Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimasexta parte.
Don Ramiro, el viejo venerable, ronda los setenta y además es asmático; sin embargo, a la hora de contar las leyendas de El Leñoso parece más joven por la enjundia que les imprime, pero también se cansa y cuando intentó reanudar su plática sabrosa, luego de unos minutos de silencio y atole, como que arrastraba un poquito la voz. De inmediato el alcalde Espirigota, con mucha finura, lo interrumpió para decirle que sería mejor que descansara; enseguida le avisó a la concurrencia que otro día se continuaría con el cuento y todos empezamos a desalojar los jardines de la plaza.
Antes de marcharnos a la casa de gobierno mi anfitrión me llevó a presentarme con el anciano, pues, me dijo, era quien más conocía de la historia del descalzo y que a lo mejor accedía a contármela de un jalón, sin necesidad de esperar a las fogatas nocturnas. Le repliqué que no era necesario, que no me gustaría cambiar los planes de nadie, y también le dije que tiempo era lo que nos sobraba, recordando una de sus frases favoritas. El Jerarca nomás movía la cabeza cuando me reviró: qué bárbaro Don Aurelio, usted aprende muy rápido. Nos acercamos al viejo y le comentó que yo era la persona del gobierno que andaba tras la leyenda de Ricardo, dizque para ponerla en un libro muy famoso de la Capital; el anciano me saludó con mucha cordialidad y me dijo que cualquier cosa que se me ofreciera él estaba a la orden. Háganme el favor de aceptar una taza de café en mi casa, nos invitó, y sirve que me acompañan porque a veces como que me falla la vista, sobre todo en las noches. Y nos fuimos los tres rumbo a la Calle de los Abobes donde vivía, precisamente en la casa que durante muchos años habitaron Antonia y Ricardo Cuervos con sus hijos el descalzo y la gemelitas Lila y Toña.
En el trayecto le expliqué un poco mi trabajo para la oficina del Catálogo General de las Leyendas Nacionales y le dije que me gustaría contar con su ayuda para que todo saliera muy bien. El viejo, fatigado, asentía con la cabeza. Claro que todo saldrá bien, muchacho, pues todos en El Leñoso le podemos colaborar con algo, no sólo con respecto al descalzo, sino con cualquiera de las historias que se cuentan por acá, con las que se pueden llenar libros y más libros, ¿verdad, Don Salmón? Muchos libros, Don Ramiro, le respondió el Jerarca. Avanzamos lentamente por la alameda y pasamos frente a la entrada de La Dorada, la única cantina del lugar que en ese momento estaba desierta; sólo se escuchaba la delicada voz de Lorenza Lory que salía de la tornamesa cantando la Media vuelta . Los tres nos miramos, en una suerte de consulta silenciosa innecesaria y seguimos caminando. Al llegar a la cuarta calle, la de los Adobes, giramos a la derecha y casi en la esquina estaba la casa en la que había crecido Ricardo el descalzo. Es una casa ordinaria pintada de amarillo con un porchecito con techo de teja limitado por una barda de ladrillo palomero cubierta de macetas. Don Ramiro abrió la puerta y lo primero que vi fue el tapete hecho con la piel del aquel gato montes que el descalzo había matado en la Sierra Gruesa, y en la sala, a donde nos condujo para tomar el café, estaba la cabeza disecada de un enorme venado, con un dejo desafiante en sus ojos de vidrio.
Ese gato fue la perdición del muchacho, nos dijo Don Ramiro mientas señalaba el tapete. Después de matarlo, cualquier bestia le parecía pequeña; desde entonces el descalzo no se conformó y cada vez sus presas fueron más grandes y más salvajes. Yo creo que por eso se atrevió a entrar en el Sendero de la Gruta de noche, para cazar a los monstruos que lo habitan, pues se necesita mucho arrojo para hacerlo y el muchacho lo tenía, o estaba loco de remate, reflexionada el anciano. Lástima que todo le salió mal y al día siguiente apareció en la orilla del río, junto al puente, todo malherido y tieso de sus brazos y piernas, y no podía decir nada, sólo babas le salían de su boca. Y otra vez, al recordar la vida y obra de Ricardo, al anciano le volvieron las ganas y su fatiga, muy entendible por su edad y sus males, se esfumó de repente. Don Salmón y yo, que lo acompañamos hasta su casa sólo para asegurarnos que llegara bien, muy pronto nos vimos atrapados en su narración tomando un hospitalario café de olla.
"Cuando se marchó de cacería a la Sierra Gruesa, su plan era quedarse por allá un par de días, pues suponía que las presas lo iban a estar esparando. Llevaba toda la determinación y fuerza de su juventud, pero no tenía experiencia para el tamaño de su lance, así que los primeros días sufrió mucho y hasta llegó a sentir ganas de regresarse; sin embargo, cuando mató a su primer gato montés, recobró el ánimo y su propósito de no regresar a El Leñoso si no era cargado de pieles de felinos y ciervos. Esa misma noche, mientras despellejaba al animal a la luz de la fogata se sintió muy feliz y pensaba cómo describir la hazaña en su diario. Era muy diestro con el cuchillo y en un abrir y cerrar de ojos sacó completita la piel y enseguida se acercó al río para lavarla; cuando le quitó muy bien los cachos de grasa y carne la estaqueó en un árbol próximo para que se secara. Enseguida sacó los sesos del felino para hervirlos con agua y hacer la pasta aceitosa con la que curtiría la piel al día siguiente. En el rastro, donde trabajó al lado de su padre Ricardo viejo, había aprendido todas estas cosas del curado de los cueros, y ahora que tenía a su primer trofeo de cazador, las estaba aprovechando bien pues deseaba que el tapete de su madre quedara muy bonito. Y eso fue lo primero que hizo al despertar muy temprano en la mañana, antes de partir hacia la orilla opuesta del río donde había avistado a los venados.
"Cuando estuvo del otro lado del Río Roto empezó a buscar los rastros de los ciervos y en la orilla pudo notar que las huellas eran muchas y muy similares; pensó, acertadamente, que eran de los mismo animales que se acercaban frecuentemente a esta parte para beber agua. Y empezó a urdir el plan, pero pronto se dio cuenta que con las armas que contaba no era suficiente para abatirlos: por muy buena que fuera su puntería, con las piedras nunca lograría derribar ningún venado, ni siquiera destantearlo, y su sable tampoco le serviría de mucho. Pensó y pensó en muchas formas de capturarlos: desde hacer un foso disfrazado cerca de la orilla, hasta una trampa de lazada en un árbol, pero ninguna la convenció del todo. También consideró repetir la acción con la que mató al gato, pero con lo nervioso del animal y sus cuernos puntiagudos, sería muy peligroso. Y se acordó de quienes le recomendaron cargar un rifle y se preguntaba por qué había sido tan altanero pues buena falta le estaba haciendo ahora para cazar a los venados. Todo se arreglaría con buen tiro desde la otra orilla, se lamentaba el cazador descalzo. De regreso a su campamento dándole vueltas al asunto se acordó de los liebros, que usaban arcos y flechas para cazar y defenderse, y se acordó también de las tripas del gato muerto. Se apresuró a llegar para buscar los restos del felino y rescató sus intestinos, pues con ellos y con unas ramas pensaba fabricar el artefacto.
"El resto de la tarde se le fue en buscar una rama ideal y tallarla hasta dejar listo el arco y las flechas, que le salieron derechitas y muy filosas. Enseguida amarró la tripa del gato montés hasta dejarla algo tensa y de inmediato se dispuso a probar su invento. Primero con un árbol y luego con su mochila llena de arena, el descalzo estuvo buen rato haciendo disparos de prueba hasta que le ganó la noche. Muy satisfecho quedó con su arco nuevo, pues funcionaba de maravilla y seguramente mañana a esta misma hora estaría cenando una deliciosa carne asada de venado. Dejó todo por la paz y se dispuso a dormir cerca de la lumbre, que era una lumbre muy pequeña, como le había recomendado Don Saúl Araujo. Pero Ricardito no pudo dormir y se quedaba nomás pensando y deseando que la noche pasara rápido, que la vida pasara rápido, como desean los jóvenes de dieciséis, que se quieren comer al mundo en una tarde. Era la víspera de su segunda hazaña y se podría decir que disfrutaba su insomnio, pues de repente ya estaba sentado escribiendo en su diario los hechos extraordinarios de los últimos días. Con esa caligrafía tan bonita que él sabía hacer les describió a sus hermanitas cómo había logrado atrapar a un enorme gato salvaje, que más bien era un puma muy sanguinario y les contaba de esa lucha cuerpo a cuerpo de la que salió victorioso gracias a su fuerza y a su destreza con el cuchillo. También reseñó su encuentro con una enorme manada de ciervos con sus cornamentas tan grandes y tan lucidoras, que apaciblemente bebían agua en el Río Roto, y que de todos, escogió al más imponente para cazarlo y poner su cabeza en la sala familar.
"Apenas despuntó el alba, el cazador embadurnó el cerebro hervido y machacado del gatuno en la piel seca y de inmediato se puso en camino del río, a la zona donde los gamos abrevaban. Llevaba su carga habitual de piedras lajitas para lo que su pudiera ofrecer, su daga bien enfundada y colgado de su hombro derecho el arco recién fabricado; verlo así, en esas fachas, hacía pensar en un Robinson Crusoe en medio de un dilema de supervivencia y no un chamaco imprudente, ávido de aventura, que pretendía capturar un venado a toda costa. Cuando llegó al sitio, echó un vistazo en los alredeores y eligió una roca enorme para construir un escondrijo. Cortó algunas ramas de pinos y las colocó junto a la roca a manera de un jacal desde el que tuviera una buena visión de la orilla, que estaba como a unos viente metros. El descalzo recordó el consejo de Don Saúl, y aunque llevaba algunos días sin bañarse, se restregó tierra y hierbas en su ropa y en los brazos, para que su humor no alertara a las animales. Además, había montado su puesto de caza en tal posición que la corriente de aire -que normalmente era hacia el sur, río abajo- llegara primero a los venados.
"Por fin se apostó en el cobertizo encubierto a esperar, expectante, a sus víctimas. Pasaron los minutos y luego las horas y los ciervos nunca aparecieron. Esta vez Ricardo no desesperó, pues además tenía la distracción de escribir en su libreta los pormenores de sus andanzas, y también aprovechaba el tiempo para rezar como rezada su madre Antonia, y agradecerle a Dios por lo conseguido hasta entonces e igualmente le daba gracias por no mandarle al venado de San Huberto, con su crucifijo enredado en los cuernos, como la señal inapelable de que debería abandonar sus anhelos de cazador. Finalmente, al declinar la tarde, el muchacho andariego decidió regresar a su refugio en el bosque; no iba frustrado como los primeros días por la falta de caza, antes bien, se sentía optimista y muy seguro de sí mismo. Los momentos de duda y miedo, al parecer, habían quedado muy atrás.
continúa...
Antes de marcharnos a la casa de gobierno mi anfitrión me llevó a presentarme con el anciano, pues, me dijo, era quien más conocía de la historia del descalzo y que a lo mejor accedía a contármela de un jalón, sin necesidad de esperar a las fogatas nocturnas. Le repliqué que no era necesario, que no me gustaría cambiar los planes de nadie, y también le dije que tiempo era lo que nos sobraba, recordando una de sus frases favoritas. El Jerarca nomás movía la cabeza cuando me reviró: qué bárbaro Don Aurelio, usted aprende muy rápido. Nos acercamos al viejo y le comentó que yo era la persona del gobierno que andaba tras la leyenda de Ricardo, dizque para ponerla en un libro muy famoso de la Capital; el anciano me saludó con mucha cordialidad y me dijo que cualquier cosa que se me ofreciera él estaba a la orden. Háganme el favor de aceptar una taza de café en mi casa, nos invitó, y sirve que me acompañan porque a veces como que me falla la vista, sobre todo en las noches. Y nos fuimos los tres rumbo a la Calle de los Abobes donde vivía, precisamente en la casa que durante muchos años habitaron Antonia y Ricardo Cuervos con sus hijos el descalzo y la gemelitas Lila y Toña.
En el trayecto le expliqué un poco mi trabajo para la oficina del Catálogo General de las Leyendas Nacionales y le dije que me gustaría contar con su ayuda para que todo saliera muy bien. El viejo, fatigado, asentía con la cabeza. Claro que todo saldrá bien, muchacho, pues todos en El Leñoso le podemos colaborar con algo, no sólo con respecto al descalzo, sino con cualquiera de las historias que se cuentan por acá, con las que se pueden llenar libros y más libros, ¿verdad, Don Salmón? Muchos libros, Don Ramiro, le respondió el Jerarca. Avanzamos lentamente por la alameda y pasamos frente a la entrada de La Dorada, la única cantina del lugar que en ese momento estaba desierta; sólo se escuchaba la delicada voz de Lorenza Lory que salía de la tornamesa cantando la Media vuelta . Los tres nos miramos, en una suerte de consulta silenciosa innecesaria y seguimos caminando. Al llegar a la cuarta calle, la de los Adobes, giramos a la derecha y casi en la esquina estaba la casa en la que había crecido Ricardo el descalzo. Es una casa ordinaria pintada de amarillo con un porchecito con techo de teja limitado por una barda de ladrillo palomero cubierta de macetas. Don Ramiro abrió la puerta y lo primero que vi fue el tapete hecho con la piel del aquel gato montes que el descalzo había matado en la Sierra Gruesa, y en la sala, a donde nos condujo para tomar el café, estaba la cabeza disecada de un enorme venado, con un dejo desafiante en sus ojos de vidrio.
Ese gato fue la perdición del muchacho, nos dijo Don Ramiro mientas señalaba el tapete. Después de matarlo, cualquier bestia le parecía pequeña; desde entonces el descalzo no se conformó y cada vez sus presas fueron más grandes y más salvajes. Yo creo que por eso se atrevió a entrar en el Sendero de la Gruta de noche, para cazar a los monstruos que lo habitan, pues se necesita mucho arrojo para hacerlo y el muchacho lo tenía, o estaba loco de remate, reflexionada el anciano. Lástima que todo le salió mal y al día siguiente apareció en la orilla del río, junto al puente, todo malherido y tieso de sus brazos y piernas, y no podía decir nada, sólo babas le salían de su boca. Y otra vez, al recordar la vida y obra de Ricardo, al anciano le volvieron las ganas y su fatiga, muy entendible por su edad y sus males, se esfumó de repente. Don Salmón y yo, que lo acompañamos hasta su casa sólo para asegurarnos que llegara bien, muy pronto nos vimos atrapados en su narración tomando un hospitalario café de olla.
"Cuando se marchó de cacería a la Sierra Gruesa, su plan era quedarse por allá un par de días, pues suponía que las presas lo iban a estar esparando. Llevaba toda la determinación y fuerza de su juventud, pero no tenía experiencia para el tamaño de su lance, así que los primeros días sufrió mucho y hasta llegó a sentir ganas de regresarse; sin embargo, cuando mató a su primer gato montés, recobró el ánimo y su propósito de no regresar a El Leñoso si no era cargado de pieles de felinos y ciervos. Esa misma noche, mientras despellejaba al animal a la luz de la fogata se sintió muy feliz y pensaba cómo describir la hazaña en su diario. Era muy diestro con el cuchillo y en un abrir y cerrar de ojos sacó completita la piel y enseguida se acercó al río para lavarla; cuando le quitó muy bien los cachos de grasa y carne la estaqueó en un árbol próximo para que se secara. Enseguida sacó los sesos del felino para hervirlos con agua y hacer la pasta aceitosa con la que curtiría la piel al día siguiente. En el rastro, donde trabajó al lado de su padre Ricardo viejo, había aprendido todas estas cosas del curado de los cueros, y ahora que tenía a su primer trofeo de cazador, las estaba aprovechando bien pues deseaba que el tapete de su madre quedara muy bonito. Y eso fue lo primero que hizo al despertar muy temprano en la mañana, antes de partir hacia la orilla opuesta del río donde había avistado a los venados.
"Cuando estuvo del otro lado del Río Roto empezó a buscar los rastros de los ciervos y en la orilla pudo notar que las huellas eran muchas y muy similares; pensó, acertadamente, que eran de los mismo animales que se acercaban frecuentemente a esta parte para beber agua. Y empezó a urdir el plan, pero pronto se dio cuenta que con las armas que contaba no era suficiente para abatirlos: por muy buena que fuera su puntería, con las piedras nunca lograría derribar ningún venado, ni siquiera destantearlo, y su sable tampoco le serviría de mucho. Pensó y pensó en muchas formas de capturarlos: desde hacer un foso disfrazado cerca de la orilla, hasta una trampa de lazada en un árbol, pero ninguna la convenció del todo. También consideró repetir la acción con la que mató al gato, pero con lo nervioso del animal y sus cuernos puntiagudos, sería muy peligroso. Y se acordó de quienes le recomendaron cargar un rifle y se preguntaba por qué había sido tan altanero pues buena falta le estaba haciendo ahora para cazar a los venados. Todo se arreglaría con buen tiro desde la otra orilla, se lamentaba el cazador descalzo. De regreso a su campamento dándole vueltas al asunto se acordó de los liebros, que usaban arcos y flechas para cazar y defenderse, y se acordó también de las tripas del gato muerto. Se apresuró a llegar para buscar los restos del felino y rescató sus intestinos, pues con ellos y con unas ramas pensaba fabricar el artefacto.
"El resto de la tarde se le fue en buscar una rama ideal y tallarla hasta dejar listo el arco y las flechas, que le salieron derechitas y muy filosas. Enseguida amarró la tripa del gato montés hasta dejarla algo tensa y de inmediato se dispuso a probar su invento. Primero con un árbol y luego con su mochila llena de arena, el descalzo estuvo buen rato haciendo disparos de prueba hasta que le ganó la noche. Muy satisfecho quedó con su arco nuevo, pues funcionaba de maravilla y seguramente mañana a esta misma hora estaría cenando una deliciosa carne asada de venado. Dejó todo por la paz y se dispuso a dormir cerca de la lumbre, que era una lumbre muy pequeña, como le había recomendado Don Saúl Araujo. Pero Ricardito no pudo dormir y se quedaba nomás pensando y deseando que la noche pasara rápido, que la vida pasara rápido, como desean los jóvenes de dieciséis, que se quieren comer al mundo en una tarde. Era la víspera de su segunda hazaña y se podría decir que disfrutaba su insomnio, pues de repente ya estaba sentado escribiendo en su diario los hechos extraordinarios de los últimos días. Con esa caligrafía tan bonita que él sabía hacer les describió a sus hermanitas cómo había logrado atrapar a un enorme gato salvaje, que más bien era un puma muy sanguinario y les contaba de esa lucha cuerpo a cuerpo de la que salió victorioso gracias a su fuerza y a su destreza con el cuchillo. También reseñó su encuentro con una enorme manada de ciervos con sus cornamentas tan grandes y tan lucidoras, que apaciblemente bebían agua en el Río Roto, y que de todos, escogió al más imponente para cazarlo y poner su cabeza en la sala familar.
"Apenas despuntó el alba, el cazador embadurnó el cerebro hervido y machacado del gatuno en la piel seca y de inmediato se puso en camino del río, a la zona donde los gamos abrevaban. Llevaba su carga habitual de piedras lajitas para lo que su pudiera ofrecer, su daga bien enfundada y colgado de su hombro derecho el arco recién fabricado; verlo así, en esas fachas, hacía pensar en un Robinson Crusoe en medio de un dilema de supervivencia y no un chamaco imprudente, ávido de aventura, que pretendía capturar un venado a toda costa. Cuando llegó al sitio, echó un vistazo en los alredeores y eligió una roca enorme para construir un escondrijo. Cortó algunas ramas de pinos y las colocó junto a la roca a manera de un jacal desde el que tuviera una buena visión de la orilla, que estaba como a unos viente metros. El descalzo recordó el consejo de Don Saúl, y aunque llevaba algunos días sin bañarse, se restregó tierra y hierbas en su ropa y en los brazos, para que su humor no alertara a las animales. Además, había montado su puesto de caza en tal posición que la corriente de aire -que normalmente era hacia el sur, río abajo- llegara primero a los venados.
"Por fin se apostó en el cobertizo encubierto a esperar, expectante, a sus víctimas. Pasaron los minutos y luego las horas y los ciervos nunca aparecieron. Esta vez Ricardo no desesperó, pues además tenía la distracción de escribir en su libreta los pormenores de sus andanzas, y también aprovechaba el tiempo para rezar como rezada su madre Antonia, y agradecerle a Dios por lo conseguido hasta entonces e igualmente le daba gracias por no mandarle al venado de San Huberto, con su crucifijo enredado en los cuernos, como la señal inapelable de que debería abandonar sus anhelos de cazador. Finalmente, al declinar la tarde, el muchacho andariego decidió regresar a su refugio en el bosque; no iba frustrado como los primeros días por la falta de caza, antes bien, se sentía optimista y muy seguro de sí mismo. Los momentos de duda y miedo, al parecer, habían quedado muy atrás.
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