Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Cuarta parte.
Un repentino ataque de asma hizo que el anciano detuviera su relato. De inicio nadie notó nada, y muchos creímos que las silivancias que emitía el viejo eran parte del cuento, hasta que su dificultad para respirar fue tal que daba violentos manotazos solicitando socorro. De urgencia fueron a buscar al encargado del dispensario médico a quien llamaban "el doctor"; llegó pronto y rápidamente sofocó la crisis del asmático y luego lo acompañó a hasta su casa. Cuando se iban el anciano venerable aún pudo hacer unas señas a la concurrencia indicando que volvería más tarde, cosa que naturalmente no sucedió.
Ante esta pausa inesperada, el Jerarca y su señora esposa me invitaron a dar una vuelta por ahí, para que conociera el pueblo y también convidaron al señor cura Don Mayelo, que cortésmente declinó y dijo que mejor se iba a la Adoración Perpetua del Santísimo, pues en las noches de fogata a veces dejaban solo a Nuestro Señor. Dios los lleve, nos dijo, y se marchó a toda prisa. Mientras tanto la plaza poco a poco se fue quedando desierta, salvo por los encargados de apagar la lumbre y recoger todo y los perros del pueblo que husmeaban entre las bancas vacías.
Caminando por la calle principal de El Leñoso, que sus habitantes llaman la alameda -a pesar de que no hay álamos por ahí-, Don Salmón me daba los pormenores del lugar. Su charla, como pude descubrir durante la cena, es cautivadora; tiene un modo de decir las cosas que parece que se sorprende a sí mismo de lo que platica. Y su mujer, más discreta, avanzaba apenas un paso atrás asintiendo a todo lo que decía el marido y haciendo algún comentario aislado. Brevemente me contaron la historia local, desde la fundación de la Mina de la Virgen, que como es sabido trajo esplendor y fama a El Leñoso, hasta la postración generalizada luego del agotamiento de las vetas de oro, que según el Sr. Espirigota, eran tan grandes y estaban tan a flor de piedra, que se podía tropezar con ellas y hacerse rico en un santiamén. Justamente así le sucedió a sus antepasados, que amasaron una pingüe fortuna y que gracias a la prudencia y a la moderación, aún conserva. Sin embargo, Don Salmón no parece un varón acaudalado pues su forma de vestir y conducirse son más bien modestos.
Nos detuvimos a medio camino de la alameda para regresar, pues según el Jerarca ya no había mucho qué ver; sólo nos faltó la Piedra de la Culpa, comentó al tiempo que señalaba al obelisco que ya se dejaba ver a lo lejos, y cuya historia ya conocía por boca de Don Elías, el chofer del camioncito. Cuando Espirigota intentó repetirla lo atajé elegantemente y le pedí que mejor me platicara un poco sobre las otras leyendas, como la de Mister Andrux o como la de la guerra de las mojoneras. Soltó una risa muy divertida para luego decir que qué barbaro, que ese Elías siempre le ganaba el mandado. Después se puso muy serio y me tomó del brazo para emprender el camino de regreso; me quedé un poco desconcertado con este cambio tan áspero de Don Salmón. Luego de unos momentos de silencio, en voz un poco más baja me dijo, o me aclaró, que en el El Leñoso todos se tomaban el asunto de las leyendas con mucha seriedad y que no se trataba de incultura o superchería. Se trata de un asunto de identidad, dijo, del sentido de pertenencia de un pueblo. No supe cómo recomenzar la charla y ante mi contrariedad me invitó a tomar unos tragos en su despacho después de la caminata, y que allá me explicaría más. Reanudamos la marcha hacia la casona de gobierno, frente a la Plaza Principal, que como en todos los pueblos y ciudades pequeñas, está rodeada de los edificios principales y sin faltar, claro, la iglesia de San Lorenzo, protector de los mineros.
La verdad yo imaginaba otra cosa. El despacho de Salmón Espirigota no era un despacho de un presidente municipal, con su escritorio y su poltrona de piel y su línea telefónica y el retrato del presidente. No, así no era el despacho. Era una admirable biblioteca de, según yo, unos 4 mil títulos. Un par de sillones grandes muy cómodos y una mesita de centro, además de una pequeña cantina al fondo eran los únicos muebles de la sala y los únicos necesarios, por cierto. Embobado todavía en esos libreros tan altos y tan retacados de obras maestras, mi anfitrión se acercó con una copa de cajazo de huamilón y me invitó a sentarnos. Maliciosamente me miró directo a los ojos y me preguntó si yo esperaba encontrarme con una oficina como la suya. Sin entender la entrelínea de su pregunta le contesté secamente que no, que yo esperaba ver un despacho ordinario y enseguida me dijo que no le sorprendía mi respuesta, que casi todos los que la conocen contestan parecido.
Ya cómodamente sentados, cada quien en diferente sillón, frente a frente, el Jerarca Salmón Espirigota empezó a hablar largo y tendido: los juicios anticipados, juicios a priori, solapadamente gobiernan nuestros pensamientos; esas ideas preconcebidas acerca de lo que vemos y también de lo que no vemos, siempre están interfiriendo en nuestras opiniones ¿no es cierto?. Pues bien, cuando leí su primera carta solicitando nuestra apoyo y hospitalidad para hacer su trabajo investigativo sobre las leyendas de El Leñoso, malamente asumí que se trataba de sólo curiosidad, y hasta morbo, porque normalmente de eso se tratan las ocasionales visitas que tenemos por acá. Su segunda carta me aclaró algunas cosas y me convenció de su seriedad profesional. Por eso accedí a hospedarlo en mi casa el tiempo que usted crea necesario, aunque debo comentarle que figurar en el Catalogo General de Leyendas Nacionales no es relevante para nosotros; obviamente que nos brindaría ese orgullo regionalista que todo pueblo debe sentir, pero nada más. Nuestras leyendas, si me permite la expresión, son para consumo local, sin embargo no nos oponemos a que otros las conozcan ¿me explico? Y en lo que respecta a los beneficios colaterales que ofrece tal publicación, como la promoción turística y esas cosas, créame que no los necesitamos. No es arrogancia, como usted podrá comprobar más adelante.
Apenas conoce un poco nuestro pueblo y seguramente por lo que ha visto infiere que no somos ricos, que no tenemos las grandes fincas ni los grandes negocios. Pero si observó bien, quizá se dio cuenta que tampoco somos pobres. No señor, en El Leñoso no hay gente pobre. Sin falsa modestia yo soy el único rico de este pueblo. No se trata de un una condición de conformismo o estancamiento, pues si nos lo proponemos podemos cambiar las cosas y hacer que la gente tenga más pero, créame, así estamos muy a gusto. Nuestra vida no es opulenta pero vivimos bien y nos preocupamos más por algunas cosas que en cualquier otro sitio serían motivo de risa y de sospechas. Aquí nos gusta sembrar y cosechar, nos gusta leer, nos gusta admirar el cielo por las noches, nos gusta contar historias al calor de la lumbrada, nos gusta raspar el oro que queda en la montaña, nos gusta pasear por el río, nos gusta preocuparnos por el vecino; todo eso nos gusta mucho. Ya probamos la riqueza, a dentelladas, y sabemos de qué se trata tener casas lujosas con muchos criados y caballos pura sangre en los corrales, sentimos en nuestras pieles las sedas más finas del mundo y probamos los más exóticos platillos; también nuestros hijos asistieron a los colegios más rancios. Pero ¿sabe qué?, no nos gustó. En contraparte, nuestros antepasados sintieron en carne viva las quemaduras de la pobreza y tuvieron que luchar para vencerla; fue un combate desigual ante la montaña, ante una tierra empecinada en no dar fruto, ante el frío inclemente, ante los hordas de salvajes sanguinarios.
Poco a poco iba entendiendo el sentido de la charla de Don Salmón, que según yo trataba de justificar un poco esa particular visión del mundo que prevalecía en los habitantes del poblado, y de su gusto por las cosas simples, como las leyendas increíbles que ahí se contaban, que era el resultado feliz de vivir dos vidas: primero una de muchas penurias y enseguida otra de abundancia grosera. Y al tiempo que hacía estas consideraciones también me quedó claro que mi encargo en el El Leñoso se iba saliendo de curso y que de seguir así, tarde o temprano naufragaría. Mi tarea es documentar las leyendas, entrevistar, si los había, a lugareños involucrados, visitar los sitios mencionados, etc. y al final llevarme toda la información a la Capital para que los que saben escribir hagan una buena historia, digna de estar en el Catalogo General de las Leyendas Nacionales. Nada más.
El brindis de Don Salmón me sacó de mis pensamientos. Había servido una segunda copa de cajazo de huamilón y enseguida me dijo que no era su intención aburrirme con su perorata pero que veía preciso que yo supiera todo eso y que lo tuviera en cuenta a la hora de hacer mi trabajo. Brindamos y al cabo de un momento de silencio, mientras levantaba su copa para verla de cerca, exclamó que qué deliciosa es esta bebida, lo mejor que tenemos por aquí. Como nuestro oro y como nuestras leyendas, también es motivo de orgullo local. ¿Sabía que el huamilón es un agave silvestre que únicamente se da por estas tierras? Los fundadores de nuestro pueblo lo empezaron a elaborar rudimentariamente, a lo mejor para paliar las tarascadas del hambre o del frío, y cuando el furor de la minería estaba al máximo, a muchos visitantes les gustó tanto que pedían la receta y algunos llegaron a llevarse cactus robados para intentar fabricarlo en sus tierras. Ahora lo producimos para el consumo de El Leñoso, que es muy poco, y para clientes extranjeros que pagan muy buen dinero por él. Muchas familias viven de la jima y destilación del huamilón. Enseguida el Jerarca se levantó y comentó que había estado muy a gusto platicando conmigo, que me esperaba mañana por la noche para contarme la vida curiosa de Mister Andrux, el géologo y que durante el día él mismo me acompañaría al Sendero de la Gruta y, de paso, a conocer la destiladora del cajazo.
continúa...
Nos detuvimos a medio camino de la alameda para regresar, pues según el Jerarca ya no había mucho qué ver; sólo nos faltó la Piedra de la Culpa, comentó al tiempo que señalaba al obelisco que ya se dejaba ver a lo lejos, y cuya historia ya conocía por boca de Don Elías, el chofer del camioncito. Cuando Espirigota intentó repetirla lo atajé elegantemente y le pedí que mejor me platicara un poco sobre las otras leyendas, como la de Mister Andrux o como la de la guerra de las mojoneras. Soltó una risa muy divertida para luego decir que qué barbaro, que ese Elías siempre le ganaba el mandado. Después se puso muy serio y me tomó del brazo para emprender el camino de regreso; me quedé un poco desconcertado con este cambio tan áspero de Don Salmón. Luego de unos momentos de silencio, en voz un poco más baja me dijo, o me aclaró, que en el El Leñoso todos se tomaban el asunto de las leyendas con mucha seriedad y que no se trataba de incultura o superchería. Se trata de un asunto de identidad, dijo, del sentido de pertenencia de un pueblo. No supe cómo recomenzar la charla y ante mi contrariedad me invitó a tomar unos tragos en su despacho después de la caminata, y que allá me explicaría más. Reanudamos la marcha hacia la casona de gobierno, frente a la Plaza Principal, que como en todos los pueblos y ciudades pequeñas, está rodeada de los edificios principales y sin faltar, claro, la iglesia de San Lorenzo, protector de los mineros.
La verdad yo imaginaba otra cosa. El despacho de Salmón Espirigota no era un despacho de un presidente municipal, con su escritorio y su poltrona de piel y su línea telefónica y el retrato del presidente. No, así no era el despacho. Era una admirable biblioteca de, según yo, unos 4 mil títulos. Un par de sillones grandes muy cómodos y una mesita de centro, además de una pequeña cantina al fondo eran los únicos muebles de la sala y los únicos necesarios, por cierto. Embobado todavía en esos libreros tan altos y tan retacados de obras maestras, mi anfitrión se acercó con una copa de cajazo de huamilón y me invitó a sentarnos. Maliciosamente me miró directo a los ojos y me preguntó si yo esperaba encontrarme con una oficina como la suya. Sin entender la entrelínea de su pregunta le contesté secamente que no, que yo esperaba ver un despacho ordinario y enseguida me dijo que no le sorprendía mi respuesta, que casi todos los que la conocen contestan parecido.
Ya cómodamente sentados, cada quien en diferente sillón, frente a frente, el Jerarca Salmón Espirigota empezó a hablar largo y tendido: los juicios anticipados, juicios a priori, solapadamente gobiernan nuestros pensamientos; esas ideas preconcebidas acerca de lo que vemos y también de lo que no vemos, siempre están interfiriendo en nuestras opiniones ¿no es cierto?. Pues bien, cuando leí su primera carta solicitando nuestra apoyo y hospitalidad para hacer su trabajo investigativo sobre las leyendas de El Leñoso, malamente asumí que se trataba de sólo curiosidad, y hasta morbo, porque normalmente de eso se tratan las ocasionales visitas que tenemos por acá. Su segunda carta me aclaró algunas cosas y me convenció de su seriedad profesional. Por eso accedí a hospedarlo en mi casa el tiempo que usted crea necesario, aunque debo comentarle que figurar en el Catalogo General de Leyendas Nacionales no es relevante para nosotros; obviamente que nos brindaría ese orgullo regionalista que todo pueblo debe sentir, pero nada más. Nuestras leyendas, si me permite la expresión, son para consumo local, sin embargo no nos oponemos a que otros las conozcan ¿me explico? Y en lo que respecta a los beneficios colaterales que ofrece tal publicación, como la promoción turística y esas cosas, créame que no los necesitamos. No es arrogancia, como usted podrá comprobar más adelante.
Apenas conoce un poco nuestro pueblo y seguramente por lo que ha visto infiere que no somos ricos, que no tenemos las grandes fincas ni los grandes negocios. Pero si observó bien, quizá se dio cuenta que tampoco somos pobres. No señor, en El Leñoso no hay gente pobre. Sin falsa modestia yo soy el único rico de este pueblo. No se trata de un una condición de conformismo o estancamiento, pues si nos lo proponemos podemos cambiar las cosas y hacer que la gente tenga más pero, créame, así estamos muy a gusto. Nuestra vida no es opulenta pero vivimos bien y nos preocupamos más por algunas cosas que en cualquier otro sitio serían motivo de risa y de sospechas. Aquí nos gusta sembrar y cosechar, nos gusta leer, nos gusta admirar el cielo por las noches, nos gusta contar historias al calor de la lumbrada, nos gusta raspar el oro que queda en la montaña, nos gusta pasear por el río, nos gusta preocuparnos por el vecino; todo eso nos gusta mucho. Ya probamos la riqueza, a dentelladas, y sabemos de qué se trata tener casas lujosas con muchos criados y caballos pura sangre en los corrales, sentimos en nuestras pieles las sedas más finas del mundo y probamos los más exóticos platillos; también nuestros hijos asistieron a los colegios más rancios. Pero ¿sabe qué?, no nos gustó. En contraparte, nuestros antepasados sintieron en carne viva las quemaduras de la pobreza y tuvieron que luchar para vencerla; fue un combate desigual ante la montaña, ante una tierra empecinada en no dar fruto, ante el frío inclemente, ante los hordas de salvajes sanguinarios.
Poco a poco iba entendiendo el sentido de la charla de Don Salmón, que según yo trataba de justificar un poco esa particular visión del mundo que prevalecía en los habitantes del poblado, y de su gusto por las cosas simples, como las leyendas increíbles que ahí se contaban, que era el resultado feliz de vivir dos vidas: primero una de muchas penurias y enseguida otra de abundancia grosera. Y al tiempo que hacía estas consideraciones también me quedó claro que mi encargo en el El Leñoso se iba saliendo de curso y que de seguir así, tarde o temprano naufragaría. Mi tarea es documentar las leyendas, entrevistar, si los había, a lugareños involucrados, visitar los sitios mencionados, etc. y al final llevarme toda la información a la Capital para que los que saben escribir hagan una buena historia, digna de estar en el Catalogo General de las Leyendas Nacionales. Nada más.
El brindis de Don Salmón me sacó de mis pensamientos. Había servido una segunda copa de cajazo de huamilón y enseguida me dijo que no era su intención aburrirme con su perorata pero que veía preciso que yo supiera todo eso y que lo tuviera en cuenta a la hora de hacer mi trabajo. Brindamos y al cabo de un momento de silencio, mientras levantaba su copa para verla de cerca, exclamó que qué deliciosa es esta bebida, lo mejor que tenemos por aquí. Como nuestro oro y como nuestras leyendas, también es motivo de orgullo local. ¿Sabía que el huamilón es un agave silvestre que únicamente se da por estas tierras? Los fundadores de nuestro pueblo lo empezaron a elaborar rudimentariamente, a lo mejor para paliar las tarascadas del hambre o del frío, y cuando el furor de la minería estaba al máximo, a muchos visitantes les gustó tanto que pedían la receta y algunos llegaron a llevarse cactus robados para intentar fabricarlo en sus tierras. Ahora lo producimos para el consumo de El Leñoso, que es muy poco, y para clientes extranjeros que pagan muy buen dinero por él. Muchas familias viven de la jima y destilación del huamilón. Enseguida el Jerarca se levantó y comentó que había estado muy a gusto platicando conmigo, que me esperaba mañana por la noche para contarme la vida curiosa de Mister Andrux, el géologo y que durante el día él mismo me acompañaría al Sendero de la Gruta y, de paso, a conocer la destiladora del cajazo.
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