martes, 16 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Capítulo I. Crónicas del Sendero de la Gruta. Decimatercera parte.

   Otra vez el espacio de la plaza destinado a la fogata estaba colmado de bancas que en cuestión de minutos se fueron ocupando; del rumbo de la alameda se veían venir familias enteras para seguir escuchando el cuento de Ricardo el descalzo, que como ya sabemos, la noche anterior fue cortado intempestivamente por el ataque de asma de Don Ramiro. Nos sentamos en la banca reservada para el alcalde, esta vez sin la compañía de Don Mayelo, el cura. Mientras llegaba el anciano, con gran disimulo según yo,  me dediqué a buscar en esa multitud de rostros sonrientes y apacibles, el de la maestra. No la vi por ningún lado y estuve tentado a preguntar por ella a Don Salmón, pero descarté la idea de inmediato, así que me quedé con las ganas de verla de nuevo.

   Por fin llegó el viejo venerable, pidió una disculpa por la interrupción de su relato y todavía se dio el tiempo para recomendar el remedio para el asma de su esposa Julieta que, dijo, es muy bueno también para la tos y la bronquitis. Enseguida reanudó la narración y todos en la plaza guardamos silencio, expectantes.

"El descalzo se fue hacia el norte por la brecha que bordea el Río Roto, a la Sierra Gruesa, a buscar venados y gatos salvajes pues cazar conejos ya no lo emocionaba y le parecía un juego de niños muy aburrido. Iba muy ligero de carga, con una sola mochila de lona en la que metió sus frazadas, trozos de cecina seca, uno o dos trastes de peltre que su madre Antonia le obligó a cargar, cajas de fósforos de madera, café  y otros efectos. Colgadas a su cinturón de baqueta portaba su cantimplora y la funda con su enorme cuchillo de carnicero. Y en la bolsa trasera de su pantalón de pechera de mezclilla, lleva el pequeño diario con pastas gruesas que su hermana Lila le regaló para que escribiera las cosas importantes que le ocurrieran en el viaje. Antes de que se fuera, la pobre mamá le insistió mucho que se pusiera las botas de Don Ricardo viejo, pues en la sierra se le iban a congelar los pies con ese frío ingrato que hace en las noches. No quiso las botas, claro que no, pero sí se puso la chamarra de borreguita para compensar su negativa; le dijo que no se angustiara, que él iba a estar muy bien y le repitió su juramento de pedir la protección de San Huberto a toda hora.

"Total que en la casa se quedaron todos llorosos, rezando el Rosario para que al muchacho no le fuera a pasar nada grave en la cacería. Las hermanitas gemelas de Ricardo eran las más tristes, pues estaban muy encariñadas porque siempre las cuidaba mucho y hasta las defendía de los regaños y los gritos de Antonia. Por las noches pasaba largos ratos con ellas, ayudándolas con la tarea de la escuela y también las enseñaba a escribir con esa letra tan bonita que él sabía escribir, y trataba de enseñarles como su mamá lo enseñó a él, con mucha paciencia y con mucho cariño. A lo mejor por eso aprendió a escribir tan bonito, y eso que nunca fue a la escuela, pues prefirió dedicarse a la cacería desde muy niño. Cuando Ricardo se despidió, la gemela Lila le recordó que tenía que escribir todo en la libreta, pues así no olvidaría nada cuando estuviera de vuelta y les contara sus aventuras.

"Y se fue el descalzo muy ilusionado con su primera excursión de cacería a la Sierra Gruesa, pensando en todas las hazañas que seguramente iba a protagonizar, en los peligros que tendría que enfrentar, pues cazar un gato montés no es cosa fácil, pero estaba totalmente convencido que regresaría con algunas pieles sobre su espalda. Camino al río, para tomar la senda hacia el norte, Ricardo se encontró con algunos vecinos que, azorados por su iniciativa, le preguntaban por qué no cargaba con una pistola o un rifle, pues sólo con la daga no iba a poder capturar ningún gato. Les respondió que seguramente él sí podría hacerlo, pues además de su habilidad para lanzar el cuchillo, tenía la paciencia necesaria para esperar el momento justo de atacarlo y se si hacía necesario luchar cuerpo a cuerpo con el felino lo haría, porque también era muy fuerte y ágil. A lo mejor porque era un mozalbete de 16 años, a veces parecía imprudente, pero tenía una determinación tremenda y no lo amedrentaba la fiereza de los animales en la sierra.

"Cuando llegó a la orilla del río donde está el puente de piedra que lleva al Sendero de la Gruta, el descalzo saludó a los pescadores que siempre andan por ahí y uno de ellos, Eliseo, muy conocido de Don Ricardo viejo, todavía trató de convencerlo para que no se fuera, diciéndole que en las cercanías de la Virgen había mucho qué cazar. El descalzo le contestó escuetamente que lo que él buscaba eran pieles de gatos salvajes y que sólamente en la Sierra Gruesa las encontraría. Y también a Eliseo lo dejó un poco más tranquilo con la promesa de que sería muy cuidadoso y de que se encomendaría al protector de los cazadores. Antes de despedirse, en un intentó que dejarla menos afligida, el muchacho le pidió a Eliseo que por favor le recordara a su mamá que la quería mucho y que si en su travesía se le llegaba a aparecer el venado de San Huberto que trae un crucifijo enredado en la cornamenta, en ese preciso instante se regresaba y dejaba por la paz este asunto de ser cazador de fieras salvajes. Con ustedes puedo ser un poco rebelde y desobediente, pero con Dios no, le dijo y se enfiló hacia el camino casi abandonado que corre junto al río. Eliseo, conmovido por su promesa lo alcanzó corriendo y le regaló la navaja que usaba para destripar las carpas; le dijo que de algo te podría servir, Ricardito, que Dios te lleve.

"Más ligero de culpa pensando que su madre estaría menos angustiada, el descalzo se fue alejando de El Leñoso, contemplando el paisaje portentoso que lo rodeaba: por un lado la cordillera interminable de la Virgen y el Río Roto y por el otro, los extensos sembradíos de maíz y los campos de huamilón, que a esa hora de la tarde parecían cubiertos de un manto de luz ligeramente dorado. Mientras avanzaba, en las riberas eran cada vez más los árboles secos que las crecientes del río iban dejando cada año y que por cierto, fueron el origen del nombre de nuestro pueblo; había leña suficiente para todo y para todos, incluso si algún año la corriente no dejaba troncos nuevos. Ricardo arrancó una rama de unos los arboles caídos con la idea de fabricar algo así como una lanza y mientras caminaba, empezó a afilarla, pues se le ocurrió el plan de atrapar una buena carpa, o al menos un par de mojarras para la cena. Cuando su artilugio quedó listo, con la punta muy filosa, se acercó a la orilla del río y pacientemente esperó a que algún pez descuidado se aproximara para ensartarlo. El agua del Roto es cristalina y más hacia el norte, donde no hay mucha actividad que la enturbie, y los pescados se ven muy claritos, nadando confiadamente por ahí. Después del algún rato de espera, el descalzo vio acercarse a la nata de légamo de la orilla una carpa de buen tamaño, se puso en posición de lanzar su palo y justo cuando el animal estaba de lado dando mordiditas a una hebra del limo, zas, lo ensartó de lado a lado con un pullazo muy certero.  Con su lanza al hombro, aún con la presa atravesada dando estertores momentáneos, el cazador avanzó un buen tramo del camino antes de hacer su primera parada nocturna para cenar y descansar.

"A Ricardo el descalzo le gustó un gran álamo próximo a la orilla del río para acampar; junto al tronco dejó su escaso equipaje y se aprestó a reunir leña suficiente para pasar la noche sin frío. Ya estaba oscureciendo y afortunadamente para el aventurero, que nada sabía de sus fases, y que ciertamente no había reparado en el tema de la oscuridad en el campo, la luna parecía un farol distante muy oportuno. Mientras que la lumbre agarraba vuelo, con la navaja de Eliseo raspó las escamas vidriosas del pez y le hizo una rajada a todo lo largo de la panza para sacarle los adentros y nuevamente la ensartó en la lanza para asarla en el fuego. Recargado en el añoso tronco Ricardo comió lentamente cuidándose mucho de no tragar las espinas, pues las carpas tienen muchas y algunas muy finitas. Se sentía muy contento de su primera jornada y deseaba que la noche pasara muy pronto para emprender de nuevo su ruta a la Sierra Gruesa donde, dicen, merodean los temibles gatos monteses. Luego de la cena tendió sus frazadas cerca de la fogata y antes de acostarse buscó maderos secos más grandes para mantenerla viva toda la noche. Finalmente se dispuso a dormir y fiel a su costumbre dijo las oraciones que su mamá le repetía desde que era un chavalo de cuna.

"Y se quedó muy quieto, con sus manos cruzadas en la nuca intentando conciliar el sueño, sin embargo, a pesar de su arrojo y de su valentía, empezó a sentir miedo cuando los ruidos nocturnos del campo aparecieron. Primero los reclamos de los sapotoros del río, que con su croar intermitente y ronco, desesperan al más pintado; y después los aullidos de los coyotes que aunque lejanos, cuando retumban en las laderas de la montaña, parecía que estaban ahí, detrás del álamo, tan cerca que le ponían todos sus pelos de punta. Era su primera noche lejos de casa y estaba sólo, acostado en medio de la nada a merced de las criaturas salvajes del campo. Muy asustado, se paró para atizar la lumbre y hacerla más grande con la idea de que los coyotes no se acercaran y permaneció mucho rato sentado cerca de las llamas pidiéndole a Dios que por favor lo protegiera. Ni siquiera se atrevía a voltear su cabeza hacia el árbol, y sólo miraba los troncos ardiendo. En esos momento de pavor quería ver aparecer al venado del santo con su crucifijo colgado de los cuernos, para poder regresar a su casa corriendo y decirle a su madre que ya no quería cazar gatos monteses. Se esforzaba mucho por pensar cosas bonitas para que se le pasara el miedo, y pensaba en su madre, en sus hermanitas gemelas haciendo la tarea, en su trabajo de la mina que tanto le gustaba, en los conejos y en las lagartijas que atrapaba de pequeño. En todo eso pensaba el descalzo, hasta que sin saber cómo, se fue quedando dormido, entre los asaltos de pánico y el consuelo de sus pensamientos felices.

continúa...

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