domingo, 27 de marzo de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Parte 21

 De nuevo en el pueblo acompañé a Cuca hasta su casa en la calle Centenario, en la que vive desde que llegó hace tres años, en 1961. Un el umbral de la puerta abierta platicamos unos minutos antes de despedirme y la verdad es que tuve una poca de esperanza de que me invitara a pasar pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue pedirme que asistiera con ella a misa de doce el día siguiente pues, según dijo, es la más bonita del domingo. Y al terminar nos pasamos a la plaza a comer flautas de machaca, se comprometió. Verá usted qué deliciosas y además le gustará el ambiente de fiesta porque también la banda de música del municipio toca toda la tarde.
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   Me dispuse a regresar a la casa de gobierno con la firme intención de, ahora sí, empezar a escribir el borrador de la historia de Ricardo el descalzo, pues con la información disponible que es mucha, ya puedo elaborar la estructura general con todo y los cuentos que la rodean, que son muchos y que parecen indispensables. Ese era mi plan inmediato, sin embargo cuando pase por la puerta siempre abierta de La Dorada, alcancé a ver a Don Elías Rentería, el chofer, en animada plática con el señor Jiménez, el secretario del alcalde y sin más me metí en la taberna. Me acerqué a los caballeros y de inmediato me invitaron  a sentarme; bienvenido a La Dorada, exclamó Don Elías, un tanto achispado y enseguida me pregunto por los avance en mi trabajo. Por su parte Élfego, más serio sólo saludó con una inclinación de cabeza. La cosa parece que va bien, respondí y pedí una cerveza al cantinero, que de inmediato la trajo. Sigo con el acopio de datos, sin embargo cada día me topo con nuevas circunstancias que modifican mi plan original, que es presentar la leyenda del descalzo con un texto sencillo, sin tantas adherencias. Podría hacerlo, claro, pero después de conocer sus entretelones y sus implicaciones tan evidentes en la vida del pueblo, el resultado sería una obra inacabada y hueca

   Don Elías, hombre servicial y platicador, argumentó que no se explicaría la historia de El Leñoso sin Ricardo, ni al revés, pues a lo mejor involuntariamente, pero hay pasajes en los que estuvo directamente involucrado, como por ejemplo, en el caso aquel de los chiriquikes, con los que sostuvimos un batalla que duró algunas semanas ¿lo sabía, señor Ávila? Le repliqué que el Jerarca me había platicado un poco al respecto, que tenía una idea muy general y que me gustaría conocer más del asunto. El chofer se acomodó en su silla, dio un par de sorbos a su bedida y empezó a desglosarme el tema: todo este asunto de la guerra se derivó, naturalmente, por el oro de la Virgen. Cuando se descubrieron los primeros filones, allá por 1801, los chiriquikes se aprontaron inmediatamente a reclamar una parte alegando su proximidad y nuestras autoridades en su afán conciliador aceptaron ofrecerles un porcentaje de las ganancias. Cada mes venían por sus pepitas o por su dinero y se regresaban muy contentos por el trato alcanzado, que a todas luces era injusto, pero eso ya es harina de otro costal, contaba Don Elías. Cuando la jauja minera se terminó a mitad del siglo diecinueve, los de Bobadillas ya no regresaron ni a despedirse y muy pronto se olvidaron de nuestra amistad. Solamente Don Ruperto Aragontía siguió viniendo todos los domingos para vender en la plaza las vasijas tan hermosas que fabrican por allá, porque eso sí tienen de bueno, son excelentes alfareros y le sacan muy buen provecho al banco de arcilla que hay cerca del pueblo.

   Sólo se acordaron de nosotros otra vez cuando Mister Andrux descubrió los nuevos yacimientos en la montaña allá por 1925. Apenas enterados, mandaron otra delegación para discutir los términos de un nuevo acuerdo porque como copropietarios del cerro, tenían en derecho una parte de los beneficios de la renaciente riqueza. Y para demostrar su propiedad se remitieron al convenio aquel tan polémico con el que se dividía la montaña en dos partes, una para cada pueblo. Esta vez la mesa de notables de El Leñoso no fue tan benévola y puso algunas condiciones que, aún a regañadientes, terminaron aceptando pues era mucho lo que ganaban. Total que se hizo el argüende de los trámites y formalidades para que todos quedaron contentos. Fueron sesiones muy ríspidas entre los representantes, pues bien mirado, ambos tenían algo de razón: por un lado ellos reclamaban un porcentaje de algo que Dios había puesto entre las dos comunidades y por el otro, nosotros argumentando que sólo se acordaban de su propiedad cuando tenía oro y cuando no, sencillamente se desentendían. Al final firmaron un tratado en el que todos estuvieron medianamente satisfechos. Y cuando ya todo parecía arreglado, a los chiriquikes se les ocurrió que el nuevo documento debería ser notariado por una autoridad competente de la Capital para seguridad y confianza de todos, decían. Exasperados con tanta faramalla, los ancianos de la mesa accedieron a cambio de que los enviados de Bobadillas abandonaran el pueblo ipso facto y que posteriormente les harían llegar los documentos ya oficializados.

   El relato de Don Elías atrajo a nuestra mesa al cantinero y a los dos gendarmes de la villa, Efraín Armenta y Jesús el ahorcado, que minutos antes habían entrado al baño del bar y que, al parecer, olvidaron su rondín habitual por escucharlo muy atentos. Hasta el señor Jiménez relajó un poco su gesto adusto y se desató su corbata de mariposa permanente. Nos dimos un tiempo para beber y continuamos escuchando: una semana después, cuando los papeles sellados estuvieron de vuelta, los integrantes de la mesa propusieron que Ricardo el descalzo fuera el encargado de llevarlos hasta Bodadillas, pues era quien mejor conocía los vericuetos de la montaña para cruzarla o bien llevar el encargo por el camino del Río Roto, que cuando rodea a la sierra de la virgen pasa cerca de aquel pueblo. Con el descalzo no batallaron pues era un muchacho siempre dispuesto a ayudar y al día siguiente, muy temprano, se puso en marcha cargando la valija de cuero bien cerrada en la que iban las famosas escrituras. En una parada que hizo para beber agua, una serpiente de cascabel mordió a Ricardo en su chamorro. Desprevenido como estaba ante el ataque, sólo atinó a sacar su cuchillo y lanzarlo al reptil, que quedo partido en dos cachos; por alguna razón que nadie comprende, los metió a la bolsa de cuero. Algunos dicen que lo hizo para guardarla como comida pero quién sabe. Cuando ya se repuso del susto y se exprimió todo lo que pudo de sandre y veneno de la herida, reanudó su paso pero apenas avanzó unos metros cuando cayó de bruces en la orilla del río, bien desmayado. Y la valija quedó en el agua, a la deriva hasta que la corriente se la fue llevando río abajo.

   Providencialmente, un recolector de leña que pasaba por el paraje divisó al muchacho inconsciente y como pudo lo subió a su camión para traerlo al pueblo a toda prisa, pues por los piquetes, se percato que lo había mordido una serpiente y que era urgente que le inyectaran un contraveneno pues su vida estaba en mucho peligro. Casi volando llegó al dispensario de El Leñoso para que lo trataran. Afortunadamente el descalzó salvó la vida esa vez. Y cuando volvió en sí, delirando, le dijo al médico que en la valija de cuero traía un mensaje muy importante para él, que por favor la abriera. En su desvarío pensó que estaba con el presidente de Bobadillas. Y así se pasó el resto de la tarde, entre alucinaciones y fiebres. Cuando reaccionó del todo, el muchacho se sintió muy avergonzado por lo sucedido y prometió que iría a buscar la petaca y ahora sí, entregarla a sus destinatarios. Los notables le contestaron que no era necesario, que era más importante que se recuperara del todo de la envenenada tan fuerte y que los papeles, notariados y todo, eran simples papeles reemplazables.

   Una semana después una comitiva de chiriquikes se apersonó en la oficia de Don Rutilo Espirigota, entonces alcalde de El Leñoso y padre de Don Salmón, quien los saludó con cordialidad y con un poco de rubor porque creyó que venían a preguntar por los papeles perdidos en el río. Les dijo que una copia del tratado ya estaba en la Capital con el fedatario, que no se preocuparan y enseguida les explicó el percance de Ricardo, en el que casi muere por una mordedura de serpiente, cuando llevaba los documentos a Bobadillas. El jefe de la delegación, muy circunspecto, le respondió que no era necesario, que el presidente Don Ataulfo Santaneira ya había tomada una decisión muy seria, y que él y sus acompañantes sólo vinieron a entregársela por escrito. Y con un gesto muy grave el enviado le entregó a Don Rutilo una carta que inmediatamente abrió y empezó a leer. Pálido como una veladora, el alcalde interrumpió la lectura y exclamó; ¿qué diablos significa esto, caballero? Por favor explíqueme porque yo ya no estoy entendiendo nada. El mandadero, impertérrito, le respondió que era una declaración de guerra, que la afrenta tan ominosa de la que había sido objeto la primera dama de Bobadillas, la señora Dulcimiel de Santaneira, no podía quedar impune. ¿De qué afrenta me está usted hablando? ¡Por el amor de Dios, amigo! preguntaba muy exaltado el alcalde, todavía con su rostro parafinado. Otro hombre de la comitiva, menos educado, intervino para preguntar a Don Rutilo que si enviar una víbora muerta en un saco de cuero a la primera dama le parecía poco ofensivo o acaso gracioso.

   E presidente intentó serenarse un poco. Cortésmente invitó a sus visitantes a sentarse y les ofreció una copa de cajazo de huamilón para que le explicaran todo el entuerto porque estaba muy confundido. Y el portador de la carta, también un poco más tranquilo, le explicó que el domingo pasado cuando los esposos Santaneira, como es su costumbre, paseaban a la orilla del Río de la Cerámica, la señora Dulcimiel vio la valija de cuero flotando por ahí, arrastrada por la corriente; como pudo la atrajo hasta ella y cúal sería su sorpresa que al abrirla encontró la serpiente partida en dos. Del susto, la dama sufrió un soponcio del que solamente pudo salir gracias a las sales que le dieron a oler sus ayudantes. Y nuestro presidente, continuó diciendo el enviado, aunque en menor grado también fue víctima de un telele. Todo este teatro de mal gusto, con tintes de brujería, nos pareció una señal inequívoca desde El Leñoso, con la que se rehusan a repartir las ganancias de las minas de la Virgen. Y continuaba el soliloquio del chiriquike: en la carta que usted no terminó de leer, señor presidente, nuestro líder Don Ataulfo les notifica que hemos decidido renunciar a cualquier beneficio, presente o futuro, derivado del oro maldito de la montaña, pero también hace la declaración del estado de guerra entre nuestros pueblos, vigente a partir del momento que usted la firme de recibida. Boquiabierto, Don Rutilo Espirigota, no daba pie con bola. Intentó como pudo sofocar las llamas de semejante disparate arguyendo que la mesa de notables estaba de acuerdo en repartir la riqueza con ellos y que si Doña Dulcimiel había encontrado una culebra muerta junto al acuerdo notariado, seguramente se trataba de un malentendido que podría ser arreglado decentemente, sin recurrir a las armas. Además, les dijo, nuestros pueblos, distanciados y todo, son pueblos pacíficos y no tenemos la menor idea de lo que es una guerra. Vamos, hombre, ni siquiera sabemos cargar una estúpida pistola. El líder de la comitiva, poniéndose de pie, manifestó que ellos únicamente eran los embajadores y que su obligación era volver a Bobadillas con la carta firmada y sellada.

   Muy a su pesar el cantinero interrumpió el cuento tan sabroso de Don Elías Rentería. Tenemos que irnos, caballeros, pues llegó la hora de cerrar la cantina, nos dijo. Y los policías, que se habían quedado a escuchar, secundaron su indicación. Todos salimos de La Dorada: los vigilantes retomaron su ronda, el señor Jiménez, que acusaba mucha fatiga, se despidió al salir y el chofer y yo caminamos hacia la oficina de correos, en la que estaba su camioncito. En el trayecto le sugerí que no sería mala idea reunirnos al día siguiente, otra vez en la taberna, para que nos explicara cómo había terminado ese asunto tan extravagante de la batalla con los chiriquikes. También le pregunté por el Rió de la Cerámica, mencionado en su relato y me aclaró que se trataba del mismo Río Roto, que rodea al macizo de la Virgen muy al sur, pero que los de Bobadillas rebautizaron pues nunca estaban de acuerdo con nosotros en nada, remató. Finalmente mi amigo se fue a su casa en el vehículo y yo me dirigí a mi dormitorio en la casona de gobierno. Huelga decir que ni por un instante de acordé de escribir nada.

continúa...

martes, 22 de marzo de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Veinteava parte.


   Sin mayor demora partimos caminando hacia el Río Roto en busca de su piedra. Nos enfilamos por el camino polvoriento que inicia al lado de la iglesia y cuando pasamos por el panteón, le pregunté que si podríamos entrar un momento para ver las tumbas de los personajes de El Leñoso. Recorrimos la calzada central rodeada de cipreses, hacia la parte posterior del templo donde, según Ana Refugio, están las lápidas de las personas más importantes, que dicho sea de paso, son iguales al resto: apenas una pequeña placa de mármol vertical en la que sólo caben los nombres y las fechas. Su único privilegio parece ser la sombra tan fresca que les da el edificio de la iglesia por las tardes. Ahí estaban, en esa singular democracia postmortem, los nombres de Francisco de Viedma, -el jesuita fundador de la villa-, Rutilo Espirigota, Zachary Andrews, Horacio Adán Avellanas, Ricardo Cuervos, Lilia Cuervos, Eliseo Cobero, y tantos otros que le dieron honor, y también vergüenzas, a este lugar sorprendente.

   En cualquier cementerio, pero más en éste, resulta apabullante la unanimidad de la muerte, reflexionaba la maestra. Ver las tumbas, así tan iguales, me confirma que al final de cuentas todos somos también muy iguales y que lo que hagamos en vida, acaso nos distinga un poco nada más. De nosotros depende la calidad de los recuerdos que dejemos. Vea usted, señor Ávila, la lápida de Horacio Adán, por ejemplo, en la que supuestamente están sus restos: la mayoría de los pobladores sabe quién fue y lo que hizo por todos ellos, y lo recuerdan por eso, nada más. La gratitud también se diluye y llegará el día que nadie, absolutamente nadie, lo evoque. Lo importante, como podrá ver, es el sentimiento aquel del capitán que lo hizo acometer las hazañas que acometió: seguramente no lo hizo para ser homenajeado cada año, o para que su nombre fuera inscrito con letras de oro en algún recinto importante. No, lo hizo porque tenía la convicción, tan íntima y personal, de hacerlo, en primera instancia para sí mismo, sin importar la forma en que su acto fuera recordado. Luego entonces, los recuerdos, buenos o malos, son irrelevantes. Mire aquella, me pidió Cuca señalando la tumba de Lilia Cuervos, hermana de Ricardo el Descalzo. Ella hizo nada heroico, al contrario, muchos la señalaron por tener un amorío con el señor Andrews, sin embargo ahí están sus despojos, muy cercanos a los más honorables. Esta visión un tanto radical de Ana Refugió me asustó un poquito, pero la vehemencia de sus argumentos me agradó más. Además de guapa, la señorita Hernández tiene su carácter.

   Seguimos por la brecha hacia el río, a la vera de los sembradíos de maíz que lucen su prometedora floración de julio; le pregunté por qué había decidido quedarse a vivir en El Leñoso, a pesar de estar tan alejado y sin mayores oportunidades para ella, que era una profesora muy competente. Me miró intensamente con sus ojos del color de la miel, tan expresivos, en los que se pueden mirar tantas cosas, mientras detenía momentáneamente su marcha y dijo: le puedo responder que no lo se a ciencia cierta; puede ser por su tranquilidad y por la vida tan simple que viven sus habitantes, que como usted habrá notado, no tienen mayores pretensiones que una vida de paz y trabajo. A lo mejor encontré aquí lo que estuve buscando de mí misma muchos años y que no puedo definir exactamente. Quién sabe. Su mirada vivaz parecía adquirir más brillo mientras me contaba todo esto; la profesora se veía feliz de vivir en esta tierra. Y en cuanto a mis oportunidades, siguió diciendo,  las encuentro diariamente en la escuela, tratando de contribuir en la formación de los niños, para que sean hombres y mujeres honorables. Hacer cuentas y saber leer no es suficiente, Don Aurelio, se necesita más, mucho más. En resumidas cuentas creo que el agua del Río Roto conjuro todos mis demonios, bromeó y reiniciamos el camino.

   En nuestro andar nos encontramos con algunos lugareños que venían del río o de las minas y todos nos saludaban amigablemente y no pocos se detuvieron a platicar de cualquier cosa con Cuca, sobre todo las mujeres, con las que se nota que tiene mucho ascendiente, pues no sólo la abordan sobre los asuntos escolares de sus hijos sino hasta de recetas de cocina, de vestidos y de las enfermedades hablan. La tratan muy bien, con mucha familiaridad, como se la conocieran de toda la vida. Yo por mi parte, en la primera oportunidad que tuve la interrogué respecto al tema ese tan espinoso, de la aventura de Mister Andrux con la gemela Lila Cuervos. Curiosidad y morbo, tengo que admitir, pero también un interés genuino pues el minero tuvo un nexo muy importante con Ricardo el descalzo, además de ser cuñados en alguna época. Primero, Ana me aclaró que el amorío entre ellos no había sido un amorío clandestino ni pecaminoso, sino que anduvieron de novios una temporada y su intención era casarse por las dos leyes. Incluso los padres de ella estaban muy contentos con lo de la boda, pues aunque no era una mujer adulta, temían que se quedara solterona, y también les agradaba la idea de tener un yerno tan importante, y además güero. Sin embargo los planes se desbarataron cuando Zachary empezó a tener algunas costumbres muy extrañas que asustaron mucho a la novia y todo este enredo enfermó mucho a Don Ricardo, hombre de mucho orgullo, que no soportó la deshonra y prefirió morir de un ataque al corazón. Abatida por su enlace tan feamente truncado y además con el pesar de la muerte de su señor padre, Lila se refugió en los quehaceres de la casa y en la iglesia. Su corazón tan blandito, corazón de niña, se le endureció tanto que nunca volvió a interesarse en ningún hombre. Sólo tenía alguna consideración hacia su madre, Antonia, quien al enviudar se dejó morir poco a poco, como se mueren los tristes: en vida. En otro tiempo alegre y llena de proyectos personales muy prometedores, la casa de la familia Cuervos de pronto se ensombreció con tanta tragedia. Sólo quedaron Lila y su mamá, que como fantasmas mustios vagaban por los cuartos haciendo cosas, y Toña, la otra gemela, quien al parecer no se enteraba del drama familiar, pues desde niña se había quedado como ida y se pasaba los días sonriendo y diciendo que sí a todo. Al principio, cuando la notaron rara, sus padres se alarmaron un poco creyendo que se trataba de alguna enfermedad desconocida, pero como no se quejaba de ningún dolor concluyeron que sólamente era felicidad lo que tenía, pues todo el tiempo andaba con su sonrisilla. Por eso ni la tomaban en cuenta; se conformaban con que fuera por los mandados a la tienda de abarrotes de la esquina. Lo único que mitigaba la pena de las mujeres eran las esporádicas visitas del descalzo, quien ya se había convertido en un afamado aventurero y que recalaba al nido de vez en cuando cargado de las pieles más exóticas y de sus historias fantásticas. Eran días de mucha alegría en la vivienda, en los que Lila y Antonia parecían volver a la vida, pero que desgraciadamente terminaban muy pronto, cuando Ricardo emprendía una nueva correría.

    Ni la maestra, embebida como estaba con su plática ni yo, tan absorto escuchándola, nos percatamos que ya habíamos llegado al río, hasta que el bullicio de los visitantes que todos los sábados por la tarde abarrotan las orillas buscando el frescor de la corriente rompió el encanto. Busquemos nuestras piedras, me propuso la maestra, y enseguida me prometió que en el camino de regreso terminaría de contarme lo de la gemela Cuervos. Para alejarnos un poco del gentío caminamos río arriba, más alla del puente de piedra; por ahí saludamos a Nacho Cobero y a los otros pescadores que rara vez se mueven de su sitio. Siempre me pareció algo raro que estuvieran todo el tiempo ahí, a la orilla del río, según ellos pescando. Con curiosidad, inquirí a mi compañera al respecto; me dijo que en realidad son los vigilantes del Sendero de la Gruta, y que aprovechan su tiempo en la pesca. Tienen la encomienda de no permitir la entrada a ningún desconocido; sólo dejan pasar a los lugareños que trabajan allá arriba, en las minas, o a visitantes que tengan permiso expreso de Don Salmón Espirigota, en cuyo caso siempre son acompañados por uno o dos de ellos, para evitar accidentes pues en algunas partes el caminito es muy peligroso y también para cuidar que los turistas no lo destruyan. Y apenas oscurece, el acceso queda totalmente prohibido, incluso para ellos. Usted sabe, por el maleficio nocturno que pesa sobre el Sendero,que hace revivir a las criaturas mas siniestras y horripilantes jamás imaginadas. Ella, la maestra Ana Hernández, al igual que los habitantes de El Leñoso daba por descontada la presencia de los esperpentos de la noche. Yo creo que ella misma notó mi recelo porque me explicó que también había dudado de todo este asunto, pero que ahora sí creía la versión popular. Además, me dijo sonriendo, no tengo ningún interés en comprobarlo personalmente.

   Dejamos por la paz el tema del Sendero y nos dedicamos a buscar la piedra de Cuca en la orilla del río, en cuyo lecho pude ver muchas ya pulidas, acumuladas luego de tantos años de ser lanzadas por los creyentes, en esa particular siembra de compromiso y esperanza. Es una ceremonia muy arraigada en la región a la que asisten también peregrinos de ranchos vecinos y hasta de Bodadillas, el pueblo rival que está del otro lado de la Sierra de la Virgen, explicaba la mentora: todos vienen con sus piedras pulidas para confiárselas a San Lorenzo Mártir, que como ya le habrán contado, es un excelente guardián de los bienes ajenos. Insistió en que yo también debería de buscar la mía, a menos que usted no tenga nada que cambiar ni nada que pedir, me dijo con un tono muy serio. Traté de zafarme con la excusa más infantil que pude diciendo que seguramente para la fiesta del santo yo ya no estaría en El Leñoso. Su mirada fulminante me hizo sentir muy tonto y sólo atiné a decir que tenía razón, que iba a buscar yo también mi pedrusco. Y no se si empeoré las cosas cuando añadí que ella podría ofrecerlo por mi al beato si me marchaba antes. Por fin sacamos del agua unos guijarros que nos gustaron, muy similares, del tamaño una mandarina, y nos dispusimos a regresar al poblado.

   Gracias por acompañarme, Aurelio, de verdad me gustó mucho que viniera conmigo y también me agradó que buscara su piedrita para pulir, pues créame, le dará muy buenos resultados, me dijo con un tono muy amable, casi cariñoso. Hágalo como un ensayo; vaya puliendo la roca poco a poco, sin prisa, imaginando que está tallando las cosas que menos le agradan de usted mismo. Parece un ritual muy bobo pero tiene grandes efectos, se lo digo yo, que gracias a esto me quedé aquí y vivo la vida que siempre pedí. La emoción y la certeza de sus palabras me conmovieron y decidí hacerle caso, mientras jugaba con la piedra con mis manos pude sentir sus asperezas y de inmediato las comparé las mías, tan solapadas. Caminamos unos momentos en silencio a paso lento, sin mirarnos, ocupados cada quien en sus cavilaciones y tratando de cubrir nuestros ojos del último resplandor, tan descortés, de un sol que se resistía a zambullirse detrás de los cerros de enfrente. Probé retomar el hilo de nuestra conversación y le recordé a Ana su promesa de concluir el relato de Lila. Por supuesto que no tuve que insistir mucho, pues en este pueblo a todos les encanta contar historias y la maestra claro que no es la excepción. Además su forma de hacerlo es tan deliciosa que provoca estar escuchándola horas y horas. Y ni tarde ni perezosa reanudó su relato:

   Pobre Lila, que nunca pudo superar su aflicción, pero intentaba disfrazarla con una frenética acuciosidad en las labores de la casa, tanta que se gastaba una escoba de sorgo cada semana, pues barría y barría el patio de atrás, tan grande, colmado de árboles frutales y flores que tapizaban la tierra de hojas y frutas secas con cualquier ventarrón. Su madre Antonia, sentada en una mecedora nomás la miraba trajinando todo el día y le suplicaba que descansara un poco, que la casa no necesitaba tanta limpieza. Pero Lila no escuchaba razones: ora barría, ora limpiaba los muebles con aceites, ora los cambiaba de lugar. Y no conforme con tanto trabajo se las arregló para alternarlo con rezos y vueltas a la iglesia; y rezaba los maitines, como los monjes, al iniciar el día, y luego laudes y después vísperas y completas. No se podía dar el lujo de que su dique emocional, tan débil y tan a flor de piel, se reventara porque seguramente iba a terminar loca. Ni siquiera escuchaba los consejos del consternado padre Mayelo, que se limitaba a verla sumida en sus interminables plegarias. Y encima de todo, encima de sus delirios de limpieza  y de oración, Lila aún se dio el tiempo de atender a su hermano Ricardo los nueve meses que sobrevivió, después de su trágica incursión nocturna en el Sendero de la Gruta en 1938. Unas pocas semanas después de la muerte del descalzo, víctima del cansancio y de su tristeza tan añejada, Lila cayó sin  vida en el atrio de San Lorenzo Mártir una tarde de mucha lluvia, cuando llegaba a la iglesia para la hora santa. Finalmente, con la esperanza de detener este rosario de calamidades, la hermana menor de Doña Antonia, Virtud, vino desde Guadalajara para llevársela junto con Toña, la gemela sonriente y nunca se volvió a saber de ellas.

continua...




domingo, 13 de marzo de 2016

La leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimonovena parte

      El escándalo mañanero de las cotorras de Doña Lucinda me despertó muy temprano y pese a que las últimas noches no había dormido lo suficiente, me sentí fresco y motivado, con muchas ganas de continuar con el encargo que me trajo a El Leñoso, que a veces, debo confesarlo, olvido completamente llevado por la corriente deliciosa de la vida en este lugar. Sin embargo mi tarea debe ser completada, pues en la oficina pretenden que la historia de Ricardo el descalzo, vea la luz en la siguiente edición del Catálogo General de la Leyendas Nacionales, la de 1965. Por lo pronto, trataré de aprovechar todo el fin de semana en el que Don Salmón estará fuera para avanzar, pues hay que entrevistar a muchas personas y visitar algunos lugares para seguir documentando el asunto. No digo que el Jerarca no me ayude pues, al contrario: ha sido un gran apoyo desde que llegué, pero en ocasiones siento que todas sus atenciones y su cordialidad, me detienen un poco.

   Salí de mi dormitorio para dirigirme al comedor y la muchachita del servicio, Celestita, andaba por ahí regando los malvones y los helechos; cuando me vio dejó su mojapiés en el piso y secándose la manos con su delantal amarillo de florecitas me invitó a almorzar. Mientras me acercaba el platón con avena,  me informó que el Presidente ya se había marchado a la Capital y que le había encargado avisarme que la maestra Cuca vendría a la casa de gobierno a comer y para ayudarme en lo que se ofreciera. La señora Lucinda nos pidió que preparáramos mole con arroz amarillo, pues le gusta mucho a la maestra y espero que a usted también le agrade, me dijo Celestita. Ah, y dijo el patrón que si la ocupaba, las llaves de la camioneta están en su oficina privada. Enseguida me trajo café de olla y se marchó, con sus pasitos cortos y veloces, a seguir regando. Todavía me quedé un buen rato solo, sentado en el enorme comedor rústico, tomando mi café y tratando de elaborar el plan de trabajo para este día. Resolví que lo mejor sería quedarme para avanzar con mis reportes y más tarde buscar al señor Jiménez, el secretario, pues también necesitaba reportarme con mis jefes, y él podría prestarme el teléfono de la Presidencia, que hasta donde se, es el único del lugar.

   Es mucha la información sobre el descalzo la que he acumulado estos días y es preciso empezar a elaborar un bosquejo de la historia que, al parecer, no será tan sencillo ni tan lineal como una biografía, pues en la vida de Ricardo se entretejen sucesos alternos muy interesantes que necesariamente debo contemplar. La guerra de las mojoneras, por ejemplo, es un hecho que debe ser incluído pues, según Don Salmón, el descalzo fue quien la propició por algo que hizo o que dijo. Y por otro lado está el famoso Mister Andrux, de la misma época de Ricardo, que fue el géologo precursor del segundo esplendor minero de El Leñoso y por lo que he notado, le guardan mucha admiración y respeto por aquí, tanto que lo tienen por héroe local a juzgar por el espacio que le dedicaron en el Museo Testimonial del Honor. Según lo que he recogido hasta el momento, Ricardo nació en 1904, un par de meses después que sus padres arribaran a El Leñoso, y murió en 1942 a la edad de 38 años. Y el señor Andrews al parecer murió tres años después, a los 71. De las fechas no estoy muy seguro pues en las charlas que he tenido con Espirigota y con el padre Mayelo, así como con Don Ramiro, he escuchado datos un poco discordantes, lo que resulta comprensible puesto que cada uno tiene su versión particular de los hechos. Habrá que revisarlas cuidadosamente y creo que la maestra Cuca es la persona idónea para ayudarme con eso, pues supongo que debe tener mayor rigor histórico que mis amigos, y mejor memoria. Y además me gustaría mucho saber su opinión acerca del supuesto encantamiento nocturno del Sendero de la Gruta.

   El secretario del Jerarca es un tipo muy solemne y creo que es el único en el pueblo que usa traje y corbatín de mariposa. Cuando me abrió la puerta de su oficina y lo vi, de inmediato pensé en un gerente de banco de lo impecable que viste y por sus gestos tan formales. Adelante señor Ávila, es un placer conocerlo; tome asiento, por favor, me invitó con voz afectada. Le agradecí la silla, también con mucha formalidad, y sin sentarme le comenté que sólo necesitaba un teléfono. Me ofreció el aparato que estaba en su escritorio al tiempo que me decía que era una extensión de la línea del Presidente, que podía hacer todas las llamadas que necesitara y enseguida me dejó solo. Fui muy breve en mi comunicación, para no abusar, y al terminar eché una ojeada rápida a la oficina, que como su titular, rezuma pulcritud. Me imagino a Élfego Jiménez fuera de lugar, como que no encaja en este sitio, en donde todos son un poco despreocupados. Don Salmón ya me había platicado sobre su secretario, al que le guarda mucho aprecio, pues según él es una excelente persona y mejor funcionario. Dice que llegó a El Leñoso en una gira del gobernador de la Vega, cuando era candidato, y por una diarrea tan tremenda que le dio, se tuvo que quedar unos días, para componerse. Cuando ya se sintió mejor y se disponía a alcanzar a la comitiva, inesperadamente pidió trabajo como secretario e inmediatamente fue aceptado por Espirigota, a quien no le gusta mucho lidiar con los asuntos administrativos de la Presidencia. Desde entonces lleva los asuntos del pueblo con mucha diligencia; es un burócrata obsesionado con el orden y con el reloj y por momentos, me contaba Don Salmón, me da la impresión que quiere cargar a todo el pueblo en su lomo. Y tal parece que disfruta mucho su trabajo: los trámites, las reuniones, atender al público, negociar con los políticos de la capital, Y de pilón, me confió el Jerarca, Jiménez tiene metida en la cabeza la idea de traer al mismísimo presidente de la Unión, para una visita de trabajo, aquí, donde rara vez se para un gobernador.

   Le agradecí al secretario por la llamada y me dispuse a regresar a la casona pues se acercaba la hora de comer con la maestra y, aunque había planeado muchos temas de conversación con ella, no sabía cómo empezar. Lo más prudente sería hablar de las leyendas y después preguntarle alguna cosa sobre su trabajo en la escuela, o al revés. Me sorprendió mi propia confusión al respecto pero no me importaba mucho; la perspectiva feliz de conocerla personalmente era suficiente, y explicaba mi actitud tan positiva y laboriosa desde anoche, cuando el Jerarca me avisó que Ana Refugio vendría para ayudarme. Finalmente me senté en una de las bancas platicadoras del patio para esperar, según yo leyendo, pero no leía nada, pues estaba muy nervioso y muy manos y mis sienes sudaban profusamente, hasta que Celeste me anunció que la señorita Cuca estaba preguntando por mí; de un salto me puse de pie y casi corrí al comedor. Ahí estaba mi admirada maestra, parada junto a la mesa curioseando el enorme bodegón colgado de la pared. Me sorprendió un poco verla vestida con un pantalón de mezclilla, pues siempre la imaginé con su trajecito tan discreto y elegante. Llevaba su cabello recogido con una pañoleta azul que dejaba ver su frente y sus cejas muy pobladas. Era más bonita de lo que yo recordaba, cuando la vi dando la clase hace algunos días. ¿Qué diantres hace esta mujer tan hermosa en este lugar tan apartado, casi perdido en la Sierra de la Virgen?

   Providencialmente toda mi torpeza social desapareció como por encanto y pude entablar con Ana Refugió una charla muy animada mientras comíamos el mole y el arroz amarillo, al azafrán, tan exquisitos que prepararon en su honor. Me contó con lujo de detalles cómo había llegado a El Leñoso para sustituir al difunto profe Manuel, hace cuatro años, y me confesó que desde siempre, desde que era niña cuando vivía con sus padres en la frontera, quiso ser maestra pero que nunca se imaginó que iba a llegar a un pueblo como éste y encargarse de todos los chamacos escolapios, desde los que están en la primaria, hasta los de preparatoria. Por momentos me siento agobiada con tanto trabajo, pero puede más mi vocación por enseñar, se quejaba un poco. Ya va siendo tiempo que Don Salmón me busque apoyo, me dijo con una risita cómplice. Cuando terminamos de comer nos quedamos en el comedor charlando un rato más, acerca de todo y de nada. Me dijo que ella estaba en la mejor disposición de ayudarme en mi tarea y me dejó ver que conocía muy bien la historia del señor Andrews, Mister Andrux, pues era responsable de la biblioteca que el gringo había donado al pueblo y que además tenía acceso a toda su correspondencia. También me dijo que, en efecto, la de Mister Andrux era historia muy relacionada a la de Ricardo el descalzo, y que con mucho gusto me aclararía cualquier duda que tuviera al respecto. Y tratando de alargar nuestro encuentro, tan afortunado para mí, le confesé que nada me gustaría más que empezar a escuchar las anécdotas del géologo. De muy buena gana accedió pero, para fortuna extra mía, puso una pequeña condición: quiero que me acompañe al río para buscar mi piedra, porque ya falta poco para la procesión de San Lorenzo Mártir y necesito una para pulirla. Y de paso me recomendó que procurara la mía por si pensaba permanecer en El Leñoso hasta el diez de agosto, cuando festejan al santo. A todo le respondí que sí, por supuesto.

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martes, 8 de marzo de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimoctava parte.

   Cuando salimos de la casa de Don Ramiro faltaba poco para la media noche y la calle de los Adobes y la alameda lucían desiertas y silenciosas; sólo se llegaban a escuchar los aullidos lejanos de los coyotes que eran respondidos por los perros locales con desgano. En el camino a la casa de gobierno Don Salmón se decía sorprendido por la vitalidad del anciano venerable, quien a pesar de su enfermedad, mostraba una pasión envidiable a la hora de hacer sus narraciones tan entretenidas. Nunca se cansa de contar historias; creo que eso lo mantiene ocupado, y vivo, reflexionaba el Jerarca. Y de pilón se da el lujo de pertenecer a la mesa de notables, que como usted sabe, mi querido Don Aurelio, decide los asuntos más importantes de El Leñoso, y los urgentes me los dejan a mí. Y que conste que no me estoy quejando, se desmarcó entre risitas.

   Al cruzar la plaza principal Espirigota señaló a dos hombres sentados en una las bancas. Son los policías nocturnos, los encargados de velar por la tranquilidad del pueblo y son hombres de mucha confianza; ellos y los que vigilan durante el día son los únicos que pueden andar armados aquí, me informó. Y deje le comento algo curioso: ninguno de ellos se ha visto en la necesidad de soltar ningún balazo en los últimos años, ni siquiera para ahuyentar a nadie, alardeó. Nos acercamos hasta los gendarmes y les preguntó:  ¿alguna novedad, muchachos? Todo en calma Don Salmón, aquí tomando el fresco antes del rondín de las doce, le respondió uno de ellos al tiempo que se paraban para saludar. Muy bien, cualquier cosa ya saben dónde estoy, les dijo y enseguida me presentó con ellos. Efraín Armenta y Jesús Torrejas, mucho gusto y para servir a usted, corearon educadamente,

   Los dejamos en su chacoteo y avanzamos de nuevo rumbo a la casona, mientras Espirigota me comentaba que uno de ellos, Jesús, alias el ahorcado, era un buen elemento, muy formal y responsable, de buena familia pero que había tenido una juventud muy tormentosa a causa de la bebida. Fue como todos los mocosos de por aquí, recordaba Don Salmón, vago y rebelde, pero buen hijo. Desde chico quería ser militar o policía, y sus padres, Alejandro y Soledad, se ponían muy serios cada vez que les platicaba sus planes. Y resulta que de joven agarró la tomadera y empezaron los problemas en su casa y en la escuela. Se ponía tan violento cuando andaba borracho que todos le sacaban la vuelta y sus amigos lo empezaron a dejar solo. Sólo sus papas le dispensaban alguna consideración, porque era su hijo, pero también ya los tenía hartos. Cada vez que llegaba borracho a su casa amenazaba a todos con que se iba a ahorcar y en el patio hacía una lazada en las vigas del tejaban. Y Soledad, muy asustada, le rogaba que no lo hiciera, que lo querían mucho y que les daba mucha tristeza verlo así, todo loco, que parecía que con el licor se le metía el diablo también.

   Muchas veces armó la escandalera con sus amagos de colgarse, pero nunca cumplía pues el circo era para que le perdonaran las juergas. Hasta que una noche que llegó bien zumbado, Don Alejandro ya lo estaba esperando con el mecate amarrado de la viga y le dijo que él mismo lo ayudaría a colgarse. Ándele Jesús, súbase al banco para colgarlo, porque ya nos tiene muy jodidos con sus borracheras y con sus amenazas, le gritaba mientras trataba de ponerle la soga en el pescuezo. Muy afligida, Soledad le suplicaba a su marido que se tranquilizara, que no era necesario decirle tantas majaderías, que el muchacho solito se iba a colgar. Y a Jesús Torrejas se le pasó la papalina como por arte de magia, pero no se salvó de una cueriza mayúscula que le propinó su padre con el mismo lazo con el que lo quería colgar. Al cabo de un rato, entre sollozo y sollozo, Chuy el ahorcado se comprometió a que en la mañana, muy temprano iría a platicar con el padre Mayelo para que lo confesara y le echara agua bendita. Sólo queremos que sea un hombre de provecho, mijo, le expresaba el compungido padre. ¿Qué le parece, señor Ávila? me preguntaba Don Salmón Espirigota. No sabemos si fue la cintareada o el agua bendita, pero el ahorcado jamás volvió a emborracharse y al final pudo ser policía, como deseaba cuando era chico. Nomás el apodo no se lo pudo quitar nunca.

   Cuando entramos a la casa de gobierno, mi anfitrión me invitó una última copita de cajazo de huamilón, para dormir a gusto, arguyó, y nos fuimos a su oficina privada, en la que había visto los cuadros taurinos colgados de la pared. Entiendo que esté cansado y con sueño, me explicó, pero me gustaría comentarle algunas cosas antes de que se vaya a descansar. Entramos al cuarto, me ofreció asiento y enseguida sirvió las bebidas. Mañana sábado me voy a la Capital, me informó, porque tengo algunos asuntos que atender allá, y regreso hasta el lunes por la tarde. Son cosas que solamente yo puedo hacer y me da pena dejarlo solo, pues es mi invitado, pero ya dispuse todo para que lo atiendan como debe ser, se excusaba el alcalde. Y enseguida me platicó su itinerario en la ciudad: tenía previsto visitar a su hijo Lalo, que trabajaba en un despacho de abogados y también acudiría con su médico para un chequeo de rutina y para comentarle acerca de ciertas molestias  que empezaba a sentir en el trasero. Para el domingo, su plan era asistir a una corrida de toros muy buena que estaban anunciando en la plaza. Como usted verá, me reveló tímidamente señalando los carteles del muro, me fascina la fiesta brava; es mi pasión casi secreta porque aquí, en nuestro pueblito, los taurinos no son muy queridos, que digamos, y cada que tengo oportunidad asisto a alguna corrida en la Capital. Ni yo mismo entiendo como agarré esa calentura: quizás fue porque mi padre, Don Rutilo, me llevaba a los cosos cuando era un niño. No se si la parafernalia, o los pasos dobles, o la sangre, o el animal enardecido, o los oles, pero algo tiene la fiesta que me encanta, de la que por cierto, mi querido señor Ávila, no soy ningún perito, soy más bien un villamelón pueblerino sin cultura taurina.

   El lunes, primero Dios, tengo una reunión con la gente del gobernador de la Vega, quien al parecer desea venir a visitarnos en un par de semanas y debo confirmarlo para organizar un poco la cuestión, decía el Jerarca y como que le noté algo de enfado en su tono. Luego me confesó que lidiar con los tipos de gobierno, con sus ideas tan curiosas, lo ponía un poco mal. Sin embargo, continuó, es parte de mi trabajo como alcalde de E Leñoso y tengo que hacerlo por el bien de todos. Me explicó que el señor gobernador tiene la costumbre de visitar todos los pueblos de la región al menos una vez cada año y lo hace para supervisar obras, y claro, para darse sus buenos baños de pueblo. En el caso nuestro, tratamos de que su estancia sea agradable: hacemos una gran comilona en los jardines de la plaza y después lo invitamos a recorrer alguna obra nueva o al museo; el año pasado, por ejemplo, aceptó recorrer el Sendero de la Gruta y quedó maravillado, se ufanaba el cacique. Si embargo, todos en El Leñoso percibimos ese trato condescendiente por parte de él y sus empleados, como que nomás nos siguen la corriente porque piensan que estamos medio chiflados, usted sabe Aurelio, por la cosa esa de las leyendas.

   Repatingado cómodamente en su silla de cuero, con los brazos cruzados en la nuca, Don Salmón miraba fijamente sus carteles de toros sin decir nada y yo supuse que la reunión había terminado, así que me levanté y para despedirme le agradecí todas sus atenciones del día. También le dije que yo estaba muy contento de estar en El Leñoso. Mi hospedador soló asentía con la cabeza y de pronto esbozó esa sonrisa pícara que ya le conocía. Y más contento se va poner cuando sepa a quién le pedí que lo acompañe durante el fin de semana, me dijo muy divertido. Por supuesto que pensé en Ana Refugio, la maestra, pero no dije nada y le puse cara de interrogación. Exactamente, Don Aurelio, será la maestra Cuca quien lo ayude en todo lo que se ofrezca; ya le pedí el favor y ella accedió de muy buen modo, pues también le gusta mucho esto de las viejas historias de El Leñoso. De veras que Salmón Espirigota está en todas; es un viejo colmilludo que me simpatiza mucho.

   Finalmente y después de un día redondo, me dirigí a mi habitación con el firme propósito de acostarme de inmediato e intentar dormir de corridito lo que quedaba de noche, sin darle oportunidad a mi mente de embarcarse en sus acostumbradas excursiones nocturnas. Cerré los ojos y sinceramente traté de conciliar el sueño, pues además me sentía algo cansado del trajín de los últimos días y de las desveladas. Memorice el entramado de madera del cielo raso del cuarto -doce vigas a lo largo, treinta tablas transversales, 7 con nudos muy oscuros- como un sistema muy extraño para lograrlo y claro que no lo conseguí, porque entre más tablas contaba más pensaba en Cuca, la maestra, y también pensaba en el descalzo, cuya historia, poco a poco, iba conociendo. Así, entre que dormía y no dormía, hasta las palabras del padre Mayelo empezaron a pasear frente a mis ojos cerrados: si se descuida un poco, mi estimado, puede ser que usted sea el próximo en quedarse. No era la primera vez que la frase del cura me brincaba repentinamente en el cerebro, pues en otras ocasiones ya me había pillado pensando que no era una mala idea quedarme a vivir a El Leñoso.

 
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sábado, 5 de marzo de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimaséptima parte.

"Definitivamente Ricardo ya no era el mismo: los amargos momentos de soledad, la hostilidad del bosque, los terrores nocturnos sin tregua, el hambre y la sed, fueron los disciplinarios más eficaces para su maduración, primero como hombre y luego como avezado cazador. El muchacho melindroso que llegó a la Sierra Gruesa hacía apenas unos días, era ya un tipo recio y decidido. Y ahora, tirado al lado de la hoguera, saboreaba por adelantado el momento de ver caer al gamo en un charco de sangre, con una flecha atravesada en el pescuezo. No pensaba en otra cosa, ni siquiera en comer; sólo quería tensar al máximo la cuerda de su arco y disparar. Como una termita odiosa, este pensamiento se le fue metiendo en la piel, en los huesos, en el cráneo y fue tan grande su obsesión que ni siquiera reparaba en el paso de los días.

"Mientras tanto, en El Leñoso su familia era presa de la angustia por no tener noticia alguna del descalzo. Su madre Antonia, mujer creyente, por momento desesperaba y hacía reclamos muy agrios a San Miguel Arcángel, a quien había confiado la custodia de su hijo, pero luego, avergonzada, le pedía disculpas por sus exabruptos. El marido, también abatido por la ausencia, trataba de consolarla diciendo que Ricardo era muy valiente y que debería estar bien y que ya no dilataba mucho en llegar. Además, acuérdate que las desgracias se anuncian casi solas, le decía. Y se ponían a rezar el rosario cada tarde, acompañados de las gemelitas que también extrañaban mucho al hermano. Hasta el padre Herreros, que fue sacerdote de San Lorenzo Mártir hasta 1940, cuando murió, ofició una misa en honor del descalzo, para que regresara con bien y acabara el sufrimiento de la pobre Antonia, que se estaba volviendo loca con tanta pena y con tanta desvelada. Fueron días muy aciagos en la casa de los Cuervos, y la preocupación de los vecinos, en vez de consolarlos, sólo los ponía más tristes, pues a todas horas les preguntaban por el muchacho, que era un muchacho tan granjeador y educado, les decían. Y Antonia lloraba mucho y sólo se consolaba pensando en las colchas que iba a coser con la pieles de venado que su hijo querido le traería a su regreso.

"En la Sierra Gruesa, por su parte, Ricardo el descalzo claro que recordaba con mucho amor a sus familiares pero su afán de capturar un ciervo, que rayaba en la demencia, no le permitía mayores distracciones de la memoria familiar. Instalado en la casucha improvisada con ramas de pino para disimular su presencia, esperaba pacientemente ver de nuevo a los venados. Tenía muy a la mano el arco que ya dominaba a la perfección, a fuerza de practicar tiros y tiros todas las noches. y estaba embarradado de lodo hasta los cachetes para que no lo notaran con su olfato tan fino; trataba de permanecer inmóvil en su sitio pues en cualquier momento podían dejarse ver. Y su estratagema daba resultados, porque muy cerca de él llegaron a pasar algunos jabalís en busca del arroyo y no lo sintieron, como si el muchacho fuera invisible. Pero los venados no aparecieron sino hasta el octavo día.

"En el claro cercano a la orilla, a escasos metros del escondrijo del cazador descalzo, apareció un par de ejemplares, preciosos, con sus cornamentas echadas un poco hacia adelante y se quedaron algunos minutos ramoneando por ahí, sin alejarse. Entre que mordisqueaban la maleza y se acercaban al agua, se repegaban entre sí y se daban topes suavecitos. Parecían que estaban muy distraidos en sus juegos y en su comida, pero ante cualquier ruido, por mínimo que fuera, se erguían y paraban las orejas; sus ojos saltones se movían ràpidamente sin parpadear, y luego volvían a la rumiada. Con la respiración contenida y sus manos sudorosas, el descalzo blandía el arco esperando el momento justo, cuando uno de ellos estuviera inclinado en la orilla bebiendo agua. Sentía su piel erizada por los nervios y la boca se le empezó a secar tanto que le llegó la comezón a la garganta, esa comezón que sólo se quita tosiendo o tomando agua. Y sólo de reojo miraba su cantimplora en el suelo, sin poder agarrarla y darle ese trago aliviador porque cualquier movimiento echaría por tierra días enteros de espera. Pero la picazón era un tormento y pegado como estaba a la peña, empezó a girar su cabeza muy lentamente hacia ésta, para lamer el musgo fresco que la cubría con la esperanza de refrescarse un poco. Por fin se le pasó la necesidad de toser y estuvo nuevamente concentrado en los movimientos de sus presas. Tensó la tripa de gato montés de su arco al máximo y justo cuando el gamo lengüeteaba la superficie, soltó la flecha. El zumbido del dardo no fue suficiente para alertar al animal, que dio un brinco sobre el agua e intento huir asustadísimo, sin saber qué estaba pasando, pero lo que estaba pasando era que traía una flecha ensartada en el mero gaznate y que estaba a punto de desplomarse bien muerto. Y el otro venado, como alma que lleva el diablo se internó en el bosque en un parpadeo.

"Jubiloso, dando estentóreos gritos infantiles, Ricardo el descalzó aventó su arco, aventó su cantimplora, aventó las ramas de pino y se lanzó brincando hasta donde había caído el animal moribundo. Lo miraba y lo miraba y como que no se atrevía a tocarlo por algún temor indefinido. Mejor esperó a que dejara de temblar y entonces sí acarició la piel rugosa del ciervo, desde el testuz hasta el lomo. Como que sólo se estaba asegurando que era real, más real que los venados de sus sueños, tan ariscos y difíciles. Luego, con mucha delicadeza, casi con cariño, jaló la flecha del cuello de la bestia y la sangré empezó a manar, roja y abundante y al cabo de unos segundos se detuvo. Sus ojos tan brillantes y muy inquietos, ojos vigilantes, se le fueron nublando lentamente.

"Un buen rato estuvo contemplando su trofeo, pero debería darse prisa pues su plan era llevar al animal muerto hasta El Leñoso y que sus amigos del rastro lo ayudaran con la cuestión de la cabeza, que la quería disecada perfectamente, como si estuviera vivo, para colocarla en su sala y que Antonia, su madre, la mostrara a las visitas. De inmediato buscó dos ramas largas para hacer una camilla con su chamarra de borreguita y poder arrastrar más fácil al cadáver. Como pudo cruzó el río, levantó su campamento, enrolló su piel de gato montés y se puso en marcha rumbo al pueblo. A pesar de que era pieza grande y pesada, Ricardo lo arrastraba con mucha rapidez por el camino pedregoso. Iba feliz, silvando y pensando en su discurso que les daría a sus padres al llegar a casa. Incluso, cuando se acercó al peñón con forma de camello, donde estaba el cementerio liebro, no sintió medio alguno: lo cruzó con mucha determinación y ahora sí se atrevió a mirar las piras colgadas de los pinos, donde quemaban los cuerpos de los indios difuntos. Qué diferencia había entre el chamaco asustadizo que cruzó por el panteón hacía nueve días, silvando y mirando las piedras para fingir que no sentía temor, y el hombre que ahora avanzaba entre los difuntos, silvando de contento y con la mirada alta.

"Cuando llegó al sitio donde había pasado su primera noche de terror, y donde conoció a Don Saúl Araujo, decidió desviarse hasta su rancho con la idea de que el viejo lo llevara hasta el pueblo en su camión, para llegar más pronto. Así lo hizo y Don Saúl lo recibió con mucho gusto y con mucha admiración. Mira nada más, muchacho, de veras que eres terco, le dijo mientras le servía una vaso de agua. La mera verdad, cuando te conocí, casi apostaba a que regresarías el mismo día temblando de miedo luego de ver el cementerio de los indios, o cuando el primer gato te mostrara sus garras; retiro lo dicho y lo pensado, remató el ranchero. Ricardó aprovechó la hospitalidad para asearse y ponerse la ropa limpia que le prestaron. Y entre los dos subieron al camioncito al venado y el descalzo sugirió que por favor la cabeza quedara de fuera, para que se viera. Muy platicadores partieron hacia El Leñoso; más bien el que platicada era el descalzo, que presumía todas sus aventuras por el bosque, y así como exageraba los peligros cuando escribía su diario, así se los exageraba a Don Saúl y Don Saúl que era un señor con mucho colmillo, nomás se reía y como que le daba por su lado.

"Después de muchas horas de camino por fin se acercaron al pueblo y los primeros que los divisaron fueron Eliseo y los otros pescadores, que rara vez se movían de su lugar del Río Roto. Y se pusieron muy contentos de ver a Ricardo vivo, pues muy en el fondo todos lo daban por muerto, pero nadie lo decía por consideración a Antonia, su señora madre. En cuanto la camioneta se detuvo cerca del puente de piedra, Eliseo se acercó para saludar a Ricardo y ver de cerca al venado, para asegurarse, pues nunca estuvo convencido de que el muchacho pudiera matar uno, y sin rifle, menos. Se quedó muy admirado pues el ejemplar era grande, con su cornamenta muy bonita y sintió mucho orgullo por el cazador, y más cuando vio que la navaja de pescador que él le había regalado la traía fajada en el cinturón. Este Eliseo Cobero quería bien al descalzo y a su familia, pues además eran vecinos; lástima que ya no pudo ver sus grandes hazañas, pues un rayo lo mató cuando regresaba al pueblo en medio de una tempestad, allá por 1918, año de muchas lluvias. Su hijo Nacho Cobero también es pescador, al igual que los hijos de sus compañeros y también, como ellos, pasan los días en el río, pescando.

"La noticia del regreso del descalzo se corrió como reguero de polvora y cuando la camioneta de Don Saúl se aproximaba al pueblo, muchas personas ya la esperaban en las orillas polvorientas del camino. Le gritaban cosas lindas y le aplaudían a Ricardito, que apenas le cabía en la cara tanta vanidad. Los chamaquitos empezaron a correr detrás tratando de tocar las cuernos de venado tumbado en la caja con la cabeza de fuera, colgando. Cuando pasaron por el panteón el gentío era cada vez mayor, como cuando el viejo esquilón del templo llamaba a fiesta. Hubo mucho alborozo en la plaza, pues todos querían darle la bienvenida, incluso el Jerarca de aquel entonces, Don Rutilo Espirigota, padre de Don Salmón, aquí presente, que salió de la casa de gobierno para ver pasar al desfile de chavalos ruidosos encabezado por Ricardo y su venado muerto. Y cuando por fin arribaron a las calle de los Adobes, donde vivían los Cuervos, la muchedumbre era tal que la camioneta de Don Saúl apenas podía avanzar. Todos lo extrañaban, pues Ricardo siempre fue un joven bien portado y servicial, pero ahora lo querían ver en persona para cerciorarse de que estaba vivo, pues todos suponían que las fieras de la Sierra Grueso ya se lo habían comido. Cuando su madre Antonia lo vio llegar con la piel del gato montes sobre un hombro, se dejó caer de rodillas en la banqueta y entre sollozos le daba las gracias a San Miguel Arcángel, que le había traído de vuelta a su muchacho sano y salvo. Total que aquella tarde hubo fiesta en su casa y los Cuervos invitaron a los vecinos, quienes, embobados, escuchaban las extraordinarias andanzas del descalzo en la temida Sierra Gruesa, en voz de su protagonista para mayor realce.