martes, 22 de marzo de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Veinteava parte.


   Sin mayor demora partimos caminando hacia el Río Roto en busca de su piedra. Nos enfilamos por el camino polvoriento que inicia al lado de la iglesia y cuando pasamos por el panteón, le pregunté que si podríamos entrar un momento para ver las tumbas de los personajes de El Leñoso. Recorrimos la calzada central rodeada de cipreses, hacia la parte posterior del templo donde, según Ana Refugio, están las lápidas de las personas más importantes, que dicho sea de paso, son iguales al resto: apenas una pequeña placa de mármol vertical en la que sólo caben los nombres y las fechas. Su único privilegio parece ser la sombra tan fresca que les da el edificio de la iglesia por las tardes. Ahí estaban, en esa singular democracia postmortem, los nombres de Francisco de Viedma, -el jesuita fundador de la villa-, Rutilo Espirigota, Zachary Andrews, Horacio Adán Avellanas, Ricardo Cuervos, Lilia Cuervos, Eliseo Cobero, y tantos otros que le dieron honor, y también vergüenzas, a este lugar sorprendente.

   En cualquier cementerio, pero más en éste, resulta apabullante la unanimidad de la muerte, reflexionaba la maestra. Ver las tumbas, así tan iguales, me confirma que al final de cuentas todos somos también muy iguales y que lo que hagamos en vida, acaso nos distinga un poco nada más. De nosotros depende la calidad de los recuerdos que dejemos. Vea usted, señor Ávila, la lápida de Horacio Adán, por ejemplo, en la que supuestamente están sus restos: la mayoría de los pobladores sabe quién fue y lo que hizo por todos ellos, y lo recuerdan por eso, nada más. La gratitud también se diluye y llegará el día que nadie, absolutamente nadie, lo evoque. Lo importante, como podrá ver, es el sentimiento aquel del capitán que lo hizo acometer las hazañas que acometió: seguramente no lo hizo para ser homenajeado cada año, o para que su nombre fuera inscrito con letras de oro en algún recinto importante. No, lo hizo porque tenía la convicción, tan íntima y personal, de hacerlo, en primera instancia para sí mismo, sin importar la forma en que su acto fuera recordado. Luego entonces, los recuerdos, buenos o malos, son irrelevantes. Mire aquella, me pidió Cuca señalando la tumba de Lilia Cuervos, hermana de Ricardo el Descalzo. Ella hizo nada heroico, al contrario, muchos la señalaron por tener un amorío con el señor Andrews, sin embargo ahí están sus despojos, muy cercanos a los más honorables. Esta visión un tanto radical de Ana Refugió me asustó un poquito, pero la vehemencia de sus argumentos me agradó más. Además de guapa, la señorita Hernández tiene su carácter.

   Seguimos por la brecha hacia el río, a la vera de los sembradíos de maíz que lucen su prometedora floración de julio; le pregunté por qué había decidido quedarse a vivir en El Leñoso, a pesar de estar tan alejado y sin mayores oportunidades para ella, que era una profesora muy competente. Me miró intensamente con sus ojos del color de la miel, tan expresivos, en los que se pueden mirar tantas cosas, mientras detenía momentáneamente su marcha y dijo: le puedo responder que no lo se a ciencia cierta; puede ser por su tranquilidad y por la vida tan simple que viven sus habitantes, que como usted habrá notado, no tienen mayores pretensiones que una vida de paz y trabajo. A lo mejor encontré aquí lo que estuve buscando de mí misma muchos años y que no puedo definir exactamente. Quién sabe. Su mirada vivaz parecía adquirir más brillo mientras me contaba todo esto; la profesora se veía feliz de vivir en esta tierra. Y en cuanto a mis oportunidades, siguió diciendo,  las encuentro diariamente en la escuela, tratando de contribuir en la formación de los niños, para que sean hombres y mujeres honorables. Hacer cuentas y saber leer no es suficiente, Don Aurelio, se necesita más, mucho más. En resumidas cuentas creo que el agua del Río Roto conjuro todos mis demonios, bromeó y reiniciamos el camino.

   En nuestro andar nos encontramos con algunos lugareños que venían del río o de las minas y todos nos saludaban amigablemente y no pocos se detuvieron a platicar de cualquier cosa con Cuca, sobre todo las mujeres, con las que se nota que tiene mucho ascendiente, pues no sólo la abordan sobre los asuntos escolares de sus hijos sino hasta de recetas de cocina, de vestidos y de las enfermedades hablan. La tratan muy bien, con mucha familiaridad, como se la conocieran de toda la vida. Yo por mi parte, en la primera oportunidad que tuve la interrogué respecto al tema ese tan espinoso, de la aventura de Mister Andrux con la gemela Lila Cuervos. Curiosidad y morbo, tengo que admitir, pero también un interés genuino pues el minero tuvo un nexo muy importante con Ricardo el descalzo, además de ser cuñados en alguna época. Primero, Ana me aclaró que el amorío entre ellos no había sido un amorío clandestino ni pecaminoso, sino que anduvieron de novios una temporada y su intención era casarse por las dos leyes. Incluso los padres de ella estaban muy contentos con lo de la boda, pues aunque no era una mujer adulta, temían que se quedara solterona, y también les agradaba la idea de tener un yerno tan importante, y además güero. Sin embargo los planes se desbarataron cuando Zachary empezó a tener algunas costumbres muy extrañas que asustaron mucho a la novia y todo este enredo enfermó mucho a Don Ricardo, hombre de mucho orgullo, que no soportó la deshonra y prefirió morir de un ataque al corazón. Abatida por su enlace tan feamente truncado y además con el pesar de la muerte de su señor padre, Lila se refugió en los quehaceres de la casa y en la iglesia. Su corazón tan blandito, corazón de niña, se le endureció tanto que nunca volvió a interesarse en ningún hombre. Sólo tenía alguna consideración hacia su madre, Antonia, quien al enviudar se dejó morir poco a poco, como se mueren los tristes: en vida. En otro tiempo alegre y llena de proyectos personales muy prometedores, la casa de la familia Cuervos de pronto se ensombreció con tanta tragedia. Sólo quedaron Lila y su mamá, que como fantasmas mustios vagaban por los cuartos haciendo cosas, y Toña, la otra gemela, quien al parecer no se enteraba del drama familiar, pues desde niña se había quedado como ida y se pasaba los días sonriendo y diciendo que sí a todo. Al principio, cuando la notaron rara, sus padres se alarmaron un poco creyendo que se trataba de alguna enfermedad desconocida, pero como no se quejaba de ningún dolor concluyeron que sólamente era felicidad lo que tenía, pues todo el tiempo andaba con su sonrisilla. Por eso ni la tomaban en cuenta; se conformaban con que fuera por los mandados a la tienda de abarrotes de la esquina. Lo único que mitigaba la pena de las mujeres eran las esporádicas visitas del descalzo, quien ya se había convertido en un afamado aventurero y que recalaba al nido de vez en cuando cargado de las pieles más exóticas y de sus historias fantásticas. Eran días de mucha alegría en la vivienda, en los que Lila y Antonia parecían volver a la vida, pero que desgraciadamente terminaban muy pronto, cuando Ricardo emprendía una nueva correría.

    Ni la maestra, embebida como estaba con su plática ni yo, tan absorto escuchándola, nos percatamos que ya habíamos llegado al río, hasta que el bullicio de los visitantes que todos los sábados por la tarde abarrotan las orillas buscando el frescor de la corriente rompió el encanto. Busquemos nuestras piedras, me propuso la maestra, y enseguida me prometió que en el camino de regreso terminaría de contarme lo de la gemela Cuervos. Para alejarnos un poco del gentío caminamos río arriba, más alla del puente de piedra; por ahí saludamos a Nacho Cobero y a los otros pescadores que rara vez se mueven de su sitio. Siempre me pareció algo raro que estuvieran todo el tiempo ahí, a la orilla del río, según ellos pescando. Con curiosidad, inquirí a mi compañera al respecto; me dijo que en realidad son los vigilantes del Sendero de la Gruta, y que aprovechan su tiempo en la pesca. Tienen la encomienda de no permitir la entrada a ningún desconocido; sólo dejan pasar a los lugareños que trabajan allá arriba, en las minas, o a visitantes que tengan permiso expreso de Don Salmón Espirigota, en cuyo caso siempre son acompañados por uno o dos de ellos, para evitar accidentes pues en algunas partes el caminito es muy peligroso y también para cuidar que los turistas no lo destruyan. Y apenas oscurece, el acceso queda totalmente prohibido, incluso para ellos. Usted sabe, por el maleficio nocturno que pesa sobre el Sendero,que hace revivir a las criaturas mas siniestras y horripilantes jamás imaginadas. Ella, la maestra Ana Hernández, al igual que los habitantes de El Leñoso daba por descontada la presencia de los esperpentos de la noche. Yo creo que ella misma notó mi recelo porque me explicó que también había dudado de todo este asunto, pero que ahora sí creía la versión popular. Además, me dijo sonriendo, no tengo ningún interés en comprobarlo personalmente.

   Dejamos por la paz el tema del Sendero y nos dedicamos a buscar la piedra de Cuca en la orilla del río, en cuyo lecho pude ver muchas ya pulidas, acumuladas luego de tantos años de ser lanzadas por los creyentes, en esa particular siembra de compromiso y esperanza. Es una ceremonia muy arraigada en la región a la que asisten también peregrinos de ranchos vecinos y hasta de Bodadillas, el pueblo rival que está del otro lado de la Sierra de la Virgen, explicaba la mentora: todos vienen con sus piedras pulidas para confiárselas a San Lorenzo Mártir, que como ya le habrán contado, es un excelente guardián de los bienes ajenos. Insistió en que yo también debería de buscar la mía, a menos que usted no tenga nada que cambiar ni nada que pedir, me dijo con un tono muy serio. Traté de zafarme con la excusa más infantil que pude diciendo que seguramente para la fiesta del santo yo ya no estaría en El Leñoso. Su mirada fulminante me hizo sentir muy tonto y sólo atiné a decir que tenía razón, que iba a buscar yo también mi pedrusco. Y no se si empeoré las cosas cuando añadí que ella podría ofrecerlo por mi al beato si me marchaba antes. Por fin sacamos del agua unos guijarros que nos gustaron, muy similares, del tamaño una mandarina, y nos dispusimos a regresar al poblado.

   Gracias por acompañarme, Aurelio, de verdad me gustó mucho que viniera conmigo y también me agradó que buscara su piedrita para pulir, pues créame, le dará muy buenos resultados, me dijo con un tono muy amable, casi cariñoso. Hágalo como un ensayo; vaya puliendo la roca poco a poco, sin prisa, imaginando que está tallando las cosas que menos le agradan de usted mismo. Parece un ritual muy bobo pero tiene grandes efectos, se lo digo yo, que gracias a esto me quedé aquí y vivo la vida que siempre pedí. La emoción y la certeza de sus palabras me conmovieron y decidí hacerle caso, mientras jugaba con la piedra con mis manos pude sentir sus asperezas y de inmediato las comparé las mías, tan solapadas. Caminamos unos momentos en silencio a paso lento, sin mirarnos, ocupados cada quien en sus cavilaciones y tratando de cubrir nuestros ojos del último resplandor, tan descortés, de un sol que se resistía a zambullirse detrás de los cerros de enfrente. Probé retomar el hilo de nuestra conversación y le recordé a Ana su promesa de concluir el relato de Lila. Por supuesto que no tuve que insistir mucho, pues en este pueblo a todos les encanta contar historias y la maestra claro que no es la excepción. Además su forma de hacerlo es tan deliciosa que provoca estar escuchándola horas y horas. Y ni tarde ni perezosa reanudó su relato:

   Pobre Lila, que nunca pudo superar su aflicción, pero intentaba disfrazarla con una frenética acuciosidad en las labores de la casa, tanta que se gastaba una escoba de sorgo cada semana, pues barría y barría el patio de atrás, tan grande, colmado de árboles frutales y flores que tapizaban la tierra de hojas y frutas secas con cualquier ventarrón. Su madre Antonia, sentada en una mecedora nomás la miraba trajinando todo el día y le suplicaba que descansara un poco, que la casa no necesitaba tanta limpieza. Pero Lila no escuchaba razones: ora barría, ora limpiaba los muebles con aceites, ora los cambiaba de lugar. Y no conforme con tanto trabajo se las arregló para alternarlo con rezos y vueltas a la iglesia; y rezaba los maitines, como los monjes, al iniciar el día, y luego laudes y después vísperas y completas. No se podía dar el lujo de que su dique emocional, tan débil y tan a flor de piel, se reventara porque seguramente iba a terminar loca. Ni siquiera escuchaba los consejos del consternado padre Mayelo, que se limitaba a verla sumida en sus interminables plegarias. Y encima de todo, encima de sus delirios de limpieza  y de oración, Lila aún se dio el tiempo de atender a su hermano Ricardo los nueve meses que sobrevivió, después de su trágica incursión nocturna en el Sendero de la Gruta en 1938. Unas pocas semanas después de la muerte del descalzo, víctima del cansancio y de su tristeza tan añejada, Lila cayó sin  vida en el atrio de San Lorenzo Mártir una tarde de mucha lluvia, cuando llegaba a la iglesia para la hora santa. Finalmente, con la esperanza de detener este rosario de calamidades, la hermana menor de Doña Antonia, Virtud, vino desde Guadalajara para llevársela junto con Toña, la gemela sonriente y nunca se volvió a saber de ellas.

continua...




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