Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Parte 21
De nuevo en el pueblo acompañé a Cuca hasta su casa en la calle Centenario, en la que vive desde que llegó hace tres años, en 1961. Un el umbral de la puerta abierta platicamos unos minutos antes de despedirme y la verdad es que tuve una poca de esperanza de que me invitara a pasar pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue pedirme que asistiera con ella a misa de doce el día siguiente pues, según dijo, es la más bonita del domingo. Y al terminar nos pasamos a la plaza a comer flautas de machaca, se comprometió. Verá usted qué deliciosas y además le gustará el ambiente de fiesta porque también la banda de música del municipio toca toda la tarde.
Me dispuse a regresar a la casa de gobierno con la firme intención de, ahora sí, empezar a escribir el borrador de la historia de Ricardo el descalzo, pues con la información disponible que es mucha, ya puedo elaborar la estructura general con todo y los cuentos que la rodean, que son muchos y que parecen indispensables. Ese era mi plan inmediato, sin embargo cuando pase por la puerta siempre abierta de La Dorada, alcancé a ver a Don Elías Rentería, el chofer, en animada plática con el señor Jiménez, el secretario del alcalde y sin más me metí en la taberna. Me acerqué a los caballeros y de inmediato me invitaron a sentarme; bienvenido a La Dorada, exclamó Don Elías, un tanto achispado y enseguida me pregunto por los avance en mi trabajo. Por su parte Élfego, más serio sólo saludó con una inclinación de cabeza. La cosa parece que va bien, respondí y pedí una cerveza al cantinero, que de inmediato la trajo. Sigo con el acopio de datos, sin embargo cada día me topo con nuevas circunstancias que modifican mi plan original, que es presentar la leyenda del descalzo con un texto sencillo, sin tantas adherencias. Podría hacerlo, claro, pero después de conocer sus entretelones y sus implicaciones tan evidentes en la vida del pueblo, el resultado sería una obra inacabada y hueca
Don Elías, hombre servicial y platicador, argumentó que no se explicaría la historia de El Leñoso sin Ricardo, ni al revés, pues a lo mejor involuntariamente, pero hay pasajes en los que estuvo directamente involucrado, como por ejemplo, en el caso aquel de los chiriquikes, con los que sostuvimos un batalla que duró algunas semanas ¿lo sabía, señor Ávila? Le repliqué que el Jerarca me había platicado un poco al respecto, que tenía una idea muy general y que me gustaría conocer más del asunto. El chofer se acomodó en su silla, dio un par de sorbos a su bedida y empezó a desglosarme el tema: todo este asunto de la guerra se derivó, naturalmente, por el oro de la Virgen. Cuando se descubrieron los primeros filones, allá por 1801, los chiriquikes se aprontaron inmediatamente a reclamar una parte alegando su proximidad y nuestras autoridades en su afán conciliador aceptaron ofrecerles un porcentaje de las ganancias. Cada mes venían por sus pepitas o por su dinero y se regresaban muy contentos por el trato alcanzado, que a todas luces era injusto, pero eso ya es harina de otro costal, contaba Don Elías. Cuando la jauja minera se terminó a mitad del siglo diecinueve, los de Bobadillas ya no regresaron ni a despedirse y muy pronto se olvidaron de nuestra amistad. Solamente Don Ruperto Aragontía siguió viniendo todos los domingos para vender en la plaza las vasijas tan hermosas que fabrican por allá, porque eso sí tienen de bueno, son excelentes alfareros y le sacan muy buen provecho al banco de arcilla que hay cerca del pueblo.
Sólo se acordaron de nosotros otra vez cuando Mister Andrux descubrió los nuevos yacimientos en la montaña allá por 1925. Apenas enterados, mandaron otra delegación para discutir los términos de un nuevo acuerdo porque como copropietarios del cerro, tenían en derecho una parte de los beneficios de la renaciente riqueza. Y para demostrar su propiedad se remitieron al convenio aquel tan polémico con el que se dividía la montaña en dos partes, una para cada pueblo. Esta vez la mesa de notables de El Leñoso no fue tan benévola y puso algunas condiciones que, aún a regañadientes, terminaron aceptando pues era mucho lo que ganaban. Total que se hizo el argüende de los trámites y formalidades para que todos quedaron contentos. Fueron sesiones muy ríspidas entre los representantes, pues bien mirado, ambos tenían algo de razón: por un lado ellos reclamaban un porcentaje de algo que Dios había puesto entre las dos comunidades y por el otro, nosotros argumentando que sólo se acordaban de su propiedad cuando tenía oro y cuando no, sencillamente se desentendían. Al final firmaron un tratado en el que todos estuvieron medianamente satisfechos. Y cuando ya todo parecía arreglado, a los chiriquikes se les ocurrió que el nuevo documento debería ser notariado por una autoridad competente de la Capital para seguridad y confianza de todos, decían. Exasperados con tanta faramalla, los ancianos de la mesa accedieron a cambio de que los enviados de Bobadillas abandonaran el pueblo ipso facto y que posteriormente les harían llegar los documentos ya oficializados.
El relato de Don Elías atrajo a nuestra mesa al cantinero y a los dos gendarmes de la villa, Efraín Armenta y Jesús el ahorcado, que minutos antes habían entrado al baño del bar y que, al parecer, olvidaron su rondín habitual por escucharlo muy atentos. Hasta el señor Jiménez relajó un poco su gesto adusto y se desató su corbata de mariposa permanente. Nos dimos un tiempo para beber y continuamos escuchando: una semana después, cuando los papeles sellados estuvieron de vuelta, los integrantes de la mesa propusieron que Ricardo el descalzo fuera el encargado de llevarlos hasta Bodadillas, pues era quien mejor conocía los vericuetos de la montaña para cruzarla o bien llevar el encargo por el camino del Río Roto, que cuando rodea a la sierra de la virgen pasa cerca de aquel pueblo. Con el descalzo no batallaron pues era un muchacho siempre dispuesto a ayudar y al día siguiente, muy temprano, se puso en marcha cargando la valija de cuero bien cerrada en la que iban las famosas escrituras. En una parada que hizo para beber agua, una serpiente de cascabel mordió a Ricardo en su chamorro. Desprevenido como estaba ante el ataque, sólo atinó a sacar su cuchillo y lanzarlo al reptil, que quedo partido en dos cachos; por alguna razón que nadie comprende, los metió a la bolsa de cuero. Algunos dicen que lo hizo para guardarla como comida pero quién sabe. Cuando ya se repuso del susto y se exprimió todo lo que pudo de sandre y veneno de la herida, reanudó su paso pero apenas avanzó unos metros cuando cayó de bruces en la orilla del río, bien desmayado. Y la valija quedó en el agua, a la deriva hasta que la corriente se la fue llevando río abajo.
Providencialmente, un recolector de leña que pasaba por el paraje divisó al muchacho inconsciente y como pudo lo subió a su camión para traerlo al pueblo a toda prisa, pues por los piquetes, se percato que lo había mordido una serpiente y que era urgente que le inyectaran un contraveneno pues su vida estaba en mucho peligro. Casi volando llegó al dispensario de El Leñoso para que lo trataran. Afortunadamente el descalzó salvó la vida esa vez. Y cuando volvió en sí, delirando, le dijo al médico que en la valija de cuero traía un mensaje muy importante para él, que por favor la abriera. En su desvarío pensó que estaba con el presidente de Bobadillas. Y así se pasó el resto de la tarde, entre alucinaciones y fiebres. Cuando reaccionó del todo, el muchacho se sintió muy avergonzado por lo sucedido y prometió que iría a buscar la petaca y ahora sí, entregarla a sus destinatarios. Los notables le contestaron que no era necesario, que era más importante que se recuperara del todo de la envenenada tan fuerte y que los papeles, notariados y todo, eran simples papeles reemplazables.
Una semana después una comitiva de chiriquikes se apersonó en la oficia de Don Rutilo Espirigota, entonces alcalde de El Leñoso y padre de Don Salmón, quien los saludó con cordialidad y con un poco de rubor porque creyó que venían a preguntar por los papeles perdidos en el río. Les dijo que una copia del tratado ya estaba en la Capital con el fedatario, que no se preocuparan y enseguida les explicó el percance de Ricardo, en el que casi muere por una mordedura de serpiente, cuando llevaba los documentos a Bobadillas. El jefe de la delegación, muy circunspecto, le respondió que no era necesario, que el presidente Don Ataulfo Santaneira ya había tomada una decisión muy seria, y que él y sus acompañantes sólo vinieron a entregársela por escrito. Y con un gesto muy grave el enviado le entregó a Don Rutilo una carta que inmediatamente abrió y empezó a leer. Pálido como una veladora, el alcalde interrumpió la lectura y exclamó; ¿qué diablos significa esto, caballero? Por favor explíqueme porque yo ya no estoy entendiendo nada. El mandadero, impertérrito, le respondió que era una declaración de guerra, que la afrenta tan ominosa de la que había sido objeto la primera dama de Bobadillas, la señora Dulcimiel de Santaneira, no podía quedar impune. ¿De qué afrenta me está usted hablando? ¡Por el amor de Dios, amigo! preguntaba muy exaltado el alcalde, todavía con su rostro parafinado. Otro hombre de la comitiva, menos educado, intervino para preguntar a Don Rutilo que si enviar una víbora muerta en un saco de cuero a la primera dama le parecía poco ofensivo o acaso gracioso.
E presidente intentó serenarse un poco. Cortésmente invitó a sus visitantes a sentarse y les ofreció una copa de cajazo de huamilón para que le explicaran todo el entuerto porque estaba muy confundido. Y el portador de la carta, también un poco más tranquilo, le explicó que el domingo pasado cuando los esposos Santaneira, como es su costumbre, paseaban a la orilla del Río de la Cerámica, la señora Dulcimiel vio la valija de cuero flotando por ahí, arrastrada por la corriente; como pudo la atrajo hasta ella y cúal sería su sorpresa que al abrirla encontró la serpiente partida en dos. Del susto, la dama sufrió un soponcio del que solamente pudo salir gracias a las sales que le dieron a oler sus ayudantes. Y nuestro presidente, continuó diciendo el enviado, aunque en menor grado también fue víctima de un telele. Todo este teatro de mal gusto, con tintes de brujería, nos pareció una señal inequívoca desde El Leñoso, con la que se rehusan a repartir las ganancias de las minas de la Virgen. Y continuaba el soliloquio del chiriquike: en la carta que usted no terminó de leer, señor presidente, nuestro líder Don Ataulfo les notifica que hemos decidido renunciar a cualquier beneficio, presente o futuro, derivado del oro maldito de la montaña, pero también hace la declaración del estado de guerra entre nuestros pueblos, vigente a partir del momento que usted la firme de recibida. Boquiabierto, Don Rutilo Espirigota, no daba pie con bola. Intentó como pudo sofocar las llamas de semejante disparate arguyendo que la mesa de notables estaba de acuerdo en repartir la riqueza con ellos y que si Doña Dulcimiel había encontrado una culebra muerta junto al acuerdo notariado, seguramente se trataba de un malentendido que podría ser arreglado decentemente, sin recurrir a las armas. Además, les dijo, nuestros pueblos, distanciados y todo, son pueblos pacíficos y no tenemos la menor idea de lo que es una guerra. Vamos, hombre, ni siquiera sabemos cargar una estúpida pistola. El líder de la comitiva, poniéndose de pie, manifestó que ellos únicamente eran los embajadores y que su obligación era volver a Bobadillas con la carta firmada y sellada.
Muy a su pesar el cantinero interrumpió el cuento tan sabroso de Don Elías Rentería. Tenemos que irnos, caballeros, pues llegó la hora de cerrar la cantina, nos dijo. Y los policías, que se habían quedado a escuchar, secundaron su indicación. Todos salimos de La Dorada: los vigilantes retomaron su ronda, el señor Jiménez, que acusaba mucha fatiga, se despidió al salir y el chofer y yo caminamos hacia la oficina de correos, en la que estaba su camioncito. En el trayecto le sugerí que no sería mala idea reunirnos al día siguiente, otra vez en la taberna, para que nos explicara cómo había terminado ese asunto tan extravagante de la batalla con los chiriquikes. También le pregunté por el Rió de la Cerámica, mencionado en su relato y me aclaró que se trataba del mismo Río Roto, que rodea al macizo de la Virgen muy al sur, pero que los de Bobadillas rebautizaron pues nunca estaban de acuerdo con nosotros en nada, remató. Finalmente mi amigo se fue a su casa en el vehículo y yo me dirigí a mi dormitorio en la casona de gobierno. Huelga decir que ni por un instante de acordé de escribir nada.
continúa...
Crónicas del Sendero de la Gruta. Parte 21
De nuevo en el pueblo acompañé a Cuca hasta su casa en la calle Centenario, en la que vive desde que llegó hace tres años, en 1961. Un el umbral de la puerta abierta platicamos unos minutos antes de despedirme y la verdad es que tuve una poca de esperanza de que me invitara a pasar pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue pedirme que asistiera con ella a misa de doce el día siguiente pues, según dijo, es la más bonita del domingo. Y al terminar nos pasamos a la plaza a comer flautas de machaca, se comprometió. Verá usted qué deliciosas y además le gustará el ambiente de fiesta porque también la banda de música del municipio toca toda la tarde.
Me dispuse a regresar a la casa de gobierno con la firme intención de, ahora sí, empezar a escribir el borrador de la historia de Ricardo el descalzo, pues con la información disponible que es mucha, ya puedo elaborar la estructura general con todo y los cuentos que la rodean, que son muchos y que parecen indispensables. Ese era mi plan inmediato, sin embargo cuando pase por la puerta siempre abierta de La Dorada, alcancé a ver a Don Elías Rentería, el chofer, en animada plática con el señor Jiménez, el secretario del alcalde y sin más me metí en la taberna. Me acerqué a los caballeros y de inmediato me invitaron a sentarme; bienvenido a La Dorada, exclamó Don Elías, un tanto achispado y enseguida me pregunto por los avance en mi trabajo. Por su parte Élfego, más serio sólo saludó con una inclinación de cabeza. La cosa parece que va bien, respondí y pedí una cerveza al cantinero, que de inmediato la trajo. Sigo con el acopio de datos, sin embargo cada día me topo con nuevas circunstancias que modifican mi plan original, que es presentar la leyenda del descalzo con un texto sencillo, sin tantas adherencias. Podría hacerlo, claro, pero después de conocer sus entretelones y sus implicaciones tan evidentes en la vida del pueblo, el resultado sería una obra inacabada y hueca
Don Elías, hombre servicial y platicador, argumentó que no se explicaría la historia de El Leñoso sin Ricardo, ni al revés, pues a lo mejor involuntariamente, pero hay pasajes en los que estuvo directamente involucrado, como por ejemplo, en el caso aquel de los chiriquikes, con los que sostuvimos un batalla que duró algunas semanas ¿lo sabía, señor Ávila? Le repliqué que el Jerarca me había platicado un poco al respecto, que tenía una idea muy general y que me gustaría conocer más del asunto. El chofer se acomodó en su silla, dio un par de sorbos a su bedida y empezó a desglosarme el tema: todo este asunto de la guerra se derivó, naturalmente, por el oro de la Virgen. Cuando se descubrieron los primeros filones, allá por 1801, los chiriquikes se aprontaron inmediatamente a reclamar una parte alegando su proximidad y nuestras autoridades en su afán conciliador aceptaron ofrecerles un porcentaje de las ganancias. Cada mes venían por sus pepitas o por su dinero y se regresaban muy contentos por el trato alcanzado, que a todas luces era injusto, pero eso ya es harina de otro costal, contaba Don Elías. Cuando la jauja minera se terminó a mitad del siglo diecinueve, los de Bobadillas ya no regresaron ni a despedirse y muy pronto se olvidaron de nuestra amistad. Solamente Don Ruperto Aragontía siguió viniendo todos los domingos para vender en la plaza las vasijas tan hermosas que fabrican por allá, porque eso sí tienen de bueno, son excelentes alfareros y le sacan muy buen provecho al banco de arcilla que hay cerca del pueblo.
Sólo se acordaron de nosotros otra vez cuando Mister Andrux descubrió los nuevos yacimientos en la montaña allá por 1925. Apenas enterados, mandaron otra delegación para discutir los términos de un nuevo acuerdo porque como copropietarios del cerro, tenían en derecho una parte de los beneficios de la renaciente riqueza. Y para demostrar su propiedad se remitieron al convenio aquel tan polémico con el que se dividía la montaña en dos partes, una para cada pueblo. Esta vez la mesa de notables de El Leñoso no fue tan benévola y puso algunas condiciones que, aún a regañadientes, terminaron aceptando pues era mucho lo que ganaban. Total que se hizo el argüende de los trámites y formalidades para que todos quedaron contentos. Fueron sesiones muy ríspidas entre los representantes, pues bien mirado, ambos tenían algo de razón: por un lado ellos reclamaban un porcentaje de algo que Dios había puesto entre las dos comunidades y por el otro, nosotros argumentando que sólo se acordaban de su propiedad cuando tenía oro y cuando no, sencillamente se desentendían. Al final firmaron un tratado en el que todos estuvieron medianamente satisfechos. Y cuando ya todo parecía arreglado, a los chiriquikes se les ocurrió que el nuevo documento debería ser notariado por una autoridad competente de la Capital para seguridad y confianza de todos, decían. Exasperados con tanta faramalla, los ancianos de la mesa accedieron a cambio de que los enviados de Bobadillas abandonaran el pueblo ipso facto y que posteriormente les harían llegar los documentos ya oficializados.
El relato de Don Elías atrajo a nuestra mesa al cantinero y a los dos gendarmes de la villa, Efraín Armenta y Jesús el ahorcado, que minutos antes habían entrado al baño del bar y que, al parecer, olvidaron su rondín habitual por escucharlo muy atentos. Hasta el señor Jiménez relajó un poco su gesto adusto y se desató su corbata de mariposa permanente. Nos dimos un tiempo para beber y continuamos escuchando: una semana después, cuando los papeles sellados estuvieron de vuelta, los integrantes de la mesa propusieron que Ricardo el descalzo fuera el encargado de llevarlos hasta Bodadillas, pues era quien mejor conocía los vericuetos de la montaña para cruzarla o bien llevar el encargo por el camino del Río Roto, que cuando rodea a la sierra de la virgen pasa cerca de aquel pueblo. Con el descalzo no batallaron pues era un muchacho siempre dispuesto a ayudar y al día siguiente, muy temprano, se puso en marcha cargando la valija de cuero bien cerrada en la que iban las famosas escrituras. En una parada que hizo para beber agua, una serpiente de cascabel mordió a Ricardo en su chamorro. Desprevenido como estaba ante el ataque, sólo atinó a sacar su cuchillo y lanzarlo al reptil, que quedo partido en dos cachos; por alguna razón que nadie comprende, los metió a la bolsa de cuero. Algunos dicen que lo hizo para guardarla como comida pero quién sabe. Cuando ya se repuso del susto y se exprimió todo lo que pudo de sandre y veneno de la herida, reanudó su paso pero apenas avanzó unos metros cuando cayó de bruces en la orilla del río, bien desmayado. Y la valija quedó en el agua, a la deriva hasta que la corriente se la fue llevando río abajo.
Providencialmente, un recolector de leña que pasaba por el paraje divisó al muchacho inconsciente y como pudo lo subió a su camión para traerlo al pueblo a toda prisa, pues por los piquetes, se percato que lo había mordido una serpiente y que era urgente que le inyectaran un contraveneno pues su vida estaba en mucho peligro. Casi volando llegó al dispensario de El Leñoso para que lo trataran. Afortunadamente el descalzó salvó la vida esa vez. Y cuando volvió en sí, delirando, le dijo al médico que en la valija de cuero traía un mensaje muy importante para él, que por favor la abriera. En su desvarío pensó que estaba con el presidente de Bobadillas. Y así se pasó el resto de la tarde, entre alucinaciones y fiebres. Cuando reaccionó del todo, el muchacho se sintió muy avergonzado por lo sucedido y prometió que iría a buscar la petaca y ahora sí, entregarla a sus destinatarios. Los notables le contestaron que no era necesario, que era más importante que se recuperara del todo de la envenenada tan fuerte y que los papeles, notariados y todo, eran simples papeles reemplazables.
Una semana después una comitiva de chiriquikes se apersonó en la oficia de Don Rutilo Espirigota, entonces alcalde de El Leñoso y padre de Don Salmón, quien los saludó con cordialidad y con un poco de rubor porque creyó que venían a preguntar por los papeles perdidos en el río. Les dijo que una copia del tratado ya estaba en la Capital con el fedatario, que no se preocuparan y enseguida les explicó el percance de Ricardo, en el que casi muere por una mordedura de serpiente, cuando llevaba los documentos a Bobadillas. El jefe de la delegación, muy circunspecto, le respondió que no era necesario, que el presidente Don Ataulfo Santaneira ya había tomada una decisión muy seria, y que él y sus acompañantes sólo vinieron a entregársela por escrito. Y con un gesto muy grave el enviado le entregó a Don Rutilo una carta que inmediatamente abrió y empezó a leer. Pálido como una veladora, el alcalde interrumpió la lectura y exclamó; ¿qué diablos significa esto, caballero? Por favor explíqueme porque yo ya no estoy entendiendo nada. El mandadero, impertérrito, le respondió que era una declaración de guerra, que la afrenta tan ominosa de la que había sido objeto la primera dama de Bobadillas, la señora Dulcimiel de Santaneira, no podía quedar impune. ¿De qué afrenta me está usted hablando? ¡Por el amor de Dios, amigo! preguntaba muy exaltado el alcalde, todavía con su rostro parafinado. Otro hombre de la comitiva, menos educado, intervino para preguntar a Don Rutilo que si enviar una víbora muerta en un saco de cuero a la primera dama le parecía poco ofensivo o acaso gracioso.
E presidente intentó serenarse un poco. Cortésmente invitó a sus visitantes a sentarse y les ofreció una copa de cajazo de huamilón para que le explicaran todo el entuerto porque estaba muy confundido. Y el portador de la carta, también un poco más tranquilo, le explicó que el domingo pasado cuando los esposos Santaneira, como es su costumbre, paseaban a la orilla del Río de la Cerámica, la señora Dulcimiel vio la valija de cuero flotando por ahí, arrastrada por la corriente; como pudo la atrajo hasta ella y cúal sería su sorpresa que al abrirla encontró la serpiente partida en dos. Del susto, la dama sufrió un soponcio del que solamente pudo salir gracias a las sales que le dieron a oler sus ayudantes. Y nuestro presidente, continuó diciendo el enviado, aunque en menor grado también fue víctima de un telele. Todo este teatro de mal gusto, con tintes de brujería, nos pareció una señal inequívoca desde El Leñoso, con la que se rehusan a repartir las ganancias de las minas de la Virgen. Y continuaba el soliloquio del chiriquike: en la carta que usted no terminó de leer, señor presidente, nuestro líder Don Ataulfo les notifica que hemos decidido renunciar a cualquier beneficio, presente o futuro, derivado del oro maldito de la montaña, pero también hace la declaración del estado de guerra entre nuestros pueblos, vigente a partir del momento que usted la firme de recibida. Boquiabierto, Don Rutilo Espirigota, no daba pie con bola. Intentó como pudo sofocar las llamas de semejante disparate arguyendo que la mesa de notables estaba de acuerdo en repartir la riqueza con ellos y que si Doña Dulcimiel había encontrado una culebra muerta junto al acuerdo notariado, seguramente se trataba de un malentendido que podría ser arreglado decentemente, sin recurrir a las armas. Además, les dijo, nuestros pueblos, distanciados y todo, son pueblos pacíficos y no tenemos la menor idea de lo que es una guerra. Vamos, hombre, ni siquiera sabemos cargar una estúpida pistola. El líder de la comitiva, poniéndose de pie, manifestó que ellos únicamente eran los embajadores y que su obligación era volver a Bobadillas con la carta firmada y sellada.
Muy a su pesar el cantinero interrumpió el cuento tan sabroso de Don Elías Rentería. Tenemos que irnos, caballeros, pues llegó la hora de cerrar la cantina, nos dijo. Y los policías, que se habían quedado a escuchar, secundaron su indicación. Todos salimos de La Dorada: los vigilantes retomaron su ronda, el señor Jiménez, que acusaba mucha fatiga, se despidió al salir y el chofer y yo caminamos hacia la oficina de correos, en la que estaba su camioncito. En el trayecto le sugerí que no sería mala idea reunirnos al día siguiente, otra vez en la taberna, para que nos explicara cómo había terminado ese asunto tan extravagante de la batalla con los chiriquikes. También le pregunté por el Rió de la Cerámica, mencionado en su relato y me aclaró que se trataba del mismo Río Roto, que rodea al macizo de la Virgen muy al sur, pero que los de Bobadillas rebautizaron pues nunca estaban de acuerdo con nosotros en nada, remató. Finalmente mi amigo se fue a su casa en el vehículo y yo me dirigí a mi dormitorio en la casona de gobierno. Huelga decir que ni por un instante de acordé de escribir nada.
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