domingo, 28 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimasexta parte.

   Don Ramiro, el viejo venerable, ronda los setenta y además es asmático; sin embargo, a la hora de contar las leyendas de El Leñoso parece más joven por la enjundia que les imprime, pero también se cansa y cuando intentó reanudar su plática sabrosa, luego de unos minutos de silencio y atole, como que arrastraba un poquito la voz. De inmediato el alcalde Espirigota, con mucha finura, lo interrumpió para decirle que sería mejor que descansara; enseguida le avisó a la concurrencia que otro día se continuaría con el cuento y todos empezamos a desalojar los jardines de la plaza.

   Antes de marcharnos a la casa de gobierno mi anfitrión me llevó a presentarme con el anciano, pues, me dijo, era quien más conocía de la historia del descalzo y que a lo mejor accedía a contármela de un jalón, sin necesidad de esperar a las fogatas nocturnas. Le repliqué que no era necesario, que no me gustaría cambiar los planes de nadie, y también le dije que tiempo era lo que nos sobraba, recordando una de sus frases favoritas. El Jerarca nomás movía la cabeza cuando me reviró: qué bárbaro Don Aurelio, usted aprende muy rápido. Nos acercamos al viejo y le comentó que yo era la persona del gobierno que andaba tras la leyenda de Ricardo, dizque para ponerla en un libro muy famoso de la Capital; el anciano me saludó con mucha cordialidad y me dijo que cualquier cosa que se me ofreciera él estaba a la orden. Háganme el favor de aceptar una taza de café en mi casa, nos invitó, y sirve que me acompañan porque a veces como que me falla la vista, sobre todo en las noches. Y nos fuimos los tres rumbo a la Calle de los Abobes donde vivía, precisamente en la casa que durante muchos años habitaron Antonia y Ricardo Cuervos con sus hijos el descalzo y la gemelitas Lila y Toña.

   En el trayecto le expliqué un poco mi trabajo para la oficina del Catálogo General de las Leyendas Nacionales y le dije que me gustaría contar con su ayuda para que todo saliera muy bien. El viejo, fatigado, asentía con la cabeza. Claro que todo saldrá bien, muchacho, pues todos en El Leñoso le podemos colaborar con algo, no sólo con respecto al descalzo, sino con cualquiera de las historias que se cuentan por acá, con las que se pueden llenar libros y más libros, ¿verdad, Don Salmón? Muchos libros, Don Ramiro, le respondió el Jerarca. Avanzamos lentamente por la alameda y pasamos frente a la entrada de La Dorada, la única cantina del lugar que en ese momento estaba desierta; sólo se escuchaba la delicada voz de Lorenza Lory que salía de la tornamesa cantando la Media vuelta . Los tres nos miramos, en una suerte de consulta silenciosa innecesaria y seguimos caminando. Al llegar a la cuarta calle, la de los Adobes, giramos a la derecha y casi en la esquina estaba la casa en la que había crecido Ricardo el descalzo. Es una casa ordinaria pintada de amarillo con un porchecito con techo de teja limitado por una barda de ladrillo palomero cubierta de macetas. Don Ramiro abrió la puerta y lo primero que vi fue el tapete hecho con la piel del aquel gato montes que el descalzo había matado en la Sierra Gruesa, y en la sala, a donde nos condujo para tomar el café, estaba la cabeza disecada de un enorme venado, con un dejo desafiante en sus ojos de vidrio.

   Ese gato fue la perdición del muchacho, nos dijo Don Ramiro mientas señalaba el tapete. Después de matarlo, cualquier bestia le parecía pequeña; desde entonces el descalzo no se conformó y cada vez sus presas fueron más grandes y más salvajes. Yo creo que por eso se atrevió a entrar en el Sendero de la Gruta de noche, para cazar a los monstruos que lo habitan, pues se necesita mucho arrojo para hacerlo y el muchacho lo tenía, o estaba loco de remate, reflexionada el anciano. Lástima que todo le salió mal y al día siguiente apareció en la orilla del río, junto al puente, todo malherido y tieso de sus brazos y piernas, y no podía decir nada, sólo babas le salían de su boca. Y otra vez, al recordar la vida y obra de Ricardo, al anciano le volvieron las ganas y su fatiga, muy entendible por su edad y sus males, se esfumó de repente. Don Salmón y yo, que lo acompañamos hasta su casa sólo para asegurarnos que llegara bien, muy pronto nos vimos atrapados en su narración tomando un hospitalario café de olla.

"Cuando se marchó de cacería a la Sierra Gruesa, su plan era quedarse por allá un par de días, pues suponía que las presas lo iban a estar esparando. Llevaba toda la determinación y fuerza de su juventud, pero no tenía experiencia para el tamaño de su lance, así que los primeros días sufrió mucho y hasta llegó a sentir ganas de regresarse; sin embargo, cuando mató a su primer gato montés, recobró el ánimo y su propósito de no regresar a El Leñoso si no era cargado de pieles de felinos y ciervos. Esa misma noche, mientras despellejaba al animal a la luz de la fogata se sintió muy feliz y pensaba cómo describir la hazaña en su diario. Era muy diestro con el cuchillo y en un abrir y cerrar de ojos sacó completita la piel y enseguida se acercó al río para lavarla; cuando le quitó muy bien los cachos de grasa y carne la estaqueó en un árbol próximo para que se secara. Enseguida sacó los sesos del felino para hervirlos con agua y hacer la pasta aceitosa con la que curtiría la piel al día siguiente. En el rastro, donde trabajó al lado de su padre Ricardo viejo, había aprendido todas estas cosas del curado de los cueros, y ahora que tenía a su primer trofeo de cazador, las estaba aprovechando bien pues deseaba que el tapete de su madre quedara muy bonito. Y eso fue lo primero que hizo al despertar muy temprano en la mañana, antes de partir hacia la orilla opuesta del río donde había avistado a los venados.

"Cuando estuvo del otro lado del Río Roto empezó a buscar los rastros de los ciervos y en la orilla pudo notar que las huellas eran muchas y muy similares; pensó, acertadamente, que eran de los mismo animales que se acercaban frecuentemente a esta parte para beber agua. Y empezó a urdir el plan, pero pronto se dio cuenta que con las armas que contaba no era suficiente para abatirlos: por muy buena que fuera su puntería, con las piedras nunca lograría derribar ningún venado, ni siquiera destantearlo, y su sable tampoco le serviría de mucho. Pensó y pensó en muchas formas de capturarlos: desde hacer un foso disfrazado cerca de la orilla, hasta una trampa de lazada en un árbol, pero ninguna la convenció del todo. También consideró repetir la acción con la que mató al gato, pero con lo nervioso del animal y sus cuernos puntiagudos, sería muy peligroso. Y se acordó de quienes le recomendaron cargar un rifle y se preguntaba por qué había sido tan altanero pues buena falta le estaba haciendo ahora para cazar a los venados. Todo se arreglaría con buen tiro desde la otra orilla, se lamentaba el cazador descalzo. De regreso a su campamento dándole vueltas al asunto se acordó de los liebros, que usaban arcos y flechas para cazar y defenderse, y se acordó también de las tripas del gato muerto. Se apresuró a llegar para buscar los restos del felino y rescató sus intestinos, pues con ellos y con unas ramas pensaba fabricar el artefacto.

"El resto de la tarde se le fue en buscar una rama ideal y tallarla hasta dejar listo el arco y las flechas, que le salieron derechitas y muy filosas. Enseguida amarró la tripa del gato montés hasta dejarla algo tensa y de inmediato se dispuso a probar su invento. Primero con un árbol y luego con su mochila llena de arena, el descalzo estuvo buen rato haciendo disparos de prueba hasta que le ganó la noche. Muy satisfecho quedó con su arco nuevo, pues funcionaba de maravilla y seguramente mañana a esta misma hora estaría cenando una deliciosa carne asada de venado. Dejó todo por la paz y se dispuso a dormir cerca de la lumbre, que era una lumbre muy pequeña, como le había recomendado Don Saúl Araujo. Pero Ricardito no pudo dormir y se quedaba nomás pensando y deseando que la noche pasara rápido, que la vida pasara rápido, como desean los jóvenes de dieciséis, que se quieren comer al mundo en una tarde. Era la víspera de su segunda hazaña y se podría decir que disfrutaba su insomnio, pues de repente ya estaba sentado escribiendo en su diario los hechos extraordinarios de los últimos días. Con esa caligrafía tan bonita que él sabía hacer les describió a sus hermanitas cómo había logrado atrapar a un enorme gato salvaje, que más bien era un puma muy sanguinario y les contaba de esa lucha cuerpo a cuerpo de la que salió victorioso gracias a su fuerza y a su destreza con el cuchillo. También reseñó su encuentro con una enorme manada de ciervos con sus cornamentas tan grandes y tan lucidoras, que apaciblemente bebían agua en el Río Roto, y que de todos, escogió al más imponente para cazarlo y poner su cabeza en la sala familar.

"Apenas despuntó el alba, el cazador embadurnó el cerebro hervido y machacado del gatuno en la piel seca y de inmediato se puso en camino del río, a la zona donde los gamos abrevaban. Llevaba su carga habitual de piedras lajitas para lo que su pudiera ofrecer, su daga bien enfundada y colgado de su hombro derecho el arco recién fabricado; verlo así, en esas fachas, hacía pensar en un Robinson Crusoe en medio de un dilema de supervivencia y no un chamaco imprudente, ávido de aventura, que pretendía capturar un venado a toda costa. Cuando llegó al sitio, echó un vistazo en los alredeores y eligió una roca enorme para construir un escondrijo. Cortó algunas ramas de pinos y las colocó junto a la roca a manera de un jacal desde el que tuviera una buena visión de la orilla, que estaba como a unos viente metros. El descalzo recordó el consejo de Don Saúl, y aunque llevaba algunos días sin bañarse, se restregó tierra y hierbas en su ropa y en los brazos, para que su humor no alertara a las animales. Además, había montado su puesto de caza en tal posición que la corriente de aire -que normalmente era hacia el sur, río abajo- llegara primero a los venados.

"Por fin se apostó en el cobertizo encubierto a esperar, expectante, a sus víctimas. Pasaron los minutos y luego las horas y los ciervos nunca aparecieron. Esta vez Ricardo no desesperó, pues además tenía la distracción de escribir en su libreta los pormenores de sus andanzas, y también aprovechaba el tiempo para rezar como rezada su madre Antonia, y agradecerle a Dios por lo conseguido hasta entonces e igualmente le daba gracias por no mandarle al venado de San Huberto, con su crucifijo enredado en los cuernos, como la señal inapelable de que debería abandonar sus anhelos de cazador. Finalmente, al declinar la tarde, el muchacho andariego decidió regresar a su refugio en el bosque; no iba frustrado como los primeros días por la falta de caza, antes bien, se sentía optimista y muy seguro de sí mismo. Los momentos de duda y miedo, al parecer, habían quedado muy atrás.

continúa...




sábado, 20 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimaquinta parte.

   En la plaza nadie daba indicios de querer irse: todos estábamos muy atentos con el relato del viejo venerable, quien tampoco parecía cansado, sino al contrario, entre más avanzaba más emocionado se ponía con su cuento. Sólo paraba tomar aire y darle unos tragos a su bebida, que hoy no es cajazo de huamilón, sino atole, por aquello del asma, supongo. Yo aproveché la pausa para intentar encontrar a la maestra, pero por más que buscaba y buscaba entre la gente, nunca la vi. Y ahora sí le pregunté a Don Salmón por ella, que si no le gustaba venir a escuchar las leyendas y me respondió que sí, que siempre asistía, pero que estas fechas estaba muy ocupada con la cosa de los exámenes de la escuela. Ah vaya, fue lo que repuse, como sin darle importancia y traté de fingir que no había preguntado nada. Sin embargo, sentí la mirada pícara de Don Salmón y la palmada que me dio en el hombro me hizo sudar tantito. Para mi suerte el viejo reanudó su charla.

"El cazador no tardó en encontrar un lugar adecuado para pasar la noche; bueno, en el campo cualquier sitio es bueno para dormir, pero a Ricardo le gustó una gran roca al lado del camino y se acomodó del lado en que daba la luz de la luna, que nuevamente se había mostrado generosa en medio de ese cielo tan bonito y estrellado que sólo las noches de julio regalan. Tendió su campamento y como la noche previa, reunió montones de troncos secos para la hoguera. Se acordó que traía las tortillas rellenas de Don Saúl y eso fue lo que cenó. Y esa noche, la segunda que pasaba fuera de su casa, el descalzó no sintió miedo, ni cuando los coyotes empezaron su sinfonía nocturna espantosa; tampoco lo asustó el aleteo tan voluble de los murciélagos que se dejaban caer desde las ramas más altas de los árboles en busca de moscos descuidados. Parecía que el terror de ayer, tan físico como un calambre, había conjurado el terror de ahora y el terror de siempre, pues Ricardo ya nunca volvió a sentirlo. Era un cielo espléndido y el muchacho, sin ganas de dormir, intentó recordar el truco de orientarse con las estrellas que su padre, Ricardo viejo, le enseño cuando era más niño: primero buscó la estrella polar que es la última estrella de la cola de la osa menor y cuando por fin la ubicó, enseguida trato de localizar a la mayor. Desde las dos estrellas externas de esta constelación hizo un trazo imaginario hacia la polar y se alegró mucho de comprobar que, en efecto, el norte que le indicaban los astros era el norte del camino hacia la Sierra Gruesa

"Muy temprano se levantó y con toda la luz de la mañana pudo ver claramente al final de la brecha el verde inconfundible, ese verde vehemente y aromático del bosque; muy animoso, el descalzo metió todas las cosas en su mochila, apagó las brasas con el agua de su cantimplora y casi corriendo agotó el trecho que le faltaba. Corría y daba saltitos de alegría, emocionado de llegar a la sierra de la que seguramente sacaría las presas más increíbles. Inmediatamente botó su carga junto a un pino, metió las piedras lajitas en las bolsas de su chamarra de borreguita y revisó el filo de su cuchillo haciendo un corte en la cáscara del árbol y se adentró en el bosque. En las primeras horas de su incursión, el descalzo no divisó ningún gato montés, ni venados, ni jabalís, ni nada que valiera la pena cazar. Sólo ardillas juguetonas y conejos, pero estos animalitos no estaban en su ánimo y les perdonaba la vida. A media tarde, luego de recorrer las primeras lomas, Ricardo, el joven cazador, empezó a sentir cierta ansiedad por la falta de presas. La empuñadura de su daga le daba cosquillas en su mano sudada; quería sacarla de la funda y hundirla en el pescuezo de alguna bestia, pero ninguna bestia aparecía. Un poco cabizbajo regresó a su refugio; se sentía cansado, pero no cansado del cuerpo, sino del alma, pues no tenía contemplado que su primera jornada fuera tan inútil. Con desgano encendió una pequeña hoguera, tal como lo había sugerido Saúl Araujo, y se tendió a un lado. Qué curioso era este muchachito, pues apenas en la mañana era el optimismo y la felicidad en persona y ahora estaba ahí nomás, acostado y triste.

"No pudo observar las estrellas, pues el follaje de los pinos se lo impedía, pero poco importaba pues el cazador estaba muy frustrado y no ver el cielo le daba lo mismo; intentó de todo para poder dormir; incluso recordó que era muy paciente para esperar el momento preciso de atacar a sus víctimas y también recordó que muchos cazadores habían pasado semanas enteras sin ver un triste conejo. Pero recordar todo esto no le quitaba el desengaño. Y trataba de darse aliento él mismo pensando que mañana mismo iba a lograr las mejores piezas, pero al rato se hundía de nuevo. Cómo batalló el descalzo con su mente esa noche. Finalmente, sin otra cosa en que pensar, se puso a rezar unos rezos que más bien parecían reclamos y, poco a poco se fueron suavizando hasta que se quedó bien dormido. Pero no le duró mucho el gusto a Ricardo, porque después de un rato un gruñido muy cercano lo puso en estado de alerta y se paró de un salto ya con su cuchillo en la mano, bien apretado. Recargado en el pino estuvo vigilante y muy nervioso, mirando en todas direcciones; ni la luz lunar opacada por los árboles, ni la de su hoguera agonizante le permitían ver más allá de diez metros. Otro gruñido más intenso, lo hizo voltear hacia unos arbustos cercanos y vio la indudable silueta de un enorme gato. Se supone que el descalzo debió correr o trepar ipso facto por el tronco, pero se quedó quietito, viendo acercarse al animal. Sudaba mucho y en ese momento crucial, ignoro la razón, el muchacho cambió de mano su cuchillo y el movimiento hizo que el felino huyera entre los pinos. Y el descalzo se quedó todo tembloroso y frío, pero feliz. Estaba feliz porque sí había gatos monteses en la sierra y también estaba feliz porque no sintió ningún miedo. Cuando ya le pasó el fervor, se acostó de nuevo y muy pronto se quedó dormido, como el bendito.

"Al día siguiente, con el ánimo y la fe renovados, el joven Ricardo reanudó su expedición y se fue en dirección del Río Roto, para recorrer su orilla muy al norte donde el pinerío es cada vez más espeso, con la seguridad de encontrar a la fiera que durante la noche le había espantado el sueño. Aunque era muy poco lo que sabía de rastrear a los animales, podía distinguir las huellas de un gato, pues eran de cuatro dedos sin la marca de la garra; se dedicó a buscar junto a la corriente algunas señas y por fin encontró unas que definitivamente eran las pisadas de su presa, y las fue siguiendo hasta que se internaron en el bosque. El cazador asumió que tarde o temprano el animal regresaría al río, por lo que optó por acampar en las cercanías y luego decidió trepar a las ramas bajas de un pino para esperarlo. Desde ahí tuvo muy buena visibilidad, alcanzaba a ver la orilla del río, cuya corriente era mas rápida y ruidosa en esa parte gracias a un desnivel y a unos peñascos enormes en medio del cauce. El muchacho estaba maravillado contemplando el paisaje, y ahí, encaramado en el árbol, le agradeció mucho a Dios todo lo recibido hasta entonces y también se acordó de pedirle que le perdonara sus reclamos tan infantiles. Su charla con Dios era sincera, pues el descalzo era un buen muchacho, atrabancado e insensato a veces, pero no tenía malicia en su corazón.

"Pasaban las horas muy lento y desde su escondite, el muchacho no daba muestras de cansancio; estaba vigilante del paso del animal, listo para saltar sobre su lomo y matarlo de un solo cuchillazo. Cuando sintió hambre sacó algunos trozos de cecina seca y los estuvo masticando despacio, saboreando el gusto salado de la carne. En esas estaba cuando en la orilla contraria del río, avistó un par de hermosos venados de cola blanca, que confiadamente bebían del río, y luego se dedicaron  a mordisquear la maleza: arrancaban suavemente la hierba y se erguían a mascarla sin prisa, mirando a todos lados. En el primer momento el descalzó pensó en bajar del árbol y acercarse con sigilo pero inteligentemente se quedó, pues para atrapar a los ciervos necesitaba un plan más elaborado; las piedras podrían no ser suficientes para atarantarlos, pensó. Y además el felino bien podría aparecer y era una oportunidad imperdible. A la postre su perseverancia dio fruto, pues al poco, entre los pinabetes apareció el cuadrúpedo. Se desplazaba con una sagacidad tremenda, parecía calcular cada paso y parecía, también, acariciar con sus garras la tierra que pisaba. Y a Ricardo le pareció, a lo lejos, que su presa era muy pequeña pues se había imaginado que lucharía con una de mejor tamaño. Espero a que pasara justo debajo de su rama, y cuando sucedió así, se le dejó caer encima; con una habilidad inaudita, quizás producto de la emoción, lo prendió con un brazo por debajo de la panza y con la otra mano manipuló la daga con maestría para encajarla en el mero cuello. Abrazados rodaron un poco por la colina y no se sabía de quién era la sangre que iban dejando, pues la bestia se defendía con feroces tarascadas. Al cabo de unos instantes de una descomunal pelea, el gato quedó moribundo en la hojarasca y el cazador, muy dolorido y rasguñado de todo el cuerpo permaneció ahí sentado, mirándolo cómo le chorreaba sangre del pescuezo.

"Esa fue la graduación del muchacho, sin testigos, perdido en la Sierra Gruesa. Se sentía orgulloso de su lance, con ese orgullo insolente de los chamacos, y seguía inmovil, mirando a la fiera sin vida e imaginando su piel en la entrada de la casa, extendida como un tapete fedatario de su hazaña y también imaginó las pieles de los venados en colchas cosidas a mano y sus cabezas disecadas colgadas en la sala, con sus cuernos hermosos y sus ojos muy brillantes. Todo esto se imaginaba Ricardo el descalzo después de que mató a su primer gato montés, solitario, allá en el bosque del norte.

continúa... 

jueves, 18 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimacuarta parte.

"Muy temprano al día siguiente, cuando la escandalera de los pájaros empezaba, un sujeto desconocido que pasaba por la ribera del río vio el campamento del muchacho y se acercó con curiosidad porque creyó que estaba abandonado, pero no tardó en ver a Ricardo acurrucado junto al álamo, bien dormido. Joven, joven, le decía y le picaba el lomo con su vara, hasta que despertó sobresaltado. Le preguntó que qué andaba haciendo tan lejos del pueblo, que si no tenía miedo de que lo asaltaran o que lo fuera a atacar algún animal salvaje, y el descalzo, todavía medio atontado por el sueño, respondía con palabras sin sentido. El viejo se tomó la libertad de acercar más leños a las brasas para reavivar la lumbre, arrimó una piedra para sentarse y espero a que el descalzo acabara de despertar. Ya más avispado, le dijo que iba a la sierra para cazar gatos monteses y que estaba descansando pues no había tenido una noche muy tranquila.  Por la cara del chavalo, o porque el señor tenía alguna experiencia con los cazadores primerizos, adivinó que la desvelada fue por el miedo pero no dijo nada; mejor sacó de su morral unas tortillas de harina rellenas con chiles arañados y las encimó a las brasas.

"Yo vivo cerca de aquí, muchacho, en el rancho Los Araujo, y todos los días vengo a llevar leña y a veces me quedo a pescar en el río, o lo cruzo para subir un poco las laderas de la Virgen y buscar bellotas, que a mi mujer le gustan mucho, le platicaba al descalzo, quien un tanto destanteado no sabía de qué hablar con el extraño: sólo le contestaba que sí a todo. Cuando le ofreció una tortilla para almorzar, el fulano le dijo que se llamaba Saúl Araujo, y lo invitó para que en alguna ocasión futura se quedara en su casa y no anduviera durmiendo así nomás en el monte porque era muy peligroso. Y no se quedó con las ganas de preguntarle a Ricardo por qué no traía zapatos y por qué, si iba a cazar, no llevaba rifle. Y agarró vuelo el aventurero explicando sus motivos: le replicó que no usaba zapatos porque no le gustaban, que eran muy incómodos y que le estorbarían para corrretear a los gatos salvajes. Y sobre su falta de armas, le dijo que era muy bueno con las piedras y con los cuchillos, que eso era suficiente para matar hasta un león. Don Saúl se quedaba viéndolo muy serio, creyendo que el muchacho no estaba bien de su cabeza. Le comentó que por su rancho en ocasiones se divisaban gatos y que algunas veces en el río había llegado a ver venados y le aconsejó que intentará cazarlos por esa parte, que no había necesidad de ir hasta la Sierra Gruesa, que además, le dijo, queda muy lejos, como a un día de camino. Pero el canijo descalzo era muy necio y le respondió que su plan ya estaba hecho y que no lo cambiaría, pero que de regreso sí se quedaría en su casa para descansar y que le traería un gato bien muerto para demostrarle que sí podía atraparlo sin balazos.


"El viejo decía conocer bien la Sierra Gruesa, pues cuando era joven también le gustaba cazar venados por allá y le dio al descalzo algunos consejos: le avisó que por ningún motivo fuera a entrar, jamás, al cementerio de los liebros, que está muy cercano al río, al lado de un risco muy grande en forma de camello, porque cuando un blanco o un mestizo lo profanan entrando, los espíritus indios arman la gorda y dejan caer sus maldiciones sobre el incauto, y nunca más en su vida podrá hablar como la gente decente; sólo saldrán de su boca imprecaciones y palabrotas, aunque no quiera decirlas. Don Saúl le explicó que no tendría problema en reconocer el panteón, pues las tumbas, que no eran tumbas como las nuestras, sino que eran como literas colgadas de los arboles donde los salvajes quemaban los cuerpos de los difuntos. Además, como advertencia, él mismo había clavado un letrero muy vistoso en un árbol cercano, pero que a veces los bromistas lo quitaban. Y no crea joven Ricardo que las maldiciones son falsas, pues Lupito Huerta, un vaquero que trabajó muchos años en mi rancho, por andar de avaricioso, dizque buscando joyas entre los huesos y las cenizas de los indios muertos, le cayó la condenación y empezó a decir puras blasfemias cuando le preguntaban algo. Su esposa Raquelita se asustó tanto cuando Lupito regresó a su casa aquella tarde y le preguntó que cómo le había ido en el campo y le contestó puras maldiciones y palabras de pecado, y Raquelita le cuestionaba si andaba borracho y el embrujado le quería decir que no, pero le decía otras majaderías muy feas y su mujer lloraba mucho pues pensaba que ya no la quería. Pasó un poco de tiempo y alguien le advirtió a la pobre mujer que Lupito no estaba loco, sino que más bien estaba poseído por el demonio de los indios liebros, porque seguramente había entrado al cementerio y que la maldición no tenía cura, que Lupito se iba a morir sin saber hablar cosas decentes. Y desesperada, Raquelita llevó a su esposo otra vez al cementerio para que encalara las piedras de la cerca con la esperanza de que lo perdonaran, pero fueron y pintaron de oquis. La señora sufría mucho con todo este entuerto y también le daba mucha vergüenza que los vecinos oyeran hablar a su marido puras majaderías; dejaron de asistir a misa los domingos pues al infeliz Lupito le venía un pavor muy grande sólo de pensar que se le soltaría la lengua a la hora de rezar el Padre Nuestro. Decía Don Saúl Araujo que el único remedio que encontraron fue ponerle un freno de caballo, que él mismo se podía quitar cuando estaba solo.

"Ricardito se quedó muy pensativo con la historia y preguntaba al ranchero si la maldición de los liebros fue porque se dieron cuenta del chanchullo del raso Meneses. No jovencito, le respondió, si los salvajes se enteran de la trampa, seguramente habían regresado para quemar al pueblo entero; más bien creo que fue una venganza de sus brujos cuando se tuvieron que largar para siempre. Eso sí, honraron su palabra de irse, pero dejaron la monserga del panteón. Enseguida, el tal Araujo también le recomendó que antes de llegar al bosque tupido, fuera atrapando conejos o codornices y que los asara luego luego, para que tuviera comida allá sin la necesidad de encender grandes lumbradas, que son muy peligrosas. También le sugirió que no se bañara, que dejara que el aroma de la tierra y de las hierbas y del humo se mezclara con el sudor, para que su olor no espantara a los venados, pues, le dijo, tienen una nariz muy fina. Don Saúl se despidió diciendo que debía terminar de juntar la leña y le regaló al descalzo las tortillas rellenas que la habían quedado; le dijo que se cuidara mucho y que lo esperaba por su rancho cuando estuviera de vuelta.

"El cazador levantó su campamento rápidamente, cargó con su mochila y muy pronto estuvo de nuevo en el pedregoso camino hacia la Sierra Gruesa. Era media mañana y según sus cálculos estaría llegando al anochecer; apuró el paso mientras le daba vueltas a su plática con el ranchero Don Saúl y se alegró de haberlo conocido, que aunque lo despertó a varazos no importaba, pues le había dado consejos muy valiosos. En todo esto pensaba el descalzo, pero también iba alerta mirando hacia los lados esperando divisar algún conejo para cazarlo y también iba recogiendo algunas piedras lajas medianitas, como le gustaban a él, para golpear a sus presas. El día transcurría sin mucha novedad y cuando a Ricardo le empezaron a gritar las tripas, decidió hacer un alto para comer. Se sentó en un tronco seco y pacientemente esperó a que algún animal sediento se acercara al río para apedrearlo; no tardó mucho en aparecer un conejito y en cuestión de minutos ya estaba rostizándose en el fuego. Era de buen comer este muchacho, igual que Ricardo viejo, su papá, que tenía fama en El Leñoso de ser muy tragón, a pesar de que no era gordo; era muy fornido y medio alto, pero gordo no. Después de la comida se acercó a la corriente para rellenar su cantimplora y se echó un rato en el zacate de la orilla; entonces sacó su diario de pasta gruesas y se puso a escribir todo lo que le había pasado desde el día anterior cuando salió del pueblo. El episodio de la noche, ese cuando estaba temblando de miedo y llorando por su mamá, no lo escribió para no asustar a sus hermanitas y mejor puso que había tenido un sueño maravilloso en el que se veía domando enormes venados de cornamenta muy vistosa. Yo más bien creo que lo dio vergüenza contar que estaba horrorizado y que se quería regresar corriendo, pero era muy orgulloso ese Ricardito. También escribió la anécdota del desdichado Don Lupito Huerta, que por andar de curioso en el cementerio de los liebros, nunca volvió a hablar como la gente y le tuvieron que meter un freno de caballo en la boca, pues le salían puros improperios y palabras sucias.

"Cerca del ocaso, a los lejos avizoró la enorme peña con forma de jorobas de camello, y como que se le aflojaron las piernas un poquito pensando en las tumbas malditas de los indios. Sin embargo, el descalzo había decidido que el miedo que sintió durante la noche era suficiente y que en adelante se sobrepondría a cualquier temor, por grande y perturbador que fuera. Endureció los músculos de su cara y se aproximó al cementerio, donde efectivamente vio el letrero de advertencia que el señor Araujo clavó en un árbol cercano y avanzó rodeando la cerca de piedras encaladas, muy espichadito, mirando hacia el piso, pues no quería ver las piras colgadas de las ramas ni siquiera de reojo. El súbito revoloteo de dos chanates, alertados por sus pasos en la hojarasca, hizo que el descalzo pegara tremendo salto y sintió un escalofrío que le puso la piel tan chinita, que parecía la piel de una gallina desplumada. Apretó el pasó para alejarse cuanto antes del lugar endemoniado y cuando creyó que estaba suficientemente retirado, empezó a buscar un buen sitio para dormir. Quién lo iba a decir, que Ricardo esquivó la maldición de los liebros, pero no se escapó de la del Sendero de la Gruta, que no le dejó la boca privada de palabras decentes, sino llena de babas que sus hermanitas gemelas le estuvieron limpiando hasta que se murió.

continúa...


martes, 16 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Capítulo I. Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimatercera parte.

   Otra vez el espacio de la plaza destinado a la fogata estaba colmado de bancas que en cuestión de minutos se fueron ocupando; del rumbo de la alameda se veían venir familias enteras para seguir escuchando el cuento de Ricardo el descalzo, que como ya sabemos, la noche anterior fue cortado intempestivamente por el ataque de asma de Don Ramiro. Nos sentamos en la banca reservada para el alcalde, esta vez sin la compañía de Don Mayelo, el cura. Mientras llegaba el anciano, con gran disimulo según yo,  me dediqué a buscar en esa multitud de rostros sonrientes y apacibles, el de la maestra. No la vi por ningún lado y estuve tentado a preguntar por ella a Don Salmón, pero descarté la idea de inmediato, así que me quedé con las ganas de verla de nuevo.

   Por fin llegó el viejo venerable, pidió una disculpa por la interrupción de su relato y todavía se dio el tiempo para recomendar el remedio para el asma de su esposa Julieta que, dijo, es muy bueno también para la tos y la bronquitis. Enseguida reanudó la narración y todos en la plaza guardamos silencio, expectantes.

"El descalzo se fue hacia el norte por la brecha que bordea el Río Roto, a la Sierra Gruesa, a buscar venados y gatos salvajes pues cazar conejos ya no lo emocionaba y le parecía un juego de niños muy aburrido. Iba muy ligero de carga, con una sola mochila de lona en la que metió sus frazadas, trozos de cecina seca, uno o dos trastes de peltre que su madre Antonia le obligó a cargar, cajas de fósforos de madera, café  y otros efectos. Colgadas a su cinturón de baqueta portaba su cantimplora y la funda con su enorme cuchillo de carnicero. Y en la bolsa trasera de su pantalón de pechera de mezclilla, lleva el pequeño diario con pastas gruesas que su hermana Lila le regaló para que escribiera las cosas importantes que le ocurrieran en el viaje. Antes de que se fuera, la pobre mamá le insistió mucho que se pusiera las botas de Don Ricardo viejo, pues en la sierra se le iban a congelar los pies con ese frío ingrato que hace en las noches. No quiso las botas, claro que no, pero sí se puso la chamarra de borreguita para compensar su negativa; le dijo que no se angustiara, que él iba a estar muy bien y le repitió su juramento de pedir la protección de San Huberto a toda hora.

"Total que en la casa se quedaron todos llorosos, rezando el Rosario para que al muchacho no le fuera a pasar nada grave en la cacería. Las hermanitas gemelas de Ricardo eran las más tristes, pues estaban muy encariñadas porque siempre las cuidaba mucho y hasta las defendía de los regaños y los gritos de Antonia. Por las noches pasaba largos ratos con ellas, ayudándolas con la tarea de la escuela y también las enseñaba a escribir con esa letra tan bonita que él sabía escribir, y trataba de enseñarles como su mamá lo enseñó a él, con mucha paciencia y con mucho cariño. A lo mejor por eso aprendió a escribir tan bonito, y eso que nunca fue a la escuela, pues prefirió dedicarse a la cacería desde muy niño. Cuando Ricardo se despidió, la gemela Lila le recordó que tenía que escribir todo en la libreta, pues así no olvidaría nada cuando estuviera de vuelta y les contara sus aventuras.

"Y se fue el descalzo muy ilusionado con su primera excursión de cacería a la Sierra Gruesa, pensando en todas las hazañas que seguramente iba a protagonizar, en los peligros que tendría que enfrentar, pues cazar un gato montés no es cosa fácil, pero estaba totalmente convencido que regresaría con algunas pieles sobre su espalda. Camino al río, para tomar la senda hacia el norte, Ricardo se encontró con algunos vecinos que, azorados por su iniciativa, le preguntaban por qué no cargaba con una pistola o un rifle, pues sólo con la daga no iba a poder capturar ningún gato. Les respondió que seguramente él sí podría hacerlo, pues además de su habilidad para lanzar el cuchillo, tenía la paciencia necesaria para esperar el momento justo de atacarlo y se si hacía necesario luchar cuerpo a cuerpo con el felino lo haría, porque también era muy fuerte y ágil. A lo mejor porque era un mozalbete de 16 años, a veces parecía imprudente, pero tenía una determinación tremenda y no lo amedrentaba la fiereza de los animales en la sierra.

"Cuando llegó a la orilla del río donde está el puente de piedra que lleva al Sendero de la Gruta, el descalzo saludó a los pescadores que siempre andan por ahí y uno de ellos, Eliseo, muy conocido de Don Ricardo viejo, todavía trató de convencerlo para que no se fuera, diciéndole que en las cercanías de la Virgen había mucho qué cazar. El descalzo le contestó escuetamente que lo que él buscaba eran pieles de gatos salvajes y que sólamente en la Sierra Gruesa las encontraría. Y también a Eliseo lo dejó un poco más tranquilo con la promesa de que sería muy cuidadoso y de que se encomendaría al protector de los cazadores. Antes de despedirse, en un intentó que dejarla menos afligida, el muchacho le pidió a Eliseo que por favor le recordara a su mamá que la quería mucho y que si en su travesía se le llegaba a aparecer el venado de San Huberto que trae un crucifijo enredado en la cornamenta, en ese preciso instante se regresaba y dejaba por la paz este asunto de ser cazador de fieras salvajes. Con ustedes puedo ser un poco rebelde y desobediente, pero con Dios no, le dijo y se enfiló hacia el camino casi abandonado que corre junto al río. Eliseo, conmovido por su promesa lo alcanzó corriendo y le regaló la navaja que usaba para destripar las carpas; le dijo que de algo te podría servir, Ricardito, que Dios te lleve.

"Más ligero de culpa pensando que su madre estaría menos angustiada, el descalzo se fue alejando de El Leñoso, contemplando el paisaje portentoso que lo rodeaba: por un lado la cordillera interminable de la Virgen y el Río Roto y por el otro, los extensos sembradíos de maíz y los campos de huamilón, que a esa hora de la tarde parecían cubiertos de un manto de luz ligeramente dorado. Mientras avanzaba, en las riberas eran cada vez más los árboles secos que las crecientes del río iban dejando cada año y que por cierto, fueron el origen del nombre de nuestro pueblo; había leña suficiente para todo y para todos, incluso si algún año la corriente no dejaba troncos nuevos. Ricardo arrancó una rama de unos los arboles caídos con la idea de fabricar algo así como una lanza y mientras caminaba, empezó a afilarla, pues se le ocurrió el plan de atrapar una buena carpa, o al menos un par de mojarras para la cena. Cuando su artilugio quedó listo, con la punta muy filosa, se acercó a la orilla del río y pacientemente esperó a que algún pez descuidado se aproximara para ensartarlo. El agua del Roto es cristalina y más hacia el norte, donde no hay mucha actividad que la enturbie, y los pescados se ven muy claritos, nadando confiadamente por ahí. Después del algún rato de espera, el descalzo vio acercarse a la nata de légamo de la orilla una carpa de buen tamaño, se puso en posición de lanzar su palo y justo cuando el animal estaba de lado dando mordiditas a una hebra del limo, zas, lo ensartó de lado a lado con un pullazo muy certero.  Con su lanza al hombro, aún con la presa atravesada dando estertores momentáneos, el cazador avanzó un buen tramo del camino antes de hacer su primera parada nocturna para cenar y descansar.

"A Ricardo el descalzo le gustó un gran álamo próximo a la orilla del río para acampar; junto al tronco dejó su escaso equipaje y se aprestó a reunir leña suficiente para pasar la noche sin frío. Ya estaba oscureciendo y afortunadamente para el aventurero, que nada sabía de sus fases, y que ciertamente no había reparado en el tema de la oscuridad en el campo, la luna parecía un farol distante muy oportuno. Mientras que la lumbre agarraba vuelo, con la navaja de Eliseo raspó las escamas vidriosas del pez y le hizo una rajada a todo lo largo de la panza para sacarle los adentros y nuevamente la ensartó en la lanza para asarla en el fuego. Recargado en el añoso tronco Ricardo comió lentamente cuidándose mucho de no tragar las espinas, pues las carpas tienen muchas y algunas muy finitas. Se sentía muy contento de su primera jornada y deseaba que la noche pasara muy pronto para emprender de nuevo su ruta a la Sierra Gruesa donde, dicen, merodean los temibles gatos monteses. Luego de la cena tendió sus frazadas cerca de la fogata y antes de acostarse buscó maderos secos más grandes para mantenerla viva toda la noche. Finalmente se dispuso a dormir y fiel a su costumbre dijo las oraciones que su mamá le repetía desde que era un chavalo de cuna.

"Y se quedó muy quieto, con sus manos cruzadas en la nuca intentando conciliar el sueño, sin embargo, a pesar de su arrojo y de su valentía, empezó a sentir miedo cuando los ruidos nocturnos del campo aparecieron. Primero los reclamos de los sapotoros del río, que con su croar intermitente y ronco, desesperan al más pintado; y después los aullidos de los coyotes que aunque lejanos, cuando retumban en las laderas de la montaña, parecía que estaban ahí, detrás del álamo, tan cerca que le ponían todos sus pelos de punta. Era su primera noche lejos de casa y estaba sólo, acostado en medio de la nada a merced de las criaturas salvajes del campo. Muy asustado, se paró para atizar la lumbre y hacerla más grande con la idea de que los coyotes no se acercaran y permaneció mucho rato sentado cerca de las llamas pidiéndole a Dios que por favor lo protegiera. Ni siquiera se atrevía a voltear su cabeza hacia el árbol, y sólo miraba los troncos ardiendo. En esos momento de pavor quería ver aparecer al venado del santo con su crucifijo colgado de los cuernos, para poder regresar a su casa corriendo y decirle a su madre que ya no quería cazar gatos monteses. Se esforzaba mucho por pensar cosas bonitas para que se le pasara el miedo, y pensaba en su madre, en sus hermanitas gemelas haciendo la tarea, en su trabajo de la mina que tanto le gustaba, en los conejos y en las lagartijas que atrapaba de pequeño. En todo eso pensaba el descalzo, hasta que sin saber cómo, se fue quedando dormido, entre los asaltos de pánico y el consuelo de sus pensamientos felices.

continúa...

sábado, 13 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Décimasegunda parte.

   Intenté pasar desapercibido al llegar a la casona pues mi idea era encerrarme en mi pequeña habitación para escribir un resumen de todo lo acontecido durante mi primer día en El Leñoso, sin embargo, cuando estaba abriendo la puerta, la muchachita del servicio me alcanzó para decirme que Don Ramiro el anciano asmático ya se había recuperado y que más tarde estaría en la hoguera de plaza para continuar con el relato del descalzo. Y dice Don Salmón que no se le ocurra faltar a la cena, pues la señora Lucinda está cocinando algo especialmente para usted, me dio el recado velozmente y se regresó por donde había llegado.

Ophelia, óleo de las gemelas Balbusso
   Caray, en todo está Espirigota, pues cuando entré a mi cuarto, lo primero que vi fue un pequeño escritorio que no estaba cuando salí esta mañana muy temprano; encima están mi portafolios de piel y unos libros de historia que yo no traje. Agradecí el gesto en silencio y sin demora me senté a trabajar en mi reseña inaugural. En líneas muy generales describí mis primeras impresiones acerca del lugar y enseguida traté de establecer una base cronológica histórica donde encuadrar al descalzo, pero me di cuenta que los datos disponibles eran insuficientes, así que mejor procedí a la descripción muy superficial de lo recabado hasta ahora. Tenía una cierta idea de cómo presentar el asunto pero hacían falta más datos, muchos datos. Y con el mal pretexto de los datos aventé mi lápiz por ahí y me tendí en la cama para pensar; en realidad eso era lo que deseaba, y sin pensar me puse a pensar en Cuca, Cuca la maestra, la hermosa Cuca, que ya no está en su clase de matemáticas, sino tendida en el Río Roto, delicadamente empujada por el agua, pálida y con la sonrisa interrumpida. No te alejes Cuca, que mis brazos son cortos y el lodo de la orilla es muy caliente y sulfuroso. Bebe del cáliz de oro, bébete sus amatistas tan lilas y tan pudorosas, pero no te alejes por el río, ni mires hacia la otra orilla que su piel no es un cordero ni sus ojos son rubíes, son los ojos enrojecidos de la fiera que disfraza el rapto con palabras seductoras. Qué débil la rama del sauce que te dejó ir y qué débiles son mis piernas y mis pies descalzos, que no te alcanzan Cuca; aférrate a las piedras del lecho, piedras redimidas, piedras pulidas, guijarros filosos que descarnan mi voluntad para tocarte. El río está vivo y te arrastra lento y me pides con tus ojos que te siga, que te acerque a los labios mi grial dorado colmado de vino, de mi sangre, de tu sangre. Vamos, recorramos juntos esta montaña y todas las montañas y todos los ríos antes que el rígor mortis de mis hombros toque mis ojos suplicantes. Mi Ofelia reencarnada, mi pobre Cuca, mi pobre Ofelia, abundante es tu río, no lo aumente yo con mis lágrimas. ¿Pero cómo evitarlas?. Es costumbre de la naturaleza, aunque se oponga el rubor. Y con tus ojos me llamas y me pides que te proteja, que la fiera de la otra orilla te horroriza, pero no puedo moverme Cuca: mis pies están descalzos y descarnados, quemados, entumecidos. No te vayas este día Cuca, no subas al sauce de la rama frágil. Ya no escucho tus ojos dulces pidiendo del vino de mi cáliz dorado. Vámonos Aurelio, Aurelio... Don Aurelio, Don Aurelio. Me senté en la cama muy agitado y sudoroso, momentáneamente privado; no sabía dónde estaba, si era de noche, o de mañana. Y los grititos insistentes de la muchacha del servicio, y sus manotazos en mi puerta acabaron por despabilarme. Qué sueño tan extraño, por Dios. Sueño poco, o más bien recuerdo pocos sueños, y todos son cursis y reiterativos, por lo que no me sorprendería repetirlo esta noche, con todo y sus frases robadas al Laertes shakespearino

   Entré al comedor y Don Salmón, sentado en la cabecera de la mesa y hojeando un periódico, me dio la bienvenida. Qué cara muchacho, espero que haya descansado un buen rato, me dijo sonriente como siempre. Subir al sendero parece divertido y fácil, pero la fatiga viene después; bueno así me pasa a mí, que ahora traigo las piernas todas doloridas, me dijo mientras frotaba sus rodillas con las manos. Póngase cómodo porque la cena ya no tarda. Y Doña Lucinda apareció cargando los platillos, que por el aroma y la apariencia se presienten suculentos. Codorniz en salsa de chile pasilla, un machacado con nopalitos tiernos y mitades de papas con mantequilla y rociadas con queso que parece parmesano, sin olvidar una ensalada verde coronada con trocitos de betabel y uvas. Una delicia de verdad, todo estuvo exquisito y el broche de oro que cerró la tertulia fue esa copa final de cajazo de huamilón, que me supo a gloria. Ahí mismo, en el comedor, seguimos la sobremesa con café y arroz con leche y mucha plática, aunque por momentos, lo admito, estuve medio ausente pensando en mi sueño de la siesta y capoteando la imagen de la maestra que ocasionalmente se colaba en mi cabeza, como un mosco irritante y obstinado.

   El alcalde me animaba a contarle mis andanzas por la vida, por las ciudades y por los pueblos recolectando historias; su interés es genuino, me lo dicen sus atenciones, sus gestos amistosos, su disposición por colaborar en mi trabajo y yo, que más bien soy reservado y parco cuando se trata de mí, trato de hacer una breve autobiografía  que resulte, al menos, entretenida, pero como siempre, me sale un discurso elusivo y tangencial, casi técnico. Mi hospedador no requirió de mucha perspicacia para notar mis dificultades casi disléxicas para hablar acerca de mí mismo y me alentaba: vamos hombre, que estamos en confianza; no le vendría nada mal soltarse un poco, me sugirió. Finalmente, siguió diciéndome, su experiencia en estos temas es tan grande que bien vale la pena compartirla y supongo, además, que debe tener muchísimas anécdotas divertidas. Así es mi querido señor Espirigota, he pasado por situaciones muy hilarantes en este oficio de auditor de leyendas, que por cierto es un título muy rimbombante, toda vez que solamente me encargo de coleccionar informes, le respondí. Un poco más aligerado, y ayudado por una segunda copa de cajazo, pude contarles a los esposos algunas de mis aventuras más extrañas.

   Les narré, por ejemplo, cómo una vez en la biblioteca pública de la Capital, consultando algunos tomos relativos a mi trabajo, observé a un anciano lector que hojeaba un viejo libraco, al parecer un diccionario. No me pareció nada extraordinario sino hasta que en cierto momento el hombre arrancó una hoja disimuladamente, y espiando a su alrededor para asegurarse que nadie lo miraba, enseguida se metió el papel a la boca y empezó a mascarlo con fruición, cerrando los ojos como si lo estuviera saboreando de veras. Sólo esto me faltaba, pensé en aquel momento, ver a un viejo comer un diccionario. Por supuesto que ya no pude concentrarme en mi trabajo y me dediqué sólo a fingir que leía, pues estaba muy pendiente de su apetito. El caballero siguió revisando el libro muy atento y con su dedo índice marcaba las líneas que, supuestamente, iba leyendo. Al cabo de unos minutos de lectura, de nuevo checaba que nadie le viera y arrancaba otra hoja para comerla. Después de un rato, supongo que cuando ya se sintió satisfecho, se puso de pie y se acercó al estante para dejar el libro en su sitio; luego se fue hasta el escritorio de la encargada, a quien le dijo que había disfrutado mucho la lectura, que muchas gracias. Finalmente salió de la biblioteca muy campante.

   La señora Espirigota casi se desternilla de la risa y el esposo, ese sí se desternilló de plano. En medio de sus carcajadas apenas pudo decirme que después de todo, el papel no sabe tan mal y que además es digerible. Me faltó contarles, les advertí, el final de la anécdota. Verán: cuando ya se retiró el anciano, con alguna curiosidad perversa fui a sacar de su estante el libro incompleto y entonces me enteré que no era un diccionario, sino un compendio ilustrado de recetas austriacas para pasteles. El tipo se había zampado en una sola sentada dos tartas vianesas, una con frambuesas y otra de caramelo con nuez, según pude cotejar en el índice las hojas faltantes. Después de más risas y chacoteos sobre este caso de insólita liberfagia, la calma volvió a la mesa. Y ya repuesto del episodio de hilaridad Don Salmón me avisó que ya era hora de irnos a la plaza, pues seguramente el venerable Don Ramiro no tardaría mucho en llegar. Ya casi son la 9, amigo Ávila, me dijo.

continúa...

jueves, 11 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el Descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Décimaprimera parte.

   A pesar de los cambios registrados en el trascurso de su historia, la iglesia de San Lorenzo conserva ese tufo austero jesuita; en el pequeño atrio, que en otro momento fue un amplio espacio donde los curas de la Compañía enseñaban los más diversos oficios a los indios, sobresale el enorme pórtico de gruesa madera de pino sin pretensiones artísticas. Adentro, los muros y la bóveda principal son blancos, sin ornatos; a lo largo de las naves laterales se aprecian pequeñas cruces de madera, muy sencillas, que señalan las catorce estaciones de la Vía Dolorosa y al final, antes del presbiterio, en la pared derecha está el altar de San Lorenzo Mártir y frente a éste, en el muro del pasillo izquierdo, el de la Virgen de Guadalupe. A esta hora, me comenta el señor Rentería, el templo casi siempre está solo: después de la hora santa sólo se quedan algunos en el Sagrario, para la adoración perpetua del Santísimo, y claro, el padre Mayelo, que siempre anda haciendo arreglos o limpiando, dice.

   Nos acercamos al altar del santo y pude ver que, efectivamente, entre sus manos, junto a la Palma de Mártir, está el cáliz de oro con preciosos engastes de amatista. Debo confesar que cuando escuché la versión en boca de Don Salmón, me pareció una exageración y siempre tuve mis reservas al respecto. Sin embargo ahora, atónito, con mis propios ojos estaba contemplando la valiosa copa que alguien regaló a San Lorenzo hace muchos años, y que sorprendentemente permanece en su sitio pese a que nadie la vigila. El amigo Elías, parado a mi lado muy circunspecto, ora y se santigua frente al beato; cuando termina, sin mirarme, afirma que él y todos en El Leñoso hace muchos tiempo dejaron de preguntarse cómo había llegado hasta ahí el mentado grial y se conformaron con la idea de que era un milagro. Un buen rato seguimos ahí, embobados, mirando a San Lorenzo revestido con su dalmática diaconal bordada por las mujeres piadosas del pueblo.

   Buenos tardes les dé el Señor, se escuchó atrás de nosotros la voz del Padre Mayelo, que se había acercado sin hacer ruidos; bienvenidos a la casa de Dios, que es la de ustedes, nos dijo, mientras que nos extendía su mano para saludarlo con el consabido beso. Ayer en la noche cuando lo conocí la mera verdad no me simpatizó mucho el padrecito, pero ahora, que nos invitó a tomar café a su privado y que amablemente se ofreció a contarnos la historia del templo y que, además, me brindaba su permiso para examinar los archivos de la iglesia para mi investigación, ha empezado a caerme bien. Nos tomó del brazo y cruzamos el presbiterio hacia el ábside, atrás del retablo, y entramos a su pequeña oficina. Ahí todo es orden y sobriedad; apenas un par de libreros, el escritorio y sillas, y una pequeña mesa de servicio donde está la cafetera eléctrica. El comedido anfitrión sirvió las bedidas y enseguida se apoltronó cómodamente: debe ser muy interesante su trabajo, señor Ávila, documentar las leyendas que se escuchan en los pueblos no parece sencillo e imagino que requiere dotes de detective y novelista, dijo mirándome fugazmente, con sus ojos vivarachos que no podían quedarse quietos un momento. Continuó diciendo que de no ser por el llamado que recibió de Dios, le hubiese gustado dedicarse a las letras, que tiene cierta habilidad para contar historias y esas cosas y que, además, es un lector empedernido. Y qué bueno que sucedió así, pues créanme, soy muy feliz con mi ministerio y como escritor a lo mejor ya me hubiera muerto de hambre, remató divertido.

   La atmósfera libre de solemnidades y la bonhomía del religioso me animaron para preguntarle si tenía alguna conjetura de cómo pudo llegar el grial dorado hasta las manos del patrono del pueblo; antes de contestar dio un largo sorbo a su café: como párroco puedo asegurar que se trata de un milagro y punto, sin embargo este asunto tiene muchas aristas terrenales; por ejemplo le puedo mencionar el hecho de que la copa apareció el mismo día que murió Ricardo el descalzo, y si, además, echamos un vistazo a la historia de San Lorenzo podemos ver que fue un celoso guardián de los tesoros del Vaticano, en concreto del Santo Cáliz que Jesús y los apóstoles usaron en la última cena, cuando el emperador romano Valeriano prohibió el culto cristiano, allá por el año 258. Ya metidos en el terreno de las especulaciones, explicaba el cura, podríamos establecer una conexión en todo este enredo: vea usted, mi querido señor Ávila, me decía en tono confidencial: es probable que quien dejó la copa lo hizo porque consideró que era el lugar más indicado para ocultar algo, vista la lealtad a toda prueba del santo; se pudiera colegir que la copa en sí es el mensaje y por la fecha que la dejaron se puede colegir, también, que todo está ligado al descalzo. No le parece, le repliqué a Don Mayelo, que poner algo a la vista de todos para ocultarlo es, por lo menos, extraño. Y su respuesta fue un apabullante razonamiento: a veces lo más obvio es lo menos obvio. Que Dios me perdone tanta barbaridad, exclamó mientras se persignaba.

   La charla con el cura se estaba alargando y Don Elías, que hasta ese momento estuvo muy atento escuchando, se puso de pie para despedirse diciendo que debía hacer algunos pendientes en la oficina de correos antes de cerrarla. Ve con Dios Elías, le apuró el sacerdote quien, una vez solos, me ofreció otra taza de café. Enseguida le comenté, casi a manera de lamento, que mi misión en El Leñoso era solamente recopilar la información necesaria para que otros le dieran forma a la historia de Ricardo el descalzo y luego publicarla en el Catálogo General de las Leyendas Nacionales. pero que ya sentía que me estaba metiendo, sin necesidad, en un tremendo berenjenal. Lo que me respondió me puso un poco más tranquilo; me dijo que el plan de Dios es tan perfecto que admite ciertas imperfecciones y que si mi labor aparentemente se estaba complicando, era por algo. Todos, me dijo, tenemos un propósito previamente diseñado y alterarlo o negarlo es, curiosamente, parte del mismo. Así que cualquier cosas que hagamos o digamos, amigo Aurelio, no cambiará un ápice el resultado. No se trata de un determinismo ramplón, no; es solamente el designio divino de cada quien, así que le sugiero que todo se lo tome con calma. Además, si no tiene nada apremiante en la ciudad, pues disfrute su trabajo, me recomendó.

   El encuentro con el párroco no estaba previsto, se puede decir que fue casi accidental y ahora, puedo afirmarlo, me sentí muy a gusto en su oficina hablando de las leyendas que se cuentan en el pueblo, del fiel diácono Lorenzo que prefirió morir quemado antes de revelar dónde escondió el cáliz sagrado y de cualquier tema, tanto que le pedí que aclarara algunos puntos que me mantenían un poco confundido, como la versión esa de que en El Leñoso todos son familiares. Soltó una carcajada, breve pero ruidosa y me aclaró la especie: cuando mi obispo me avisó que vendría a este sitio, naturalmente sentí curiosidad y busqué algunos datos para, usted sabe, no llegar tan ignorante y una de las cosas que escuche o que leí fue esa, que todos por aquí proceden de una misma familia; de entrada es falso, por supuesto; sin embargo considerando la lejanía y el aislamiento de la región, el mestizaje que se produjo luego que llegaron los primeros españoles, fue muy rápido y muy localizado; vamos, fueron muy pocos los extranjeros y muy pocas las mujeres nativas. Supongo que las primeras familias se empezaron a mezclar entre ellas apenas tuvieron edad y por eso el rumor. Tenía mucho sentido la explicación de mi nuevo amigo clérigo y yo me di por bien servido.

   También le inquirí sobre lo dicho por Don Elías, en el sentido de que muchos de los que lo visitan, se quedan a vivir en El Leñoso. Efectivamente Don Aurelio, me constestó rápidamente: ignoro la causa pero así pasa; y le puedo mencionar muchos ejemplos, empezando por el mío, ya que mi visita era temporal y véame aquí, voy por los 30 años al frente de la parroquia. También el señor Pesquera, de la talabartería, la maestra Cuca y su predecesor el profe Manuel, el señor Jiménez, secretario del ayuntamiento y claro, Mister Andrews, que como usted debe saber, ha jugado un papel de mucha relevancia en nuestra historia. Algo, algo tiene este lugar; a lo mejor el agua del Río Roto o el cajazo de huamilón, quién sabe, y se encogía de hombros el religioso. Y si se descuida un poco mi estimado, exclamó en tono melodramático, puede que usted sea el próximo en quedarse, uno nunca sabe. Esta advertencia me causó cierta gracia, y le repliqué, también en tono melodramático, que esperaba no descuidarme pero que no sería mala idea hacerlo. No se por qué demonios le dije esto último.

  Debe andar por los 75 pero tiene la vitalidad de un adolescente; es de estatura más bien baja con un poco de sobrepeso, y medio calvo. Sus ojitos negros parecen canicas incansables, que no se pueden estar quietas un momento. Y de no ser por su camisa negra impecable con alzacuello blanco, verlo sentado frente a su escritorio moviendo sus brazos enérgicamente y hablando sin parar, evocaría a un agresivo gerente de tienda, no a un sacerdote. Definitivamente Don Mayelo es un tipazo, muy lejano al cura engreído que yo había imaginado ayer, cuando me tendió su mano para besarla; para mi bochorno, ahora, en medio de nuestra agradable entrevista. me doy cuenta que él noto mi recelo de anoche, pero no le dio importancia alguna y lo arregló todo elegantemente, con un pequeño sermón: como a usted, a muchos les resulta incómodo besar mi mano, incluso fingir que la besan, pero no pierda usted de vista que se trata de una reverencia para Dios, no para mí que soy un mortal lleno de defectos y sólo por su gracia, mi mano es el vehículo de sus bendiciones, pontificó. La fina lección me hizo sentir en la cara los colores más quemantes del rubor, pero al final quedé como liberado de la culpa por el desaguisado. Ya no se mortifique más amigo Aurelio: es peccata minuta, dijo, y olvidó el asunto.

   El padre Mayelo se puso de pie y yo asumí que la charla había terminado; me levanté también para despedirme, pero volvió a sentarse y me pidió que esperara tantito: antes de que se vaya quiero invitarlo a la Procesión de San Lorenzo que hacemos cada diez de agosto, día de su onomástico. Todos los años sacamos al beato de la iglesia para hacer un recorrido que inicia en el obelisco, cruza toda la alameda y cuando llega a la iglesia continua por el camino que lleva al Río Roto; es una fecha especial en El Leñoso y todos los vecinos participan en la peregrinación. Continuó diciendo que cuando regresan al santo a su nicho de la iglesia empieza la fiesta popular en la plaza, donde hay bailes y mucha comida; para los niños se traen desde la ciudad los juegos mecánicos como el tíovivo y la rueda de la fortuna. Me parece, reflexionaba Don Mayelo, que es la única ocasión en que el pueblo completo se reúne. Y déjeme le cuento algo muy importante de nuestra celebración anual: cuando la peregrinación pasa por sus casas, todas los familias ponen piedras pulidas en el remolque que lleva a San Lorenzo para que al final, en el río, sean lanzadas al agua. Es una representación muy sentida nuestra, muy extraña quizás, de todo lo negativo que vamos acumulando durante el año. Las piedras sin pulir simbolizan todo lo que nos gustaría cambiar de nosotros mismos, para bien, obviamente, me aclaró el religioso. Cuando las pulimos lentamente durante el año, hasta que quedan bien lisas y brillantes, queremos decirle a Dios que también estamos trabajando en nuestras rocas interiores, como el miedo, el resentimiento o la envidia, suavizándolas poco a poco. Al final, todas nuestras piedras terminan en el fondo del río para sellar nuestro compromiso personal y sincero de mejorar un poco, no importa cuánto.

continúa...





viernes, 5 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Décima parte.

Image result for pinturas de toreros   La casa de gobierno luce desierta y silenciosa; hasta la cotorras serranas de Doña Lucinda están muy serias esta tarde. Al cruzar el pasillo por la derecha, donde están el despacho del presidente y el comedor, sólo se escuchan algunas vocecitas apagadas del personal. Por curiosidad decidí, en vez de entrar a mi cuarto del fondo, dar la vuelta completa por el pasillo. En en lado izquierdo del zaguán de la entrada están las habitaciones privadas de la familia de Don Salmón y la última, que ese momento estaba entreabierta, es una pequeña oficina personal. Un cartel de toros de la Plaza México de 1946 anunciando a Silverio Pérez y a Manuel Rodríguez, Manolete, que iban a lidiar toros de Torrecilla, junto a otros cuadros menores, también taurinos, dominaban la pared frente al pesado escritorio de madera y su butacón de piel. En el muro tras el escritorio, al centro, figura una foto enorme del Jerarca acompañado de su esposa y de un joven que imagino es su hijo Lalo. Ya no quise fisgonear más y regresé al dormitorio pensando en mi anfitrión y su gusto por la fiesta brava.

   Me saqué las botas para tumbarme unos minutos en la cama; en realidad no estaba fatigado por la excursión a la montaña, sin embargo acostado podría hacer una recapitulación más reposada de mi primer día en El Leñoso. Llevaba un registro mental de todo lo acontecido las últimas horas, pero lo indicado sería hacer las anotaciones, como es mi costumbre, en la bitácora de viaje. Me propuse que esta noche después de la fogata, si hay, escribir puntualmente todas las novedades, como debe ser. Tengo una idea muy general de cómo presentar a mis jefes la leyenda del descalzo, sin embargo las nuevas historias paralelas y los personajes implicados, tan extravagantes, que voy conociendo, me revelan que no será tan sencillo. En el pasado logré terminar con éxito trabajos similares pero, ahora, con esta sensación muy extraña que irrumpe por momentos y que no puedo explicar bien a bien, no se si lo consiga. Es como una premonición, o como se diga,

   No hubo recapitulación ni nada; el descanso sólo me sirvió para sumarle interrogantes al asunto, así que resolví salir a buscar a Don Elías para que me acompañara a dar un recorrido por el pueblo. Me dirigí a la oficina de correos para preguntar por él y la encargada me informó que seguramente estaría en la taberna jugando dominó y me dio las señas para llegar: vaya hacia la alameda, por esta misma acera y dos cuadras adelante, en la esquina, ahí está La Dorada, dijo. No fue necesario llegar hasta la cantina pues me lo encontré antes; nos saludamos y le recordé su ofrecimiento de acompañarme al Museo Testimonial de los Héroes. Con todo el gusto, amigo Aurelio, vamos para allá ahora mismo, me respondió.

   El Museo está en uno de los salones de la escuela, no tiene personal y registrarse en el libro de asistencia parece ser el único requisito para entrar. Al momento de anotarme descubrí que las visitas al recinto son esporádicas, lo que no significa que lo descuidan, pues todo luce limpio y ordenado. En la parte central del aula está una vitrina de cristal horizontal alargada y en ella lucen algunos objetos rescatados del campo de batalla, aquel donde heroícamente murió el Capitán Avellanas. Están la cantimplora famosa del raso Meneses, su medalla de honor, la daga de Horacio Adán que mató a Carazul, su casaca militar negra con botonadura dorada que vestía esa madrugada aciaga y un collar con colmillos de lobo de Carazul; también está, por supuesto, la placa conmemorativa donde se narra lo acontecido aquel día glorioso, cuando los liebros fueron derrotados y expulsados para siempre del pueblo.

   Alrededor del salón, repegada a los muros, se muestra una línea cronológica que reseña los sucesos más importantes de El Leñoso. Inicia a la izquierda de la puerta de entrada con algunas pinturas que intentan recrear escenas típicas de los antiguos asentamientos nativos y en una repisa de madera con puertas de vidrio se ven vasijas y morteros, puntas de lanzas talladas en piedra, abalorios muy coloridos y algunas piezas de la indumentaria india. El señor Rentería comenta que las culturas de jollos y liebros eran muy similares, excepto por la ferocidad de los segundos; eran muy salvajes y todo lo querían arreglar a golpes, me comentó. En el siguiente muro está la sección dedicada a la construcción Santa María de los Jollos, episodio considerado como fundacional del pueblo. Antiguos óleos muestran a los sacerdotes enseñando el evangelio y las letras  a los niños indígenas y en labores de alfarería; destaca un retrato de Francisco de Viedma, el jesuita fundador de la misión. quien murió aquí un poco antes de que la Compañía de Jesús fuera proscrita. Un relicario, algunos crucifijos, devocionarios y otros objetos personales, posiblemente olvidados por los curas cuando los largaron, figuran en otra repisa.

   En el muro del fondo, frente a la entrada, sobresale un lienzo vertical en tamaño natural del valeroso Horacio Adán, luciendo su traje militar de gala con la mano derecha en la empuñadura de su espada y la izquierda sobre su corazón. A sus lados se ilustran los dos períodos de la bonanza minera: el primero, cuando accidentalmente se descubrieron los primeros filones de oro y el segundo, cuando los trabajos del geólogo Zachary Andrews, le dieron el segundo esplendor a la mina de la Virgen. Ahí estaba la foto en sepia del americano, el famoso Mister Andrux, fumando su pipa sentado en alguno de los descansos del Sendero de la Gruta. Finalmente en la pared lateral restante figura la crónica de los acontecimientos más recientes de El Leñoso, así como una galería con los retratos de todos sus alcaldes. Mi improvisado guía en el museo me advierte que ya no tardan en cerrarlo pues la encargada, la maestra Cuca, está por concluir sus clases de la tarde y al final deja toda la escuela bajo llave. Salimos del salón y al encaminarnos hacia la salida, en otra de las aulas vi a la maestra frente al grupito de cuatro o cinco muchachos de secundaria. Mirarla así, de pronto, me hizo tropezar ligeramente con mi  acompañante y de la forma más disimulada que pude di un paso atrás para verla de nuevo. Es hermosa la maestra, con su cabello recogido en un chongo y sus pequeñas gafas y su discreto traje sastre que la hace ver tan distinguida y ese aplomo con el dicta la materia. Dios mío.

   Mi querido señor Ávila, parece que acaba de ver al diablo, me bromeó Don Elías cuando notó mi turbación y lo único que atiné a contestar, o a balbucir fue: todo lo contrario caballero, todo lo contrario. Y salimos de la escuela, muy callados con rumbo al templo de San Lorenzo Mártir. Sin verlo, sentía las miraditas divertidas del chofer y cuando cruzábamos por la plaza empezó a responder todas las preguntas que, debo confesar, traía en la cabeza, pero que nunca pronuncié. Se llama Ana Refugio Hernández y llegó a El Leñoso hace 3 años, en 1961; venía para suplir temporalmente al Profe Manuel que en paz descanse, pero su encargo se fue alargando, hasta que decidió quedarse. Es curioso, reflexionaba Don Elías, pero casi todos los que vienen por acá, sin importar el propósito, se quedan con nosotros.

continúa...

lunes, 1 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Novena parte

   El pescado tatemado es delicioso; no se si fue el hambre pero me supo muy bien. Apenas nos vieron bajar del Sendero, los pescadores pusieron las carpas en el asador y en cuestión de minutos estuvieron listas. Y después, por supuesto, unas copitas de cajazo de huamilón. La sobremesa, sentados en la orilla del Rio Roto, fue una conversación superficial a la que Don Salmón Espirigota invitó a sus amigos. Ellos, como el resto de los habitantes de El Leñoso que ya conozco, lo trataban con una familiaridad admirable envuelta en respeto. Es evidente que goza de todas las simpatías en su pueblo, y supongo que es el resultado de su interés por todos.

Image result for fotos de puentes en bosques
   El Jerarca se puso de pie y dijo que era hora de regresar; caminamos hacia los árboles para abordar la Ford 60 y los pescadores se quedaron en el río. Me pareció un poco extraño dejarlos, pues estaban ahí desde temprano y además, por lo que pude ver, sólo habían capturado las carpas de la comida, pero no dije nada ni pregunté nada. Nos pusimos en marcha y durante el trayecto nos detuvimos un par de veces para que algunos mineros que regresaban de la Virgen subieran al camión y llevarlos. Aproveché el viaje para comentar con mi anfitrión lo sorprendente que me parecía su relación con los vecinos y lo que me contestó fue un seminario de liderazgo de medio párrafo: sólo trato, me dijo, de entender que lo que ellos hacen y dicen, es tan importante como lo que yo hago y digo. Y cuando ellos entienden que somos básicamente iguales e importantes, en lugar de debilitarse, la autoridad se fortalece. Por eso funciona tan bien, amigo Aurelio, y también porque intentamos mantener todo en los términos más simples, sin complicaciones. En resumen, no nos tomamos tan en serio, remató.

   Avanzamos hacia el pueblo por la brecha polvorienta, con el sol enflaquecido de frente, a punto de perderse en las colinas del horizonte. Trataba de no pensar en lo intrincado que se estaba tornando mi labor de auditor de leyendas en El Leñoso, pero también disfrutaba de esa sensación de misterio y confusión que por momentos me invadía. Mi compañero de viaje estropeó el momento cuando comentó que qué bueno que le había mencionado eso de las relaciones, pues es bueno que usted sepa que la cosa política por acá, como ya habrá notado, es un poco diferente. Yo soy el presidente municipal porque la Mesa de Notables me eligió, vaya usted a saber por qué; nuestro pueblo se gobierna, por supuesto, en base a la Carta Magna, cuidadosamente adecuada a nuestros usos y costumbres, de manera que lo que hagamos no altere su contenido básico. Así por ejemplo, la Unión es muy respetuosa de las decisiones que tomamos y nosotros también respetamos las suyas. Enviamos a la Capital puntualmente nuestras contribuciones y recibimos, igualmente los servicios disponibles, como la electrificación, la atención médica, los maestros, etc.

   Ciertamente, continuó diciéndome Espirigota, para un observador bisoño como usted, pareciera que nuestra comunidad está aislada del mundo e ignorada por la Unión, en virtud de sus costumbres. Pareciera también que sólo nos siguen la corriente, que cuando piensan en nosotros piensan en una runfla de excéntricos gobernados por leyendas como la de Ricardo el descalzo, por ejemplo. Y curiosamente, mi querido señor Ávila, esta percepción es la que nos ha hecho florecer como comunidad y como personas. El sermón del Jerarca era cada vez más febril: definitivamente la tranquilidad de El Leñoso se la debemos a Dios, porque a pesar de la riqueza temporal de la Sierra de la Virgen y de nuestra tierra tan fértil, la voracidad del gobierno y de las empresas no nos destruyeron. Incluso, en la época de  la Revuelta Civil, cuando la mina estaba en pleno auge, los federales y los rebeldes que llegaron a pasar por aquí, sólo nos esculcaban para robarse lo que traíamos puesto y nunca repararon en lo demás. Primero llegaron los revoltosos diciendo que estaban liberando al pueblo y buscaban a los soldados para ejecutarlos; saquearon nuestras casas y se largaron. Después llegaron los federales diciendo que estaban defendiendo a la Patria y que buscaban a los revoltosos para ejecutarlos; ellos también saquearon nuestras casa y se largaron. Finalmente Don Salmón me preguntó si todo esto no me parecía protección divina y yo le contesté que sí.

   El cementerio de la iglesia ya era visible y el conductor de la camioneta Ford 60, después de su encendido discurso parecía muy contento, a juzgar por su sonrisa casi infantil. Giraba su cabeza para verme y enseguida volvía a mirar al camino, supongo que esperaba que yo dijera algo pero no se me ocurrió nada pertinente. Y de nuevo tomó la palabra para contarme que le gustaba mucho su trabajo de alcalde, pero que le gustaría más no serlo y enseguida me dijo algo que yo interpreté como una disculpa: no piense que soy un dictadorzuelo, no, no, no; lo que sucede es que siempre que les presento mi renuncia, con la idea de refrescar el mando en El Leñoso, los ancianos de la Mesa de Notables me dicen que me espere tantito, a que nos organicemos mejor. El asunto es que siempre estamos bien organizados.

   Cuando llegamos a la casa de gobierno le agradecí el paseo, que sinceramente disfruté mucho; también le avisé que iría al dormitorio a tumbarme en la cama un rato y que más tarde planeaba buscar a Don Elías Rentería, el chofer, para ver si estaba disponible y dar una vuelta por el museo y por el templo, para conocer el cáliz de oro puro de San Lorenzo Mártir.

continúa...