Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Décimaprimera parte.
A pesar de los cambios registrados en el trascurso de su historia, la iglesia de San Lorenzo conserva ese tufo austero jesuita; en el pequeño atrio, que en otro momento fue un amplio espacio donde los curas de la Compañía enseñaban los más diversos oficios a los indios, sobresale el enorme pórtico de gruesa madera de pino sin pretensiones artísticas. Adentro, los muros y la bóveda principal son blancos, sin ornatos; a lo largo de las naves laterales se aprecian pequeñas cruces de madera, muy sencillas, que señalan las catorce estaciones de la Vía Dolorosa y al final, antes del presbiterio, en la pared derecha está el altar de San Lorenzo Mártir y frente a éste, en el muro del pasillo izquierdo, el de la Virgen de Guadalupe. A esta hora, me comenta el señor Rentería, el templo casi siempre está solo: después de la hora santa sólo se quedan algunos en el Sagrario, para la adoración perpetua del Santísimo, y claro, el padre Mayelo, que siempre anda haciendo arreglos o limpiando, dice.
Nos acercamos al altar del santo y pude ver que, efectivamente, entre sus manos, junto a la Palma de Mártir, está el cáliz de oro con preciosos engastes de amatista. Debo confesar que cuando escuché la versión en boca de Don Salmón, me pareció una exageración y siempre tuve mis reservas al respecto. Sin embargo ahora, atónito, con mis propios ojos estaba contemplando la valiosa copa que alguien regaló a San Lorenzo hace muchos años, y que sorprendentemente permanece en su sitio pese a que nadie la vigila. El amigo Elías, parado a mi lado muy circunspecto, ora y se santigua frente al beato; cuando termina, sin mirarme, afirma que él y todos en El Leñoso hace muchos tiempo dejaron de preguntarse cómo había llegado hasta ahí el mentado grial y se conformaron con la idea de que era un milagro. Un buen rato seguimos ahí, embobados, mirando a San Lorenzo revestido con su dalmática diaconal bordada por las mujeres piadosas del pueblo.
Buenos tardes les dé el Señor, se escuchó atrás de nosotros la voz del Padre Mayelo, que se había acercado sin hacer ruidos; bienvenidos a la casa de Dios, que es la de ustedes, nos dijo, mientras que nos extendía su mano para saludarlo con el consabido beso. Ayer en la noche cuando lo conocí la mera verdad no me simpatizó mucho el padrecito, pero ahora, que nos invitó a tomar café a su privado y que amablemente se ofreció a contarnos la historia del templo y que, además, me brindaba su permiso para examinar los archivos de la iglesia para mi investigación, ha empezado a caerme bien. Nos tomó del brazo y cruzamos el presbiterio hacia el ábside, atrás del retablo, y entramos a su pequeña oficina. Ahí todo es orden y sobriedad; apenas un par de libreros, el escritorio y sillas, y una pequeña mesa de servicio donde está la cafetera eléctrica. El comedido anfitrión sirvió las bedidas y enseguida se apoltronó cómodamente: debe ser muy interesante su trabajo, señor Ávila, documentar las leyendas que se escuchan en los pueblos no parece sencillo e imagino que requiere dotes de detective y novelista, dijo mirándome fugazmente, con sus ojos vivarachos que no podían quedarse quietos un momento. Continuó diciendo que de no ser por el llamado que recibió de Dios, le hubiese gustado dedicarse a las letras, que tiene cierta habilidad para contar historias y esas cosas y que, además, es un lector empedernido. Y qué bueno que sucedió así, pues créanme, soy muy feliz con mi ministerio y como escritor a lo mejor ya me hubiera muerto de hambre, remató divertido.
La atmósfera libre de solemnidades y la bonhomía del religioso me animaron para preguntarle si tenía alguna conjetura de cómo pudo llegar el grial dorado hasta las manos del patrono del pueblo; antes de contestar dio un largo sorbo a su café: como párroco puedo asegurar que se trata de un milagro y punto, sin embargo este asunto tiene muchas aristas terrenales; por ejemplo le puedo mencionar el hecho de que la copa apareció el mismo día que murió Ricardo el descalzo, y si, además, echamos un vistazo a la historia de San Lorenzo podemos ver que fue un celoso guardián de los tesoros del Vaticano, en concreto del Santo Cáliz que Jesús y los apóstoles usaron en la última cena, cuando el emperador romano Valeriano prohibió el culto cristiano, allá por el año 258. Ya metidos en el terreno de las especulaciones, explicaba el cura, podríamos establecer una conexión en todo este enredo: vea usted, mi querido señor Ávila, me decía en tono confidencial: es probable que quien dejó la copa lo hizo porque consideró que era el lugar más indicado para ocultar algo, vista la lealtad a toda prueba del santo; se pudiera colegir que la copa en sí es el mensaje y por la fecha que la dejaron se puede colegir, también, que todo está ligado al descalzo. No le parece, le repliqué a Don Mayelo, que poner algo a la vista de todos para ocultarlo es, por lo menos, extraño. Y su respuesta fue un apabullante razonamiento: a veces lo más obvio es lo menos obvio. Que Dios me perdone tanta barbaridad, exclamó mientras se persignaba.
La charla con el cura se estaba alargando y Don Elías, que hasta ese momento estuvo muy atento escuchando, se puso de pie para despedirse diciendo que debía hacer algunos pendientes en la oficina de correos antes de cerrarla. Ve con Dios Elías, le apuró el sacerdote quien, una vez solos, me ofreció otra taza de café. Enseguida le comenté, casi a manera de lamento, que mi misión en El Leñoso era solamente recopilar la información necesaria para que otros le dieran forma a la historia de Ricardo el descalzo y luego publicarla en el Catálogo General de las Leyendas Nacionales. pero que ya sentía que me estaba metiendo, sin necesidad, en un tremendo berenjenal. Lo que me respondió me puso un poco más tranquilo; me dijo que el plan de Dios es tan perfecto que admite ciertas imperfecciones y que si mi labor aparentemente se estaba complicando, era por algo. Todos, me dijo, tenemos un propósito previamente diseñado y alterarlo o negarlo es, curiosamente, parte del mismo. Así que cualquier cosas que hagamos o digamos, amigo Aurelio, no cambiará un ápice el resultado. No se trata de un determinismo ramplón, no; es solamente el designio divino de cada quien, así que le sugiero que todo se lo tome con calma. Además, si no tiene nada apremiante en la ciudad, pues disfrute su trabajo, me recomendó.
El encuentro con el párroco no estaba previsto, se puede decir que fue casi accidental y ahora, puedo afirmarlo, me sentí muy a gusto en su oficina hablando de las leyendas que se cuentan en el pueblo, del fiel diácono Lorenzo que prefirió morir quemado antes de revelar dónde escondió el cáliz sagrado y de cualquier tema, tanto que le pedí que aclarara algunos puntos que me mantenían un poco confundido, como la versión esa de que en El Leñoso todos son familiares. Soltó una carcajada, breve pero ruidosa y me aclaró la especie: cuando mi obispo me avisó que vendría a este sitio, naturalmente sentí curiosidad y busqué algunos datos para, usted sabe, no llegar tan ignorante y una de las cosas que escuche o que leí fue esa, que todos por aquí proceden de una misma familia; de entrada es falso, por supuesto; sin embargo considerando la lejanía y el aislamiento de la región, el mestizaje que se produjo luego que llegaron los primeros españoles, fue muy rápido y muy localizado; vamos, fueron muy pocos los extranjeros y muy pocas las mujeres nativas. Supongo que las primeras familias se empezaron a mezclar entre ellas apenas tuvieron edad y por eso el rumor. Tenía mucho sentido la explicación de mi nuevo amigo clérigo y yo me di por bien servido.
También le inquirí sobre lo dicho por Don Elías, en el sentido de que muchos de los que lo visitan, se quedan a vivir en El Leñoso. Efectivamente Don Aurelio, me constestó rápidamente: ignoro la causa pero así pasa; y le puedo mencionar muchos ejemplos, empezando por el mío, ya que mi visita era temporal y véame aquí, voy por los 30 años al frente de la parroquia. También el señor Pesquera, de la talabartería, la maestra Cuca y su predecesor el profe Manuel, el señor Jiménez, secretario del ayuntamiento y claro, Mister Andrews, que como usted debe saber, ha jugado un papel de mucha relevancia en nuestra historia. Algo, algo tiene este lugar; a lo mejor el agua del Río Roto o el cajazo de huamilón, quién sabe, y se encogía de hombros el religioso. Y si se descuida un poco mi estimado, exclamó en tono melodramático, puede que usted sea el próximo en quedarse, uno nunca sabe. Esta advertencia me causó cierta gracia, y le repliqué, también en tono melodramático, que esperaba no descuidarme pero que no sería mala idea hacerlo. No se por qué demonios le dije esto último.
Debe andar por los 75 pero tiene la vitalidad de un adolescente; es de estatura más bien baja con un poco de sobrepeso, y medio calvo. Sus ojitos negros parecen canicas incansables, que no se pueden estar quietas un momento. Y de no ser por su camisa negra impecable con alzacuello blanco, verlo sentado frente a su escritorio moviendo sus brazos enérgicamente y hablando sin parar, evocaría a un agresivo gerente de tienda, no a un sacerdote. Definitivamente Don Mayelo es un tipazo, muy lejano al cura engreído que yo había imaginado ayer, cuando me tendió su mano para besarla; para mi bochorno, ahora, en medio de nuestra agradable entrevista. me doy cuenta que él noto mi recelo de anoche, pero no le dio importancia alguna y lo arregló todo elegantemente, con un pequeño sermón: como a usted, a muchos les resulta incómodo besar mi mano, incluso fingir que la besan, pero no pierda usted de vista que se trata de una reverencia para Dios, no para mí que soy un mortal lleno de defectos y sólo por su gracia, mi mano es el vehículo de sus bendiciones, pontificó. La fina lección me hizo sentir en la cara los colores más quemantes del rubor, pero al final quedé como liberado de la culpa por el desaguisado. Ya no se mortifique más amigo Aurelio: es peccata minuta, dijo, y olvidó el asunto.
El padre Mayelo se puso de pie y yo asumí que la charla había terminado; me levanté también para despedirme, pero volvió a sentarse y me pidió que esperara tantito: antes de que se vaya quiero invitarlo a la Procesión de San Lorenzo que hacemos cada diez de agosto, día de su onomástico. Todos los años sacamos al beato de la iglesia para hacer un recorrido que inicia en el obelisco, cruza toda la alameda y cuando llega a la iglesia continua por el camino que lleva al Río Roto; es una fecha especial en El Leñoso y todos los vecinos participan en la peregrinación. Continuó diciendo que cuando regresan al santo a su nicho de la iglesia empieza la fiesta popular en la plaza, donde hay bailes y mucha comida; para los niños se traen desde la ciudad los juegos mecánicos como el tíovivo y la rueda de la fortuna. Me parece, reflexionaba Don Mayelo, que es la única ocasión en que el pueblo completo se reúne. Y déjeme le cuento algo muy importante de nuestra celebración anual: cuando la peregrinación pasa por sus casas, todas los familias ponen piedras pulidas en el remolque que lleva a San Lorenzo para que al final, en el río, sean lanzadas al agua. Es una representación muy sentida nuestra, muy extraña quizás, de todo lo negativo que vamos acumulando durante el año. Las piedras sin pulir simbolizan todo lo que nos gustaría cambiar de nosotros mismos, para bien, obviamente, me aclaró el religioso. Cuando las pulimos lentamente durante el año, hasta que quedan bien lisas y brillantes, queremos decirle a Dios que también estamos trabajando en nuestras rocas interiores, como el miedo, el resentimiento o la envidia, suavizándolas poco a poco. Al final, todas nuestras piedras terminan en el fondo del río para sellar nuestro compromiso personal y sincero de mejorar un poco, no importa cuánto.
continúa...
Crónicas del Sendero de la Gruta. Décimaprimera parte.
A pesar de los cambios registrados en el trascurso de su historia, la iglesia de San Lorenzo conserva ese tufo austero jesuita; en el pequeño atrio, que en otro momento fue un amplio espacio donde los curas de la Compañía enseñaban los más diversos oficios a los indios, sobresale el enorme pórtico de gruesa madera de pino sin pretensiones artísticas. Adentro, los muros y la bóveda principal son blancos, sin ornatos; a lo largo de las naves laterales se aprecian pequeñas cruces de madera, muy sencillas, que señalan las catorce estaciones de la Vía Dolorosa y al final, antes del presbiterio, en la pared derecha está el altar de San Lorenzo Mártir y frente a éste, en el muro del pasillo izquierdo, el de la Virgen de Guadalupe. A esta hora, me comenta el señor Rentería, el templo casi siempre está solo: después de la hora santa sólo se quedan algunos en el Sagrario, para la adoración perpetua del Santísimo, y claro, el padre Mayelo, que siempre anda haciendo arreglos o limpiando, dice.
Nos acercamos al altar del santo y pude ver que, efectivamente, entre sus manos, junto a la Palma de Mártir, está el cáliz de oro con preciosos engastes de amatista. Debo confesar que cuando escuché la versión en boca de Don Salmón, me pareció una exageración y siempre tuve mis reservas al respecto. Sin embargo ahora, atónito, con mis propios ojos estaba contemplando la valiosa copa que alguien regaló a San Lorenzo hace muchos años, y que sorprendentemente permanece en su sitio pese a que nadie la vigila. El amigo Elías, parado a mi lado muy circunspecto, ora y se santigua frente al beato; cuando termina, sin mirarme, afirma que él y todos en El Leñoso hace muchos tiempo dejaron de preguntarse cómo había llegado hasta ahí el mentado grial y se conformaron con la idea de que era un milagro. Un buen rato seguimos ahí, embobados, mirando a San Lorenzo revestido con su dalmática diaconal bordada por las mujeres piadosas del pueblo.
Buenos tardes les dé el Señor, se escuchó atrás de nosotros la voz del Padre Mayelo, que se había acercado sin hacer ruidos; bienvenidos a la casa de Dios, que es la de ustedes, nos dijo, mientras que nos extendía su mano para saludarlo con el consabido beso. Ayer en la noche cuando lo conocí la mera verdad no me simpatizó mucho el padrecito, pero ahora, que nos invitó a tomar café a su privado y que amablemente se ofreció a contarnos la historia del templo y que, además, me brindaba su permiso para examinar los archivos de la iglesia para mi investigación, ha empezado a caerme bien. Nos tomó del brazo y cruzamos el presbiterio hacia el ábside, atrás del retablo, y entramos a su pequeña oficina. Ahí todo es orden y sobriedad; apenas un par de libreros, el escritorio y sillas, y una pequeña mesa de servicio donde está la cafetera eléctrica. El comedido anfitrión sirvió las bedidas y enseguida se apoltronó cómodamente: debe ser muy interesante su trabajo, señor Ávila, documentar las leyendas que se escuchan en los pueblos no parece sencillo e imagino que requiere dotes de detective y novelista, dijo mirándome fugazmente, con sus ojos vivarachos que no podían quedarse quietos un momento. Continuó diciendo que de no ser por el llamado que recibió de Dios, le hubiese gustado dedicarse a las letras, que tiene cierta habilidad para contar historias y esas cosas y que, además, es un lector empedernido. Y qué bueno que sucedió así, pues créanme, soy muy feliz con mi ministerio y como escritor a lo mejor ya me hubiera muerto de hambre, remató divertido.
La atmósfera libre de solemnidades y la bonhomía del religioso me animaron para preguntarle si tenía alguna conjetura de cómo pudo llegar el grial dorado hasta las manos del patrono del pueblo; antes de contestar dio un largo sorbo a su café: como párroco puedo asegurar que se trata de un milagro y punto, sin embargo este asunto tiene muchas aristas terrenales; por ejemplo le puedo mencionar el hecho de que la copa apareció el mismo día que murió Ricardo el descalzo, y si, además, echamos un vistazo a la historia de San Lorenzo podemos ver que fue un celoso guardián de los tesoros del Vaticano, en concreto del Santo Cáliz que Jesús y los apóstoles usaron en la última cena, cuando el emperador romano Valeriano prohibió el culto cristiano, allá por el año 258. Ya metidos en el terreno de las especulaciones, explicaba el cura, podríamos establecer una conexión en todo este enredo: vea usted, mi querido señor Ávila, me decía en tono confidencial: es probable que quien dejó la copa lo hizo porque consideró que era el lugar más indicado para ocultar algo, vista la lealtad a toda prueba del santo; se pudiera colegir que la copa en sí es el mensaje y por la fecha que la dejaron se puede colegir, también, que todo está ligado al descalzo. No le parece, le repliqué a Don Mayelo, que poner algo a la vista de todos para ocultarlo es, por lo menos, extraño. Y su respuesta fue un apabullante razonamiento: a veces lo más obvio es lo menos obvio. Que Dios me perdone tanta barbaridad, exclamó mientras se persignaba.
La charla con el cura se estaba alargando y Don Elías, que hasta ese momento estuvo muy atento escuchando, se puso de pie para despedirse diciendo que debía hacer algunos pendientes en la oficina de correos antes de cerrarla. Ve con Dios Elías, le apuró el sacerdote quien, una vez solos, me ofreció otra taza de café. Enseguida le comenté, casi a manera de lamento, que mi misión en El Leñoso era solamente recopilar la información necesaria para que otros le dieran forma a la historia de Ricardo el descalzo y luego publicarla en el Catálogo General de las Leyendas Nacionales. pero que ya sentía que me estaba metiendo, sin necesidad, en un tremendo berenjenal. Lo que me respondió me puso un poco más tranquilo; me dijo que el plan de Dios es tan perfecto que admite ciertas imperfecciones y que si mi labor aparentemente se estaba complicando, era por algo. Todos, me dijo, tenemos un propósito previamente diseñado y alterarlo o negarlo es, curiosamente, parte del mismo. Así que cualquier cosas que hagamos o digamos, amigo Aurelio, no cambiará un ápice el resultado. No se trata de un determinismo ramplón, no; es solamente el designio divino de cada quien, así que le sugiero que todo se lo tome con calma. Además, si no tiene nada apremiante en la ciudad, pues disfrute su trabajo, me recomendó.
El encuentro con el párroco no estaba previsto, se puede decir que fue casi accidental y ahora, puedo afirmarlo, me sentí muy a gusto en su oficina hablando de las leyendas que se cuentan en el pueblo, del fiel diácono Lorenzo que prefirió morir quemado antes de revelar dónde escondió el cáliz sagrado y de cualquier tema, tanto que le pedí que aclarara algunos puntos que me mantenían un poco confundido, como la versión esa de que en El Leñoso todos son familiares. Soltó una carcajada, breve pero ruidosa y me aclaró la especie: cuando mi obispo me avisó que vendría a este sitio, naturalmente sentí curiosidad y busqué algunos datos para, usted sabe, no llegar tan ignorante y una de las cosas que escuche o que leí fue esa, que todos por aquí proceden de una misma familia; de entrada es falso, por supuesto; sin embargo considerando la lejanía y el aislamiento de la región, el mestizaje que se produjo luego que llegaron los primeros españoles, fue muy rápido y muy localizado; vamos, fueron muy pocos los extranjeros y muy pocas las mujeres nativas. Supongo que las primeras familias se empezaron a mezclar entre ellas apenas tuvieron edad y por eso el rumor. Tenía mucho sentido la explicación de mi nuevo amigo clérigo y yo me di por bien servido.
También le inquirí sobre lo dicho por Don Elías, en el sentido de que muchos de los que lo visitan, se quedan a vivir en El Leñoso. Efectivamente Don Aurelio, me constestó rápidamente: ignoro la causa pero así pasa; y le puedo mencionar muchos ejemplos, empezando por el mío, ya que mi visita era temporal y véame aquí, voy por los 30 años al frente de la parroquia. También el señor Pesquera, de la talabartería, la maestra Cuca y su predecesor el profe Manuel, el señor Jiménez, secretario del ayuntamiento y claro, Mister Andrews, que como usted debe saber, ha jugado un papel de mucha relevancia en nuestra historia. Algo, algo tiene este lugar; a lo mejor el agua del Río Roto o el cajazo de huamilón, quién sabe, y se encogía de hombros el religioso. Y si se descuida un poco mi estimado, exclamó en tono melodramático, puede que usted sea el próximo en quedarse, uno nunca sabe. Esta advertencia me causó cierta gracia, y le repliqué, también en tono melodramático, que esperaba no descuidarme pero que no sería mala idea hacerlo. No se por qué demonios le dije esto último.
Debe andar por los 75 pero tiene la vitalidad de un adolescente; es de estatura más bien baja con un poco de sobrepeso, y medio calvo. Sus ojitos negros parecen canicas incansables, que no se pueden estar quietas un momento. Y de no ser por su camisa negra impecable con alzacuello blanco, verlo sentado frente a su escritorio moviendo sus brazos enérgicamente y hablando sin parar, evocaría a un agresivo gerente de tienda, no a un sacerdote. Definitivamente Don Mayelo es un tipazo, muy lejano al cura engreído que yo había imaginado ayer, cuando me tendió su mano para besarla; para mi bochorno, ahora, en medio de nuestra agradable entrevista. me doy cuenta que él noto mi recelo de anoche, pero no le dio importancia alguna y lo arregló todo elegantemente, con un pequeño sermón: como a usted, a muchos les resulta incómodo besar mi mano, incluso fingir que la besan, pero no pierda usted de vista que se trata de una reverencia para Dios, no para mí que soy un mortal lleno de defectos y sólo por su gracia, mi mano es el vehículo de sus bendiciones, pontificó. La fina lección me hizo sentir en la cara los colores más quemantes del rubor, pero al final quedé como liberado de la culpa por el desaguisado. Ya no se mortifique más amigo Aurelio: es peccata minuta, dijo, y olvidó el asunto.
El padre Mayelo se puso de pie y yo asumí que la charla había terminado; me levanté también para despedirme, pero volvió a sentarse y me pidió que esperara tantito: antes de que se vaya quiero invitarlo a la Procesión de San Lorenzo que hacemos cada diez de agosto, día de su onomástico. Todos los años sacamos al beato de la iglesia para hacer un recorrido que inicia en el obelisco, cruza toda la alameda y cuando llega a la iglesia continua por el camino que lleva al Río Roto; es una fecha especial en El Leñoso y todos los vecinos participan en la peregrinación. Continuó diciendo que cuando regresan al santo a su nicho de la iglesia empieza la fiesta popular en la plaza, donde hay bailes y mucha comida; para los niños se traen desde la ciudad los juegos mecánicos como el tíovivo y la rueda de la fortuna. Me parece, reflexionaba Don Mayelo, que es la única ocasión en que el pueblo completo se reúne. Y déjeme le cuento algo muy importante de nuestra celebración anual: cuando la peregrinación pasa por sus casas, todas los familias ponen piedras pulidas en el remolque que lleva a San Lorenzo para que al final, en el río, sean lanzadas al agua. Es una representación muy sentida nuestra, muy extraña quizás, de todo lo negativo que vamos acumulando durante el año. Las piedras sin pulir simbolizan todo lo que nos gustaría cambiar de nosotros mismos, para bien, obviamente, me aclaró el religioso. Cuando las pulimos lentamente durante el año, hasta que quedan bien lisas y brillantes, queremos decirle a Dios que también estamos trabajando en nuestras rocas interiores, como el miedo, el resentimiento o la envidia, suavizándolas poco a poco. Al final, todas nuestras piedras terminan en el fondo del río para sellar nuestro compromiso personal y sincero de mejorar un poco, no importa cuánto.
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