lunes, 1 de febrero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Novena parte

   El pescado tatemado es delicioso; no se si fue el hambre pero me supo muy bien. Apenas nos vieron bajar del Sendero, los pescadores pusieron las carpas en el asador y en cuestión de minutos estuvieron listas. Y después, por supuesto, unas copitas de cajazo de huamilón. La sobremesa, sentados en la orilla del Rio Roto, fue una conversación superficial a la que Don Salmón Espirigota invitó a sus amigos. Ellos, como el resto de los habitantes de El Leñoso que ya conozco, lo trataban con una familiaridad admirable envuelta en respeto. Es evidente que goza de todas las simpatías en su pueblo, y supongo que es el resultado de su interés por todos.

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   El Jerarca se puso de pie y dijo que era hora de regresar; caminamos hacia los árboles para abordar la Ford 60 y los pescadores se quedaron en el río. Me pareció un poco extraño dejarlos, pues estaban ahí desde temprano y además, por lo que pude ver, sólo habían capturado las carpas de la comida, pero no dije nada ni pregunté nada. Nos pusimos en marcha y durante el trayecto nos detuvimos un par de veces para que algunos mineros que regresaban de la Virgen subieran al camión y llevarlos. Aproveché el viaje para comentar con mi anfitrión lo sorprendente que me parecía su relación con los vecinos y lo que me contestó fue un seminario de liderazgo de medio párrafo: sólo trato, me dijo, de entender que lo que ellos hacen y dicen, es tan importante como lo que yo hago y digo. Y cuando ellos entienden que somos básicamente iguales e importantes, en lugar de debilitarse, la autoridad se fortalece. Por eso funciona tan bien, amigo Aurelio, y también porque intentamos mantener todo en los términos más simples, sin complicaciones. En resumen, no nos tomamos tan en serio, remató.

   Avanzamos hacia el pueblo por la brecha polvorienta, con el sol enflaquecido de frente, a punto de perderse en las colinas del horizonte. Trataba de no pensar en lo intrincado que se estaba tornando mi labor de auditor de leyendas en El Leñoso, pero también disfrutaba de esa sensación de misterio y confusión que por momentos me invadía. Mi compañero de viaje estropeó el momento cuando comentó que qué bueno que le había mencionado eso de las relaciones, pues es bueno que usted sepa que la cosa política por acá, como ya habrá notado, es un poco diferente. Yo soy el presidente municipal porque la Mesa de Notables me eligió, vaya usted a saber por qué; nuestro pueblo se gobierna, por supuesto, en base a la Carta Magna, cuidadosamente adecuada a nuestros usos y costumbres, de manera que lo que hagamos no altere su contenido básico. Así por ejemplo, la Unión es muy respetuosa de las decisiones que tomamos y nosotros también respetamos las suyas. Enviamos a la Capital puntualmente nuestras contribuciones y recibimos, igualmente los servicios disponibles, como la electrificación, la atención médica, los maestros, etc.

   Ciertamente, continuó diciéndome Espirigota, para un observador bisoño como usted, pareciera que nuestra comunidad está aislada del mundo e ignorada por la Unión, en virtud de sus costumbres. Pareciera también que sólo nos siguen la corriente, que cuando piensan en nosotros piensan en una runfla de excéntricos gobernados por leyendas como la de Ricardo el descalzo, por ejemplo. Y curiosamente, mi querido señor Ávila, esta percepción es la que nos ha hecho florecer como comunidad y como personas. El sermón del Jerarca era cada vez más febril: definitivamente la tranquilidad de El Leñoso se la debemos a Dios, porque a pesar de la riqueza temporal de la Sierra de la Virgen y de nuestra tierra tan fértil, la voracidad del gobierno y de las empresas no nos destruyeron. Incluso, en la época de  la Revuelta Civil, cuando la mina estaba en pleno auge, los federales y los rebeldes que llegaron a pasar por aquí, sólo nos esculcaban para robarse lo que traíamos puesto y nunca repararon en lo demás. Primero llegaron los revoltosos diciendo que estaban liberando al pueblo y buscaban a los soldados para ejecutarlos; saquearon nuestras casas y se largaron. Después llegaron los federales diciendo que estaban defendiendo a la Patria y que buscaban a los revoltosos para ejecutarlos; ellos también saquearon nuestras casa y se largaron. Finalmente Don Salmón me preguntó si todo esto no me parecía protección divina y yo le contesté que sí.

   El cementerio de la iglesia ya era visible y el conductor de la camioneta Ford 60, después de su encendido discurso parecía muy contento, a juzgar por su sonrisa casi infantil. Giraba su cabeza para verme y enseguida volvía a mirar al camino, supongo que esperaba que yo dijera algo pero no se me ocurrió nada pertinente. Y de nuevo tomó la palabra para contarme que le gustaba mucho su trabajo de alcalde, pero que le gustaría más no serlo y enseguida me dijo algo que yo interpreté como una disculpa: no piense que soy un dictadorzuelo, no, no, no; lo que sucede es que siempre que les presento mi renuncia, con la idea de refrescar el mando en El Leñoso, los ancianos de la Mesa de Notables me dicen que me espere tantito, a que nos organicemos mejor. El asunto es que siempre estamos bien organizados.

   Cuando llegamos a la casa de gobierno le agradecí el paseo, que sinceramente disfruté mucho; también le avisé que iría al dormitorio a tumbarme en la cama un rato y que más tarde planeaba buscar a Don Elías Rentería, el chofer, para ver si estaba disponible y dar una vuelta por el museo y por el templo, para conocer el cáliz de oro puro de San Lorenzo Mártir.

continúa...

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