclusa y el tren nunca llegó hasta El Leñoso. Después ni siquiera fue apetecible para los ladrones, a lo mejor porque los rieles son muy pesados. Hasta ese momento la nuestra era una plática un tanto forzada, de cortesía, pues, pero cuando Elías Rentería -que así era el nombre del chofer- se enteró de la razón de mi visita, se puso más hablantín y me hizo una sorprendente relación de las leyendas que se contaban en el pueblo y aseguraba que la de Ricardo el descalzo no le pedía nada a otras, como la de la Guerra de de las Mojoneras, o la de Mister Andrux -supongo que quiso decir Mister Andrews-.
La villa ya nos quedaba a tiro; era cuestión de nomás remontar la última loma y veríamos aparecer al Obelisco del Valor que marca el inicio de la calzada principal -la única embaldosada-, me informó don Elías y sin que le preguntara nada se aprestó a relatarme la historia del monumento. Decía que ahí, exactamente donde se erigió el Obelisco del Valor, o Piedra de la Culpa -así me dijo-, murió el Capitán Horacio Adán Avellanas a manos del jefe indio Carazul. Claro que el gancho lanzado por el conductor del camioncito agarró pez, e intrigado le pedí que me contara más. Decía la historia que el Capitan Avellanas era el responsable de una guarnición militar en El Leñoso allá por la última década del siglo diecinueve, que protegía a sus habitantes del asedio de los indios liebros encabezados por Carazul. Era el cuento de nunca acabar con estos bandoleros, pues apenas se estaba reponiendo de un ataque, cuando ahí estaban otra vez, asolando al pueblo; hasta a las mujeres cargaban los salvajes. Y la llegada de los federales al mando de Avellanas fue lo único que los mantuvo a raya un buen rato.
Meses después, en una incursión nocturna muy planeada por los salvajes, se desató una batalla tan sangrienta que a las pocas horas eran contados los soldados y los indios que seguían de pie. No se deban tregua alguna hasta que cerca del amanecer, exhaustos todos, acordaron dirimir la guerra con un duelo a muerte con cuchillos entre Avellanas y Carazul y el pacto fue que si ganaba el militar, los salteadores se irían para siempre; y si ganaba el jefe indio, podrían saquear el pueblo a sus anchas. Justamente donde está el Obelisco de granito negro se agarraron a cuchillazos los dos. En la cara, en los brazos, en el pecho; por todos lados se clavaban los sables hasta que se fueron doblando poco a poco. Ya tendidos en la tierra bien muertos sus jefes, los combatientes se limitaban a mirarse entre sí sin saber cómo proceder, hasta que el raso Meneses tuvo la ocurrencia genial de acercarse al capitán occiso, levantó un poco su cabeza toda lacia y le acercó su cantimplora a la boca, para que pareciera que tomaba agua. Enseguida se acercó al cadáver de Carazul y, con mucha solemnidad, lo levantó para llevarlo hasta donde estaban sus compinches. Al ver esto los fascinerosos a regañadientes honraron su palabra y tomaron las de villadiego. Por cierto que la cantimplora milagrosa de Meneses está exhibida en el Museo Testimonial de los Héroes de El Leñoso y también está su medalla del honor que le entregó la Mesa de Notables luego de la victoria; cuando murió, su esposa la donó al pueblo porque no sabía dónde poner algo tan valioso, dijo. El chofer se ofreció amablemente para servirme de guía cuando yo decidiera recorrer el sitio histórico.
Francamente encantado con la narración, y con ganas de que el Sr. Rentería contara más, le pregunté por qué se refería al Obelisco como la Piedra de la Culpa y lo que me contó no era menos asombroso. Resulta que cuando se largaron los liebros, la tropa sobreviviente se fue, entre vítores y carcajadas, a celebrar la victoria en la taberna de El Leñoso. Era tal el júbilo de los federales que olvidaron recoger el cuerpo de Horacio Adán, su jefe. En medio de aquella juerga fenomenal nadie reparó en la omisión, sino hasta la mañana siguiente cuando el raso Meneses echó de menos su cantimplora y fue como se acordó del Capitán, Todavía medio borrachos algunos soldados regresaron por el cadáver, pero al parecer los perros del pueblo y los zopilotes fueron más rápidos, porque sólo encontraron huesos y el uniforme ensangrentados. De cualquier forma, aún con el cuerpo incompleto del valeroso capitán, el homenaje posterior que le rindieron resultó muy emotivo; y de paso, en la misma ceremonia, honraron las acciones del tal Meneses. Cuando se retiraban del panteón, alguien preguntó al raso por qué había cargado a Carazul muerto hasta dónde estaban los indios, que qué caso traía y muy orondo contestó que lo hizo para que no se acercaran y se dieran cuenta del fraude.
El viejo camión se detuvo frente a la plazuela de El Leñoso un poco antes del ocaso y Elías, antes de llevar a la oficina de correos los encargos, bajó mi maleta y me señaló la casa del Jerarca, que era donde me hospedaría porque el único hotel de la región hacía muchos años que estaba en ruinas, desde que su último dueño murió de viejo y los visitantes, muy esporádicos, invariablemente eran recibidos ahí. Me encaminé hasta la casona y con cierto desdén los sirvientes me dieron la bienvenida y me indicaron el camino de mi dormitorio; de paso me avisaron que el Jerarca me esperaría para cenar en un par de horas.
Es una casa grande de construcción muy sencilla con un patio central jardinado, más bien chico, con bancas platicadoras y rodeado de un amplio pasillo de mosaicos marrón con techumbre de lámina y madera sostenida por arcos de adobón muy bien conservados, dos por lado. Macetas con helechos y malvones eran los únicos adornos y las habitaciones, que se comunicaban todas a través de puertas muy pesadas de madera de pino estaban muy bien encaladas y limpias, con sus rasos de viga muy altos. A mí me mandaron a la del fondo, contigua a otra que servía de almacén. Un ropero, una mesa con una jarra de agua del Río Roto y una cama era todo lo que había, y era justamente lo que necesitaba. Estaba muy agotado del viaje por el camino tan accidentado en algunos tramos y que, sin embargo, debió tener sus mejores días cuando la bonanza del oro atrajo a decenas de oportunistas gambucinos y mercaderes. Quería despatarrarme en la cama y dormir hasta el día siguiente, pero el hambre y el compromiso con el Jerarca para acompañarlo lo impidieron. Sólo pude recostarme unos minutos y mientras miraba el entramado de madera del cielo raso del cuarto, hice un recuento del primer día que, para el propósito de mi viaje, había sido muy satisfactorio. Optimista imaginé que lo que faltaba era aún mejor.
Siempre que emprendo mis viajes de estudio llevo la consigna de no albergar ideas preconcebidas acerca de los sitios que visito para que el dictamen final sea objetivo y justo, y aunque admito que hacer convivir a las palabras "leyenda" y "objetivo" en una misma oración no es sencillo, intentarlo hace a mi trabajo más apasionante. Sin embargo, en esta expedición a El Leñoso sentí una carga excepcional cuando abordaba el Tren de la Cordillera, una suerte de emoción anticipada muy agradable que me pegó, aquí, en la boca del estómago. Con esa sensación de optimismo me instalé lo más cómodo que pude en el vagón de Primera -que por cierto era el único para pasajeros del breve convoy- al lado de una señora joven muy seria, que a juzgar por el rosario que manipulaba, estuvo rezando gran parte de la travesía. Sólo una vez intenté emprender charla con la dama porque el seco monosílabo que recibí por respuesta fue suficientemente claro. Mejor me dediqué a contemplar la campiña; pude ver el cambio paulatino de la vegetación y la geografía: primero los enormes campos de labranza expropiados al desierto por los pioneros de mi tierra, luego extensas áreas donde dominan los ocotillos, las biznagas de barril, los chamizos y claro, la intratable gobernadora; al final aparecieron los mezquites dulces y otros arbustos mayores que indicaban la proximidad de la serranía.
Luego de muchas horas de suave traqueteo, el tren por fin se detuvo en La Pila, que era la estación más próxima a El Leñoso. Ahí descargaron rápidamente algunos bultos y cajas flejadas que serían llevados enseguida a poblados cercanos por caminos de tierra. Al chofer del camioncito de reparto que me llevaría al pueblo sólo le entregaron unos sobres manila y una caja pequeña. Muy cortés, el hombre me ayudó a cargar mi única maleta y pronto estuvimos en marcha. Noventaycinco minutos nos llevaría el trayecto irregular y pedregoso de 12 kilómetros hasta El Leñoso, calculó el conductor con esa precisión petulante que le daba recorrerlo dos o tres veces por semana. A lo lejos, de frente, pude ver la Sierra de la Virgen con sus picos escarpados y laderas muy verdes; ahí estaban sus minas de oro ya fatigadas a punta de marrazos, y ahí estaba también el Sendero de la Gruta, que de noche es gobernado por los más horripilantes seres jamas imaginados, dicen.
En el recorrido, por momentos muy lento, puede notar a la derecha lo que parecía una vía de tren herrumbrosa, cubierta por arbustos y algo de tierra. Mi acompañante me comentó que era un ramal que la compañía de ferrocarril, contagiada por la fiebre del oro del siglo pasado, había empezado a construir para hacer más rápido el trasiego de la bonanza. Sin embargo la mina no dio para más, la vía quedó inconclusa y el tren nunca llegó hasta El Leñoso. Después ni siquiera fue apetecible para los ladrones, a lo mejor porque los rieles son muy pesados. Hasta ese momento la nuestra era una plática un tanto forzada, de cortesía, pues, pero cuando Elías Rentería -que así era el nombre del chofer- se enteró de la razón de mi visita, se puso más hablantín y me hizo una sorprendente relación de las leyendas que se contaban en el pueblo y aseguraba que la de Ricardo el descalzo no le pedía nada a otras, como la de la Guerra de de las Mojoneras, o la de Mister Andrux -supongo que quiso decir Mister Andrews-.
La villa ya nos quedaba a tiro; era cuestión de nomás remontar la última loma y veríamos aparecer al Obelisco del Valor que marca el inicio de la calzada principal -la única embaldosada-, me informó don Elías y sin que le preguntara nada se aprestó a relatarme la historia del monumento. Decía que ahí, exactamente donde se erigió el Obelisco del Valor, o Piedra de la Culpa -así me dijo-, murió el Capitán Horacio Adán Avellanas a manos del jefe indio Carazul. Claro que el gancho lanzado por el conductor del camioncito agarró pez, e intrigado le pedí que me contara más. Decía la historia que el Capitan Avellanas era el responsable de una guarnición militar en El Leñoso allá por la última década del siglo diecinueve, que protegía a sus habitantes del asedio de los indios liebros encabezados por Carazul. Era el cuento de nunca acabar con estos bandoleros, pues apenas se estaba reponiendo de un ataque, cuando ahí estaban otra vez, asolando al pueblo; hasta a las mujeres cargaban los salvajes. Y la llegada de los federales al mando de Avellanas fue lo único que los mantuvo a raya un buen rato.
Meses después, en una incursión nocturna muy planeada por los salvajes, se desató una batalla tan sangrienta que a las pocas horas eran contados los soldados y los indios que seguían de pie. No se deban tregua alguna hasta que cerca del amanecer, exhaustos todos, acordaron dirimir la guerra con un duelo a muerte con cuchillos entre Avellanas y Carazul y el pacto fue que si ganaba el militar, los salteadores se irían para siempre; y si ganaba el jefe indio, podrían saquear el pueblo a sus anchas. Justamente donde está el Obelisco de granito negro se agarraron a cuchillazos los dos. En la cara, en los brazos, en el pecho; por todos lados se clavaban los sables hasta que se fueron doblando poco a poco. Ya tendidos en la tierra bien muertos sus jefes, los combatientes se limitaban a mirarse entre sí sin saber cómo proceder, hasta que el raso Meneses tuvo la ocurrencia genial de acercarse al capitán occiso, levantó un poco su cabeza toda lacia y le acercó su cantimplora a la boca, para que pareciera que tomaba agua. Enseguida se acercó al cadáver de Carazul y, con mucha solemnidad, lo levantó para llevarlo hasta donde estaban sus compinches. Al ver esto los fascinerosos a regañadientes honraron su palabra y tomaron las de villadiego. Por cierto que la cantimplora milagrosa de Meneses está exhibida en el Museo Testimonial de los Héroes de El Leñoso y también está su medalla del honor que le entregó la Mesa de Notables luego de la victoria; cuando murió, su esposa la donó al pueblo porque no sabía dónde poner algo tan valioso, dijo. El chofer se ofreció amablemente para servirme de guía cuando yo decidiera recorrer el sitio histórico.
Francamente encantado con la narración, y con ganas de que el Sr. Rentería contara más, le pregunté por qué se refería al Obelisco como la Piedra de la Culpa y lo que me contó no era menos asombroso. Resulta que cuando se largaron los liebros, la tropa sobreviviente se fue, entre vítores y carcajadas, a celebrar la victoria en la taberna de El Leñoso. Era tal el júbilo de los federales que olvidaron recoger el cuerpo de Horacio Adán, su jefe. En medio de aquella juerga fenomenal nadie reparó en la omisión, sino hasta la mañana siguiente cuando el raso Meneses echó de menos su cantimplora y fue como se acordó del Capitán, Todavía medio borrachos algunos soldados regresaron por el cadáver, pero al parecer los perros del pueblo y los zopilotes fueron más rápidos, porque sólo encontraron huesos y el uniforme ensangrentados. De cualquier forma, aún con el cuerpo incompleto del valeroso capitán, el homenaje posterior que le rindieron resultó muy emotivo; y de paso, en la misma ceremonia, honraron las acciones del tal Meneses. Cuando se retiraban del panteón, alguien preguntó al raso por qué había cargado a Carazul muerto hasta dónde estaban los indios, que qué caso traía y muy orondo contestó que lo hizo para que no se acercaran y se dieran cuenta del fraude.
El viejo camión se detuvo frente a la plazuela de El Leñoso un poco antes del ocaso y Elías, antes de llevar a la oficina de correos los encargos, bajó mi maleta y me señaló la casa del Jerarca, que era donde me hospedaría porque el único hotel de la región hacía muchos años que estaba en ruinas, desde que su último dueño murió de viejo y los visitantes, muy esporádicos, invariablemente eran recibidos ahí. Me encaminé hasta la casona y con cierto desdén los sirvientes me dieron la bienvenida y me indicaron el camino de mi dormitorio; de paso me avisaron que el Jerarca me esperaría para cenar en un par de horas.
Es una casa grande de construcción muy sencilla con un patio central jardinado, más bien chico, con bancas platicadoras y rodeado de un amplio pasillo de mosaicos marrón con techumbre de lámina y madera sostenida por arcos de adobón muy bien conservados, dos por lado. Macetas con helechos y malvones eran los únicos adornos y las habitaciones, que se comunicaban todas a través de puertas muy pesadas de madera de pino estaban muy bien encaladas y limpias, con sus rasos de viga muy altos. A mí me mandaron a la del fondo, contigua a otra que servía de almacén. Un ropero, una mesa con una jarra de agua del Río Roto y una cama era todo lo que había, y era justamente lo que necesitaba. Estaba muy agotado del viaje por el camino tan accidentado en algunos tramos y que, sin embargo, debió tener sus mejores días cuando la bonanza del oro atrajo a decenas de oportunistas gambucinos y mercaderes. Quería despatarrarme en la cama y dormir hasta el día siguiente, pero el hambre y el compromiso con el Jerarca para acompañarlo lo impidieron. Sólo pude recostarme unos minutos y mientras miraba el entramado de madera del cielo raso del cuarto, hice un recuento del primer día que, para el propósito de mi viaje, había sido muy satisfactorio. Optimista imaginé que lo que faltaba era aún mejor.
De regreso en el zaguán de la entrada tras un breve descanso, Salmón Espirigota ya me esperaba para que cenar juntos y luego ir a la Plaza Grande, frente a la casona, para que al amparo de una hoguera descomunal escuchara las historias del pueblo y sus alrededores en voz de los más venerables vecinos de El Leñoso y que como siempre, eran certificadas como ciertas por el cura del pueblo, Don Mayelo, con un afectado movimiento afirmativo de cabeza.
"Cuando llegaron a El Leñoso, Ricardo viejo y Antonia se fueron a vivir a la Calle de los Abodes, en una casa que les habían prestado la familia Armenta; la señora ya venía embarazada y muy pronto parió a su primer hijo, Ricardo, que así lo bautizaron en honor de su papá, Ricardo viejo, y el señor cura aquí presente no me dejará mentir. Al niño Ricardo nunca le gustó usar zapatos, ni huaraches, ni nada en los pies y cada que vez Antonia se los ponía, el mocoso se los quitaba y los aventaba a las gallinas del corral, o a los perros, por eso todos los animalitos de la familia le tenían mucho espanto. A la mamá le daba mucha vergüenza que su hijo siempre anduviera descalzo, más los domingos, cuando iban a oir la santa misa, pero con los años se le fue quitando la pena y también dejó de rogarle a Ricardito que por el amor de Dios se pusiera unos zapatos aunque fuera sólo para ir a la escuela y a la iglesia.
"Era muy vago de muchacho y así como nunca le gustaron los huaraches tampoco le gustó la escuela y prefiero trabajar con su papá, a veces en la mina, a veces en en el rastro. Eso sí, era muy trabajador y cuando ayudaba a Ricardo viejo a raspar oro, allá arriba en la Virgen, siempre regresaban con el doble de metal para venderlo en el molino. A veces se echaba dos vueltas a la mina, por eso creo que conocía tan bien al Sendero de la Gruta, que de día es muy tranquilo y hasta bonito, pero que de noche dicen que es muy peligroso y que los que se atreven a cruzarlo no se vuelven a ver nunca. porque dicen que se los lleva el malino.
continúa...
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