Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Octava parte.
En La Campana el silencio es abrumador, sólo interrumpido por los esporádicos graznidos de un halcón peregrino que sobrevuela las crestas de la Virgen. De pie, a la orilla de la oquedad, Don Salmón y yo contemplamos el paisaje sin decir nada. Desde aquí es imposible ver la cúspide de la montaña, que está encima de nosotros, pero sí se puede observar desde la saliente donde está la capillita, inexpugnable, con riscos puntiagudos menores que la rodean, también inaccesibles.
Hacia el oeste apenas se distingue, pegada al horizonte, la vía del tren que se enfila hacia el norte hasta perderse. Me imagino que debe ser bonito ver cruzar al ferrocarril, allá, a lo lejos, con su humareda plomiza contrastada con el anaranjado intenso de cualquier atardecer. También se observa la distante Estación de la Pila, con su depósito de agua elevado y su edificio principal, y más acá, el sinuoso camino de tierra que lleva hasta El Leñoso. Del pueblo, los más visibles son la alameda principal y la iglesia de San Lorenzo Mártir. El jefe del lugar, que curiosamente ha permanecido callado un buen rato, está muy pensativo parado a mi lado, con la mirada fija en quién sabe dónde; de repente reacciona y con su característico ímpetu verbal me dice, señalando hacia el este, que por allá está Bobadillas, el pueblo rival con el que peleamos la guerra de las mojoneras. Esos chiriquikes son muy necios, tan tranquilos que se miran desde aquí y nos sacaron hasta canas verdes cuando querían la mitad de la Virgen para ellos solitos, se quejaba acremente. Aturullado por su repentino acaloramiento, inusual en Espirigota, trate de preguntar que qué demonios son las Bobadillas y los chiriquikes, pero prudentemente esperé a que se le pasara el válgame. Mejor miré hacia el este para buscar con la mirada el mentado pueblo; ahí estaba, muy alejado, en medio de un extenso valle contiguo a la cordillera. Es un pequeño caserío muy cercano a un río, que luego me di cuenta, es el mismo Río Roto de El Leñoso que rodea a la sierra muy al sur, donde el macizo se desvanece.
Luego de unos minutos, ya más tranquilo, me desgranó el cuento: resulta que cuando se enteraron de las riquezas que escondía la Sierra de la Virgen, los chiriquikes, que así les dicen a los habitantes de Bobadillas, y no me pregunte por qué, porque la mera verdad no tengo idea, se aprontaron en El Leñoso para exigir la mitad de las ganancias del negocio del oro, dizque porque la mitad del cerro era de ellos. Hágame usted el favor, señor Avila, exclamaba otra vez exaltado, mientras señalaba hacia el pueblito ese de Bobadillas; voy de acuerdo que reclamaran algo, pues la riqueza llegó inesperada, para todos, pero en El Leñoso tuvimos que lidiar también con todas las desgracias que trajo consigo; de esas no se llevaron ninguna. Pero bueno, lo caido, caido, se consolaba el cacique cuando ya le pasó el berrinche. Fue la primera vez que lo vi perder la compostura.
Nos sentamos en los incómodos bancos de La Campana y otra vez dueño de su corrección y de su jovialidad, el Jerarca me fue detallando el asunto: cuando vino la comisión de los chiriquikes a solicitar su parte, la mitad de todo, la Mesa de Notables accedió a darles el diez por ciento, en virtud de que Bodadillas está muy lejos de las minas, a diferencia de El Leñoso, que queda a sólo los 5 kilómetros de una legua y que por ley nos correspondía la totalidad, pero como una muestra de buena voluntad les ofrecían eso. De entrada aceptaron el trato y pusieron una sola condición: que la Sierra de la Virgen se dividiera en dos partes, a todo su largo, para que en futuras ocasiones no hubieran estos pleitos de propiedad. Los notables de mi pueblo, perplejos ante soberana locura, y a lo mejor contagiados de la misma, aceptaron la cláusula y fijaron los términos del acuerdo, me ilustraba Espirigota, muy emocionado. Enseguida bajó su voz al tono de las confesiones y me secreteó: cuando los de Bobadillas propusieron su tarugada, los nuestros pidieron una pausa y se reunieron en petit comité para debatirla. Pensaron que al aceptar el diez por ciento, los chiriquikes estaban demostrando que lo suyo era sólo un capricho temporal y que además la minería nunca les había interesado, pues con sus talleres de alfarería y con sus cosechas, les iba muy bien. Así que accedieron creyendo que los vecinos latosos se contentarían con cobrar su parte y que pronto olvidarían su mitad de cerro.
Los delegados de Bobadillas y los de El Leñoso estuvieron reunidos algunos días deliberando la mejor forma de partir en dos a la cordillera y resolvieron que lo mejor era construir una serie de mojoneras en sus puntos más elevados, cada cien metros, y luego trazar una linea imaginaria, recta perfecta, entre ellas. Y lo que resulte de cada lado será para cada pueblo, y todos quedaron muy conformes con el plan, continuaba el relato del alcalde, a quien todavía le quedaba espacio para la broma: ni el Rey Salomón lo podría haber hecho mejor, se ufanó. Y me señaló hacia las cumbres que teníamos enfrente para que viera las mojoneras, que efectivamente se podían ver, con su pintura blanca muy desgastada, en los picos sucesivos de enfrente. No me atreví a indagar cómo pudieron construirlas en sitios tan abruptos. Por su parte mi anfitrión me preguntó que si no me parecía una locura y yo le contesté que quién sabe; fue lo más neutral que se me ocurrió decir.
Quise aprovechar este rato de tranquilidad, sentados en este formidable mirador, para intentar que Don Salmón me esclareciera, al menos, las interrogantes surgidas de esta charla, porque las anteriores, que ya van siendo muchas, las traigo aquí muy guardadas esperando el momento oportuno de sacarlas. Le pedí que me explicara lo de la guerra con los chiriquikes, pues el conflicto de propiedad, aunque aparentemente delicado, no tenía tintes bélicos; de paso le mencioné mi confusión respecto a la tenencia de las tierras en esta región y de la forma de gobierno, tan singular, le dije, de El Leñoso. Condescendiente, el alcalde me miró un ratito y soltó: ah qué Don Aurelio, me recuerda mucho a mi hijo Lalo el abogado, que trabaja en un despacho muy importante allá, en la Capital. También es muy curioso, como usted. Continuó diciendo que, respecto al asunto con Bobadillas, claro que tuvimos una guerra, con balazos y todo, originada por la dichosa división de la montaña, pero el detonante fue un malentendido con Ricardo el descalzo y cuando conozca más su historia ira entendiendo todo; ojalá que está noche Don Ramiro el asmático pueda seguir contando su leyenda. Y en lo tocante al manejo de las tierras y la cosa política por acá, pues sí son muy singulares, pero qué le parece si por la noche, luego de la fogata, se lo cuento, me propuso, para concluir el tema.
Finalmente decidimos regresar, pues era más de mediodía y ya con hambre, ambos pensábamos en las carpas tatemadas prometidas allá abajo, en el Río Roto. Cruzamos el retador puentecito de La Campaña para iniciar el descenso y Don Salmón me pidió que estuviera muy atento, pues de bajada, el Sendero de la Gruta era más peligroso y que con cualquier descuido me podría despeñar. Socarronamente exclamó que no le gustaría salirles con cuentas mochas a mis patrones del gobierno o a mis familiares. Por cierto, no me ha contado nada acerca de su familia, pero lo dejamos para la noche, concluyó.
continúa...
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