domingo, 31 de enero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo


Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Octava parte.

   En La Campana el silencio es abrumador, sólo interrumpido por los esporádicos graznidos de un halcón peregrino que sobrevuela las crestas de la Virgen. De pie, a la orilla de la oquedad, Don Salmón y yo contemplamos el paisaje sin decir nada. Desde aquí es imposible ver la cúspide de la montaña, que está encima de nosotros, pero sí se puede observar desde la saliente donde está la capillita, inexpugnable, con riscos puntiagudos menores que la rodean, también inaccesibles.

   Hacia el oeste apenas se distingue, pegada al horizonte, la vía del tren que se enfila hacia el norte hasta perderse. Me imagino que debe ser bonito ver cruzar al ferrocarril, allá, a lo lejos, con su humareda plomiza contrastada con el anaranjado intenso de cualquier atardecer. También se observa la distante Estación de la Pila, con su depósito de agua elevado y su edificio principal, y más acá, el sinuoso camino de tierra que lleva hasta El Leñoso. Del pueblo, los más visibles son la alameda principal y la iglesia de San Lorenzo Mártir. El jefe del lugar, que curiosamente ha permanecido callado un buen rato, está muy pensativo parado a mi lado, con la mirada fija en quién sabe dónde; de repente reacciona y con su característico ímpetu verbal me dice, señalando hacia el este, que por allá está Bobadillas, el pueblo rival con el que peleamos la guerra de las mojoneras. Esos chiriquikes son muy necios, tan tranquilos que se miran desde aquí  y nos sacaron hasta canas verdes cuando querían la mitad de la Virgen para ellos solitos, se quejaba acremente. Aturullado por su repentino acaloramiento, inusual en Espirigota, trate de preguntar que qué demonios son las Bobadillas y los chiriquikes, pero prudentemente esperé a que se le pasara el válgame. Mejor miré hacia el este para buscar con la mirada el mentado pueblo; ahí estaba, muy alejado, en medio de un extenso valle contiguo a la cordillera. Es un pequeño caserío muy cercano a un río, que luego me di cuenta, es el mismo Río Roto de El Leñoso que rodea a la sierra muy al sur, donde el macizo se desvanece.

   Luego de unos minutos, ya más tranquilo, me desgranó el cuento: resulta que cuando se enteraron de las riquezas que escondía la Sierra de la Virgen, los chiriquikes, que así les dicen a los habitantes de Bobadillas, y no me pregunte por qué, porque la mera verdad no tengo idea, se aprontaron en El Leñoso para exigir la mitad de las ganancias del negocio del oro, dizque porque la mitad del cerro era de ellos. Hágame usted el favor, señor Avila, exclamaba otra vez exaltado, mientras señalaba hacia el pueblito ese de Bobadillas; voy de acuerdo que reclamaran algo, pues la riqueza llegó inesperada, para todos, pero en El Leñoso tuvimos que lidiar también con todas las desgracias que trajo consigo; de esas no se llevaron ninguna. Pero bueno, lo caido, caido, se consolaba el cacique cuando ya le pasó el berrinche. Fue la primera vez que lo vi perder la compostura.

   Nos sentamos en los incómodos bancos de La Campana y otra vez dueño de su corrección y de su jovialidad, el Jerarca me fue detallando el asunto: cuando vino la comisión de los chiriquikes a solicitar su parte, la mitad de todo, la Mesa de Notables accedió a darles el diez por ciento, en virtud de que Bodadillas está muy lejos de las minas, a diferencia de El Leñoso, que queda a sólo los 5 kilómetros de una legua y que por ley nos correspondía la totalidad, pero como una muestra de buena voluntad les ofrecían eso. De entrada aceptaron el trato y pusieron una sola condición: que la Sierra de la Virgen se dividiera en dos partes, a todo su largo, para que en futuras ocasiones no hubieran estos pleitos de propiedad. Los notables de mi pueblo, perplejos ante soberana locura, y a lo mejor contagiados de la misma, aceptaron la cláusula y fijaron los términos del acuerdo, me ilustraba Espirigota, muy emocionado. Enseguida bajó su voz al tono de las confesiones y me secreteó: cuando los de Bobadillas propusieron su tarugada, los nuestros pidieron una pausa y se reunieron en petit comité para debatirla. Pensaron que al aceptar el diez por ciento, los chiriquikes estaban demostrando que lo suyo era sólo un capricho temporal y que además la minería nunca les había interesado, pues con sus talleres de alfarería y con sus cosechas, les iba muy bien. Así que accedieron creyendo que los vecinos latosos se contentarían con cobrar su parte y que pronto olvidarían su mitad de cerro.

   Los delegados de Bobadillas y los de El Leñoso estuvieron reunidos algunos días deliberando la mejor forma de partir en dos a la cordillera y resolvieron que lo mejor era construir una serie de mojoneras en sus puntos más elevados, cada cien metros, y luego trazar una linea imaginaria, recta perfecta, entre ellas. Y lo que resulte de cada lado será para cada pueblo, y todos quedaron muy conformes con el plan, continuaba el relato del alcalde, a quien todavía le quedaba espacio para la broma: ni el Rey Salomón lo podría haber hecho mejor, se ufanó. Y me señaló hacia las cumbres que teníamos enfrente para que viera las mojoneras, que efectivamente se podían ver, con su pintura blanca muy desgastada, en los picos sucesivos de enfrente. No me atreví a indagar cómo pudieron construirlas en sitios tan abruptos. Por su parte mi anfitrión me preguntó que si no me parecía una locura y yo le contesté que quién sabe; fue lo más neutral que se me ocurrió decir.

   Quise aprovechar este rato de tranquilidad, sentados en este formidable mirador, para intentar que Don Salmón me esclareciera, al menos, las interrogantes surgidas de esta charla, porque las anteriores, que ya van siendo muchas, las traigo aquí muy guardadas esperando el momento oportuno de sacarlas. Le pedí que me explicara lo de la guerra con los chiriquikes, pues el conflicto de propiedad, aunque aparentemente delicado, no tenía tintes bélicos;  de paso le mencioné mi confusión respecto a la tenencia de las tierras en esta región y de la forma de gobierno, tan singular, le dije, de El Leñoso. Condescendiente, el alcalde me miró un ratito y soltó: ah qué Don Aurelio, me recuerda mucho a mi hijo Lalo el abogado, que trabaja en un despacho muy importante allá, en la Capital. También es muy curioso, como usted. Continuó diciendo que, respecto al asunto con Bobadillas, claro que tuvimos una guerra, con balazos y todo, originada por la dichosa división de la montaña, pero el detonante fue un malentendido con Ricardo el descalzo y cuando conozca  más su historia ira entendiendo todo; ojalá que está noche Don Ramiro el asmático pueda seguir contando su leyenda. Y en lo tocante al manejo de las tierras y la cosa política por acá, pues sí son muy singulares, pero qué le parece si por la noche, luego de la fogata, se lo cuento, me propuso, para concluir el tema.

   Finalmente decidimos regresar, pues era más de mediodía y ya con hambre, ambos pensábamos en las carpas tatemadas prometidas allá abajo, en el Río Roto. Cruzamos el retador puentecito de La Campaña para iniciar el descenso y Don Salmón me pidió que estuviera muy atento, pues de bajada, el Sendero de la Gruta era más peligroso y que con cualquier descuido me podría despeñar. Socarronamente exclamó que no le gustaría salirles con cuentas mochas a mis patrones del gobierno o a mis familiares. Por cierto, no me ha contado nada acerca de su familia, pero lo dejamos para la noche, concluyó.

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viernes, 29 de enero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas  del Sendero de la Gruta. Séptima parte

      Finalmente ahí estaba, frente a mí, el dichoso sendero. Parado a mitad del puente de piedra al lado de mi acompañante, pude por fin contemplar el principio de ese caminito a las minas de la Virgen. Me alegré de conocerlo porque además de que es muy hermoso, es real. Tanto misterio y tantos terrores nocturnos me habían obligado a pensar, por momentos, que este asunto del Sendero de la Gruta se trataba de un mal sueño mío, de un mal sueño de Espirigota y de un mal sueños de todos en El Leñoso. Las palmadas del Jerarca me sacaron de mi marasmo y apenas pude escucharlo cuando me preguntó que qué me parecía, que si yo creía posible que un sitio tan lindo durante el día, se pudiera transformar en algo escalofriante por las noches.

   Entre los primeros peñascos y el río está la explanada donde los antiguos mineros hacían la molienda de la roca, a juzgar por el enorme mortero circular de piedra. Otras añejas construcciones en desuso, pero bien mantenidas, figuran en el lugar: macizos jacalones sin techo, le dan ese aire de abandono, un abandono bien cuidado, pues a hasta la maleza que los rodea acusa una deliberada simetría. El resto del terreno es tapizado por manzanillas en flor, salvo el estrecho empedrado que va desde el puente hasta el fondo, donde se alcanza a ver una escalinata pegada a la peña con  balaustrada de madera. Parece ser que ahí empieza el afamado viricueto.

   Cruzamos la explanada para llegar a los escalones y noté regados por ahí, entre las ramas de la manzanilla, algunos objetos metálicos oxidados. Mi apasionado guía me comentó que eran utensilios mineros que se fueron quedando a la buena de Dios, olvidados por los gambusinos y que nunca se movieron de su lugar para darle más realismo al sitio. Subimos por la escalinata, tallada en la misma peña, para llegar a un terraplén poblado de abetos y que extiende a lo largo de la base del cerro. En esta parte hay más edificaciones antiguas desperdigadas, igualmente mantenidas en un estado de ruina muy atractivo a la vista. Acá sigue habiendo un poco de manzanilla dispersa pero en general el suelo es una alfombra de hojarasca y piñas de las coníferas. El andador embaldosado se enfila a la derecha del terraplén para rodear un poco este primer risco y llega hasta un puente volado que salva un pequeño barranco de unos veinte metros de profundidad. Es una vista espectacular y Don Salmón, con una cara de orgullo mal disimulado, me informa que lo llaman el puente de La Terraza, que es el único colgante del mundo que pasa entre el follaje de los pinos, y que además es muy seguro, que fue construido a base de durmientes y con cables del mejor acero. Y tiene razón mi amigo: casi se pueden tocar las ramas de los pinos crecidos en las laderas o en el fondo de la barrranca, pero lo mejor es, según mi gusto, que es un excelente punto de observación de aves, pues desde aquí pude ver jilgueros, piquituertos, carpinteros y hasta cotorras, como las que tiene Doña Lucinda en la jaula de latón de la casa de gobierno. Para cualquier ornitólogo, La Terraza sería un paraíso.

   Cuando terminábamos de cruzar el puente, nos topamos con dos hombres que bajaban del cerro. Saludaron amablemente y mi compañero les preguntó que qué tal estaban las cosas allá arriba, que si tenían alguna novedad. Le respondieron que todo estaba muy bien, que iban a el pueblo a buscar herramienta que olvidaron. Don Salmón aprovechó la vuelta y les pidió que por favor pasaran a casa de Don Ramiro para saber cómo había seguido de su asma y que le preguntaran si esta noche podría continuar con el cuento del descalzo en la fogata de la plaza. En caso de que el anciano ya esté bueno háganme el favor de avisar al secretario para que prepare todo para la noche, les dijo.

   En La Terraza termina el empedrado y la vereda continúa bordeando la ladera de la Virgen, zigzagueando entre rocas enormes y los troncos de los pinos; es un caminito de tierra apisonada excavado en la pendiente, sin protección en la orilla, que ciertamente no es muy necesaria pues en caso de caer, no se llegaría muy lejos por lo tupido de los árboles. En ciertos puntos el camino se ensancha al doble; Don Salmón me explicó que eran para dejar pasar a las recuas de mulas cargadas de mineral y que aprovecharon para colocar bancas dobles de madera, a manera de descansos, con una vista envidiable del bosque, remató. Nos sentamos en una de ellas para reposar un momento y seguir platicando. El recorrido del Sendero de la Gruta, exuberante y sorpresivo, hizo que olvidara momentáneamente todas mis inquietudes respecto a mi encomienda en El Leñoso, pero sentado ahí frente al cacique, retornaron en tropel sin previo aviso.

   Pensar que este lugar maravilloso poblado de aves multicolores y de panorámicas increíbles, pudiera estar infestado de criaturas infernales por la noche, es algo no que puedo manejar aún. Sin embargo el temor real de los lugareños, los horrendos alaridos nocturnos, los desaparecidos, las huellas de bestias gigantes encontradas y por supuesto, el estado espástico en el que quedó Ricardo cuando se atrevió a recorrerlo de noche, son evidencias de que algo extraño sucede por acá. Y para colmo Espirigota se encarga de meterle más misterio al asunto diciendo que la del descalzo, no se puede entender ni explicar, sin conocer las otras historias del pueblo, igualmente anómalas. Supongo que mi contrariedad era evidente pues Don Salmón, muy sonriente, interrumpió mis elucubraciones diciendo que no pensará más, que para qué me preocupaba; es mejor que nos apuremos, propuso, porque apenas estamos a la mitad del camino y cuando lleguemos a La Campana, que es el final del sendero, le voy a mostrar algo muy interesante. De plano ya no supe qué contestar y sólo me dejé llevar. Pues vamos, repuse.

   Continuamos avanzando por la senda cada vez más empinada; en esta parte empieza un barandal de madera muy sólido en el lado de afuera, pues la pendiente es más pronunciada y los arboles son menos. Hay tramos en que el camino tuvo que ser reforzado con un pasillo de madera adicional para ensancharlo, pues, según mi compañero, al peñasco no se le pudo sacar más pasada. No obstante esta arriesgada ingeniería, el paso no resulta peligroso pero sí exige atención continua. Hay, a lo largo de esta pintoresca brecha repegada a la pared de la montaña, una serie de salidas laterales, algunas con escalones de madera de pino que, me dice el alcalde, llevan a las diversos túneles de la mina. A esta altura la exuberancia de la vegetación es menor, pero siguen habiendo muchos arbustos y encinos, con ocasionales trifulcas de ardillas muy escandalosas. Cuando estaba el refuego de la mina, me iba contando Don Salmón, qué esperanzas ver pájaros u otros animales en esta parte de la sierra, pero ahora es diferente; poco a poco fueron regresando y hemos llegado a ver jabalís, pumas y venados.

   Finalmente llegamos a una saliente amplia y plana en la que encontramos algunos trabajadores descansando tumbados a la sombra de una edificación muy sencilla de piedra que parece ser una capillita, a juzgar por la pequeña cruz metálica que luce en el pretil de enfrente. Pregunté a Espirigota si el lugar era La Campana que había mencionado antes. No, nos falta cruzar un pequeño puente de aquel lado de la capilla, me respondió ya con la voz un tanto agitada por la subida, señalando hacia la construcción. Saludamos a los hombres, que se pusieron de pie con mucha formalidad y continuamos hacia el puente que unía la saliente, con el cuerpo de la montaña. Aunque no se trataba de un precipicio, la quebrada era bastante profunda, tanto como para sujetarse con mucho nervio del pasamanos y avanzar con pasos cortos y temblorosos. Este último paso tan temerario termina en una cavidad enorme arrancada al picacho, donde hay algunos bancos añosos de madera y diversos trebejos que los mineros guardan ahí, colgados de ganchos incrustados a la peña. Al fondo se aprecia claramente un túnel menor, el último acceso a la mina. Y por fuera de la oquedad, colgada de una ménsula de hierro forjado, está la campana de bronce que da nombre al lugar.

miércoles, 27 de enero de 2016

La leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Sexta parte

   Usted debe saber, disertaba Don Salmón, que nuestra tierra fue de las últimas en colonizarse y cuando los primeros blancos arribaron, allá por 1700, traían la espada desenvainada para pacificar a las tribus indígenas, como los jollos y los liebros, que con sus pequeñas aldeas itinerantes eran los amos y señores, y sólo por razones de mucho peso, guerreaban entre sí. A los primeros los sometieron muy pronto porque, a pesar de ser salvajes, eran más dóciles y sociables, y por consecuencia resultaron magníficos cristianos después. Por su parte los belicosos y escurridizos liebros nunca pudieron ser dominados, menos evangelizados: veían a la Santa Cruz y huían despavoridos a la montaña, pero luego se les pasaba el susto y volvían para hacer de las suyas. Tuvo que llegar el capitán Horacio Adán, casi 200 años después, para desterrarlos por completo.

   En aquella avanzada de exploración y conquista venía un grupo de misioneros jesuitas liderada por Francisco de Viedma, sacerdote vasco de mucha experiencia catequizadora en Asia, quien eligió el terreno para la misión por su cercanía al río y por lo fértil, según su juicio, de las tierras aledañas, y de inmediato, al fin jesuitas, iniciaron la construcción del edificio ayudados por los nuevos cristianos, que también resultaron excelentes peones. Decir que eran esclavos sería faltar a la verdad, pues los curas trabajaban a su mismo ritmo y compartían la misma comida y además, en un extraño homenaje que les rindieron, bautizaron a la misión con el nombre de Santa María de los Jollos. Quiero suponer que fue por gratitud o admiración, que es normalmente por lo que se hacen homenajes, ¿o no? me interrogó el alcalde.

   Seguimos avanzando hacia el río, los sembradíos fueron quedando atrás y en el paisaje aparecieron algunos sauces de Babilonia y álamos que advertían la cercanía de la corriente. El aire se fue poniendo fresco y con un aromita a pino, arrancado al bosque allá en las laderas de la sierra y el Jerarca, inmerso su repaso histórico, no daba señas de callarse y yo tampoco daba señas de interrumpirlo. Su entusiasmo parecía no tener fin, y sólo pausaba a para tomar aire o lanzarme miradas muy breves, arqueando la cejas cada vez. Como le estaba diciendo Don Aurelio, continuó: en realidad los españoles sólo venían de paso, pues su meta era encontrar las fabulosas ciudades doradas del norte, pero al toparse con los indios tuvieron que hacer un alto para combatirlos. Jamás se imaginaron que a escasos kilómetros estaban los cerros retacados de oro y de saberlo, se hubiesen ahorrado mucho sudor y muchos muertos en su loco afán por aquellos sitios imaginarios.  En el inter, los curas de la Compañía de Jesús, menos afiebrados por los tesoros, levantaron la misión y una porción de la soldadesca se quedó para protegerlos de los liebros.

   Al cabo de unos meses, los valientes buscadores del oro volvieron con las cajas destempladas, diezmados por el fríllazo septentrional, por las bestias y por los nativos cabreados; encontraron en la nueva iglesia un refugio muy acogedor para repostar fuerzas y al poco tiempo regresaron por donde habían llegado, sin el oro y la plata prometidos. Por su parte los religiosos se quedaron para continuar con sus faenas cristianizadoras; poco a poco los indios convertidos fueron aprendiendo la religión, las letras y los más diversos oficios bajo el cobijo jesuita, siempre estricto y fraternal. Y la misión floreció con la nuevas familias que se asentaron en los alrededores; indios y soldados desertores fueron la simiente de este pueblo entrañable, y a Espiritoga como que se le quebraba un poco la voz.

   No podía evadirme de esa magistral red verbal; quería preguntar muchas otras cosas, como la relación de Ricardo el descalzo con Mister Andrux, o con la famosa batalla de la mojoneras, pero también deseaba seguir escuchando la semblanza de Santa María de los Jollos. Esa sensación de saber que, tarde o temprano, se va a desvelar algo por lo que se siente infinita curiosidad, es deliciosa. Y mi compañero de viaje lo sabía: no crea que se me olvidó contarle lo de Mister Andrux, sólo que me gustaría que supiera cómo acabó el asunto de la Misión, que ahora se llama Iglesia de San Lorenzo Mártir, patrono de los mineros. Resulta que en 1767, cuando la Corona echó a los jesuitas de las Indias, el templo y las familias quedaron a la deriva, sin gobierno ni protección y sólo el espíritu de heroicidad del nuevo pueblo, imbuído por aquellos,  los pudo mantener a flote. Debe usted saber que las monarquías europeas empezaron a recelar de estos curas, pues decían que les estaban metiendo ideas muy paganas a sus súbditos indios y se le amotinaron a Clemente XIV, el Papa, quien finalmente decretó la supresión de la Orden en 1773. Jamás se los volvió a mirar por estos lares, ni cuando en 1825 les levantaron el castigo. Dicen que cuando les avisaron que debían largarse, so pena de morir en la horca, los discípulos de San Ignacio de Loyola tranquila y obedientemente tomaron algunas de sus pertenencias y se marcharon sonrientes, ante el azoro y desconsuelo de sus protegidos.

   El río estaba a tiro de piedra; pude distinguir entre los árboles de su orilla los reflejos temblorosos del sol en el agua; alcancé a ver también, al final de la carretera, el puente de piedra que dicen que es la entrada al temido Sendero de la Gruta. Don Salmón notó mi expectación y se apresuró un poco con su monólogo: a pesar de  su reciedumbre, los primeros vecinos de El Leñoso la pasaron mal muchos años, improvisando modos de vida común y sobreviviendo con lo que tenían a su alcance que, ciertamente, no era poco, pues como usted lo ha comprobado, Dios ha sido muy generoso con estas tierras. El tiempo siguió su curso y en 1801, de repente, empezaron los rumores, primero velados y al final ruidosos como una granizada, de que la Sierra de la Virgen estaba repleta de oro. Y por docenas empezaron a llegar oportunistas y gente de bien en busca de trabajo. Alguno de ellos traía consigo una imagen de San Lorenzo Mártir para su protección y fortuna, que fue colocada solemnemente en la iglesia, para entonces funcionando como centro social de los lugareños desde que se quedó sin oficiantes. Siguieron algún rato sin sacerdote, pero ya tenían santo, y además uno de los más notables del martirologio católico. Eso ya era motivo de fiesta.

   Mi anfitrión dejó su camión Ford 1960 a la sombra de los árboles y nos aproximamos caminando a la orilla del Río Roto, al lado del puente, desde la que algunos hombres lanzaban rudimentarios aparejos de pesca en busca del carpa dulce, abundante en esta zona. Era un cuadro de apacible belleza: los pescadores, un arroyo cristalino y de fondo las laderas de la sierra cuajadas de pinos. El cacique los saludó amistosamente y me presentó con ellos diciéndoles que yo era Aurelio, el señor del gobierno que andaba con el asunto de las leyendas. Les comentó que íbamos a recorrer el Sendero y que al regresar les aceptaríamos un par de carpas gordas tatemadas para comer y que se tenían por ahí una botella de cajazo, mejor; y le respondieron que perdiera cuidado, que ellos se encargarían. Los dejamos en la pesca para dirigirnos al puente pero antes de llegar Don Salmón me detuvo para confesarme que de la historia del templo de San Lorenzo, había una parte muy interesante que, curiosamente, se vinculaba a las leyendas de El Leñoso.

  De por sí ya estaba ansioso por conocer el Sendero de la Gruta y escuchar la historia del tal Andrux y la de las mojoneras, y con esta novedad sentí más inquietud; le tuve que pedir que por favor me explicara más, que yo ya estaba muy confundido. Espirigota admitió que para él mismo también era muy confuso, pero que había un hilo conductor muy velado entre todas las historias que nadie había logrado clarificar. Lo de San Lorenzo sólo es una especulación, reconoció, pero también me dijo que probablemente yo pudiera elucidar tanto misterio. Para dar por terminado el tema me refirió que cuando llegó la imagen del santo, un labrador del pueblo talló una réplica en madera de pino de tamaño natural y que las beatas se habían encargado de pintarla minuciosamente y de revestirla con una dalmática preciosa. Parecía real el santo, con su tonsura muy pálida, como su rostro, cuando lo colocaron en un nicho del templo. Luego, un día cualquiera, entre las manos del santo, junto a su Palma de Mártir, apareció un grial de oro puro. Nadie pudo explicar cómo llegó ahí y por más que averiguaron entre los piadosos nuevos ricos de la comunidad, nunca se supo nada. Y lo más sorprendente, mi querido Aurelio, seguía diciéndome, es que el cáliz nunca fue hurtado al santo a pesar de que nadie lo vigilaba y a pesar también de su enorme valor.

   La finalidad de mi visita a El Leñoso, como ya lo he mencionado antes, es acopiar toda la información posible a cerca de la leyenda del descalzo para presentarla a mis jefes en la oficina del Catálogo General de las Leyendas Nacionales. Para eso me pagan y yo trato de hacerlo muy bien, sin embargo esto está tomando rumbos insospechados. Para empezar me encuentro con que la de Ricardo, es una historia entretejida hábilmente en las creencias y costumbres de la comunidad, de manera que no se puede hacer un estudio particular, sino que tendré que ocuparme de revisar todo en conjunto, o como dirían los que saben, de la cosmovisión local. Y eso ya no me está gustando pues, encima, el presidente me sugiere que desenrede la nueva madeja de San Lorenzo Mártir. No digo que no me agrade la idea, lo que digo es que debo rendir cuentas en la oficina y esto al parecer va para largo.

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sábado, 23 de enero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Quinta parte


   La conversación en el despacho del Jerarca se pudo prolongar indefinidamente, pero ambos estábamos cansados de un día muy largo. Tiempo para platicar habrá de sobra, ya lo verá, me dijo antes de despedirme gentilmente, y también me recordó el recorrido por el Sendero que habríamos de emprender al día siguiente. Yo me dispuse a ir a mi dormitorio al fondo de la casona. sin embargo traía untadas en mi pensamiento las palabras de Don Salmón acerca de que en El Leñoso no había gente pobre, entonces decidí salir sólo unos minutos para echar un vistazo y corroborarlo.

   El Sr. Espirigota tenía mucha razón: con una breve y rápida ojeada por los alrededores de la casa de gobierno comprobé que, efectivamente, no había casas ruinosas ni gente pobre. Lo que vi eran viviendas sencillas, bien construídas y limpias, y las pocas personas que andaban en la calle a esa hora no parecían menesterosos, antes bien, su apariencia era aseada y ordenada. Y recordé la sentencia, acertada por lo demás, de mi anfitrión: sólo reparamos lo que no tenemos y en lo que no tienen los demás. Una vez más sentí que el propósito de mi viaje a este singular pueblo se estaba desvirtuando. Debía conservar hasta donde fuera posible la objetividad de mis juicios, pero la simpatía que empezaba a sentir por el lugar y sus habitantes, iba en aumento. Tumbado en la cama al lado de toda la fatiga de mi primera jornada en la villa, me prometí salvaguardar el éxito de mi misión y no dejar que mis ideas prefabricadas la fastidiaran.

   A las siete en punto llamaron a la puerta. Era una de las muchachas que la tarde anterior me habían recibido con una indiferencia muy educada, y ahora su talante era más afable y hasta parlanchín. Me informó que Don Salmón ya estaba en el comedor para almorzar conmigo. Desayunamos rápido, pues según él nos esperaba un día de mucha acción; antes de salir lo acompañé a su oficina para que despachara algunos asuntos propios de su puesto de presidente o de jefe o de jerarca o de líder. Sólo él sabía su posición y yo, por supuesto, tenía planeado preguntarle sobre eso, y sobre el peculiar modo de gobierno del lugar. Pero todo a su debido tiempo, y claro, sin comprometer mi renovada promesa personal de no desviarme de mi tarea profesional que era exclusivamente documentar las leyendas de la región, en particular la de Ricardo el descalzo.

Image result for imagenes de cotorras serranas   Camino al despacho reparé en una gran jaula de latón que estaba entre los macetones de helechos y malvones del pasillo, y que la noche previa no vi, a lo mejor porque estaba tapada. De día es imposible no notarla por el parloteo incesante de las 6 cotorras serranas que la habitan. Con sus inconfundibles copetes de un rojo muy brillante que contrasta con su picos negros, pasan su cautiverio en medio de un intercambio de reclamos escandalosos y breves vuelos frustrados por las rejas. El mandamás del pueblo me explicó que eran de su esposa, y que sólo una vez le insinuó que se verían mejor libres, volando por ahí y su respuesta, dijo, fue suficiente para no volver a tocar el tema. Así, con la cacofonía de las aves como fondo, irritante por momentos, aproveché para dejar en claro mi misión en El Leñoso; con mucho tacto le dije a Espirigota que estaba muy agradecido por tanta deferencia, pero que debía concentrarme en el descalzo. Sin verme y mientras firmaba unos documentos me respondió que no debía preocuparme, que todas las atenciones que estaba recibiendo por parte de él y de todos, las recibían todos los visitantes y que además, en mi caso, podrían ser de mucho valor; conocer nuestras pasiones, nuestros temores, nuestras opiniones, nuestras creencias y nuestros lugares le ayudará sobremanera a redondear su trabajo, añadió. Y luego mencionó algo que me dejó un tanto confundido: la historia de Ricardo el descalzo está muy ligada a la de Mister Andrux y a la de la guerra de las mojoneras, luego entonces se hace indispensable conocerlas todas, y eso lleva algo de tiempo y, amigo Aurelio, tiempo hay de sobra. Y me recordó, de paso, que ellos no necesitaban la promoción de sus leyendas, que nunca la pidieron, pero que tampoco se oponían siempre que fueran contadas con seriedad y respeto. Por eso es muy importante un vínculo más allá de lo profesional, me explicó. Por primera vez el jefe del pueblo mencionó mi nombre, mismo que por el trajín del viaje olvidé referir antes. Me llamo Aurelio Ávila y soy auditor de leyendas.

   Salimos para iniciar nuestro paseo hacia la montaña, a conocer el Sendero de la Gruta y pude ver desde la puerta de la casa de gobierno, con la luz del día, que El Leñoso es muy pintoresco y su trazo es por demás sencillo: al sur, frente a la plaza y la casona se extiende la Alameda, que es la entrada y avenida principal. Al oeste, también frente a la plaza está la iglesia de San Lorenzo y más allá el Río Roto, que discurre entre el pueblo y la Sierra de la Virgen. Al este del zócalo están los edificios públicos como la escuela, el museo y la oficina de correos. Imposible perderse en este lugar pues todas las calles secundarias, angostas y de terracería, atraviesan a la principal. Al norte del pueblo, es decir, a espaldas de la casona, está el camino pegado al río que lleva a la distante Sierra Gruesa.

   Don Salmón me condujo hasta un cobertizo en la parte trasera de la finca para abordar su camioneta, una Ford al parecer 1960 -de esas cuyos faros parecen un antifaz metálico- y nos pusimos en marcha por la callecita entre la presidencia y la iglesia, rumbo al río. En la parte posterior del templo, delimitado por una pequeña barda rematada con herrajes, observé el cementerio local, que luce austero y cuyas lápidas, todas, son verticales y pequeñas, apenas para que figuren nombres y fechas de los muertitos. Al panteón lo divide una pequeña calzada flanqueada por cipreses que termina en el muro de la iglesia. Casi no lo usamos, me comentó el Jerarca mientras detenía el vehículo frente a la entrada. Cuando muere algún vecino, por supuesto que hay dolor, pero es temporal y su familia ocasionalmente viene a visitarlo y le deja algunas flores. Enseguida me dijo que en El Leñoso nos les gustaba el drama, menos el de la muerte, pues no hay forma de evitarla. Llorar y gritar sólo empeora las cosas ¿no cree?, me preguntó.  Y reanudó la marcha para enfilarnos hacia la montañas, que dejaban ver a lo lejos sus cimas escarpadas.

  Aunque de tierra, el camino de un carril hacia el río está en buenas condiciones por el tráfico continuo de los obreros que aún trabajan en las minas y otros lugares cercanos a la sierra, sin embargo es evidente que tuvo mejores tiempos, cuando era una rúa de dos sentidos, a juzgar por el ancho de vía y los vetustos señalamientos que nunca fueron removidos cuando colapsó la mina. Es sinuoso porque rodea los peñascos frecuentes -propios de las cercanías de la montaña-, y a sus costados se extienden los sembradíos de cebolla, de chile, de maíz. También se ven los campos de huamilón, exclusivos de la región según Don Salmón. En este territorio, que va desde la estación del tren de La Pila hasta la Virgen, es muy notoria la transición del semidesierto a la pradera y luego a las zonas boscosas. Son paisajes bonitos de ver y mientras el camión avanzaba Espirigota me exponía didácticamente la historia de la iglesia de San Lorenzo, que recién habíamos pasado.

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martes, 19 de enero de 2016

Bolos,el Planeta Rebelde

Xavier Q Farfán

Capítulo III. El dictador lunático Vorcex. Segunda parte.


   ¡Rayos! Apenas salió de un lío, y ya está planeando meterse en otro. Este planeta tan vago no tiene llenadera. Hace apenas unos minutos era una bola de desconcierto y miedos y ahora quiere conquistar al universo.
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   Fue lo que pensó la Nano-esfera cuando Bolos le comentó que el paseo le estaba sentado de maravilla, que se sentía lleno de energía y libre de temores.
-Parece que dio resultado el paseíto, lo aproveché para reflexionar y poner en claro mi aspiración más alta, que por cierto sigue siendo la de explorar buena parte del espacio sideral. Sin embargo ahora que conozco un poco más mis debilidades y mis fuerzas, lo haré con sensatez-, siguió diciendo a la pequeña estrella.
-Ahora deberíamos concentrarnos en rescatar a los astros cautivos de Vorcex, ¿no te parece?- sugirió el anaranjado y la esferita, no muy convencida de la iniciativa, sólo atinó a responder:
-Es muy arriesgado, Bolos; ese Vorcex es muy perverso y si nos acercamos demasiado, seguramente nos jalará su fuerza y ya no podremos escapar, ni nosotros, ni las rocas aquellas. Además no sabemos si están de manera voluntaria, así que ¿para que molestarlos?- le reviró la Nano-esfera, desmarcándose un tanto.
   Luego de discutir un buen rato, por fin el planeta rebelde consiguió convencerla y se dispusieron a elaborar un plan. Lo primero sería ir a echar un vistazo a los alrededores del sistema malvado para tener una idea de lo que sucede y tratar de saber si los planetas atrapados quieren dejar de orbitar al tirano o si ya se acostumbraron y se quedarán por siempre.
-Que estén acostumbrados no quiere decir que estén felices, ¿o sí?- remató Bolos. Y emprendieron el camino rumbo al territorio del solecito malicioso. 

   Mientras se acercaban a la zona de Vorcex, Bolos trataba de urdir una salida para los astros tiranizados; recordó entonces algo que le dijo Zungaar alguna vez: en el espacio sideral suceden cosas incomprensibles. -Tan incomprensibles, por ejemplo, como cruzar por el agujero de una roca y aparecer en un sitio lejanísimo y desconocido-, dijo para sí el aventurero. Y enseguida razonó que la solución que ahora necesitaba se iba a presentar, también, de manera sorprendente.

   Pronto estuvieron a buena distancia para espiar y no ser absorbidos por la fuerza gravitacional del dictadorzuelo: largo rato estudiaron el movimiento de los astros retenidos y no vieron señales de inconformidad, y la Nano-esfera aprovechó para intentar abortar el plan
-Por lo que se alcanza a ver están muy a gusto cincundando al Vorcex, así que vámonos-, urgió. Bolos por su parte pensaba en la forma de acercarse un poco más y poder hablarles pero era más que imposible. Miró a su compañera, tan frágil aparentemente y se le ocurrió que por su masa pequeña y su velocidad, bien pudiera hacer una aproximación muy rápida sin ser atraída por el pequeño sol. Como no queriendo se lo propuso a la lucecita, quien escandalizada amenazó con abandonarlo.
-¡Claro que no! Antes que eso prefiero cargar un asteroide de hielo y estrellarlo contra el engreído ese. ¡Yo mejor me voy!- profirió. Bolos intentó tranquilizarla sin mucha fortuna, pero la Nano-esfera seguía muy indignada vociferando reclamos.
-¿Qué pasaría si estrellas un asteroide de hielo contra Vorcex?- preguntó súbitamente el explorador.
-¡Qué se yo! ¡Se apagaría o podría perder su fuerza de atracción! ¡Tú eres el de las ideas brillantes!. Mira que pretender sacrificarme para medir la fuerza del bruto aquel. ¡Genio!- fue la respuesta furibunda, y Bolos, sin hacer mucho caso del sarcasmo preguntó de nuevo.
-¿Y dónde encontraremos un asteroide de hielo por acá?
-¡No se! Pudiera haber algunos en el Campo de la Lluvia Plateada, pero no hagas mucho caso de una Nano-esfera que iba a ser entregada al malvado Vorcex- continuaba muy molesta y el anaranjado tuvo que pedir perdón muchas veces.

   Después del zipizape, y otra vez tan amigos como siempre Bolos y la Nano-esfera emprendieron el camino a hacia el Campo de la Lluvia Plateada para encontrar un asteroide de hielo más grande que Vorcex. En el trayecto la pequeña luz preguntó a su compañero si de verdad era un planeta errante o sólo una roca perdida en el espacio. Y Bolos, que tenía ya muchos conocimientos sobre el tema le dijo que sí, que era todo un planeta vagabundo.
-No me confundas con los exoplanetas; esos necesariamente tienen que estar ligados a la gravedad de alguna estrella, como sus súbditos. Y aunque se desplazan libremente por ahí, quien marca el rumbo es aquella. No debe ser muy divertido. Yo, en cambio me muevo con toda libertad, y aunque por momentos es muy peligroso, siempre he contado con la ayuda de alguien, cómo tú-, explicó Bolos, que siguió diciendo
-Al principio, cuando apenas estaba en formación el Sistema Solar del que vengo, el plan era que yo me quedara gravitando eternamente para Helio, pero antes de que se formalizara todo decidí salir, pues ese porvenir nunca me agradó. Y según parece hay muchos como yo, astros errantes o interestelares por ahí. Unos fueron expulsados de sus sistemas y otros salimos voluntariamente.

    Faltaba mucho para llegar al famoso campo de plata pero la charla y los paisajes tan llamativos por los que pasaban, hicieron menos aburrido el trayecto. Vieron, por ejemplo, cómo el choque de dos estrellas muy lejanas producía los destellos más vivos jamas imaginados: líneas vibrantes azules, rojas, amarillas que se extendían miles de kilómetros y que gradualmente se agotaban. Tan intensas eran que aún después de apagadas, insistían en quedarse plasmadas en la mirada atónita de los viajeros. No obstante que era el espectáculo era rutinario, el asombro de Bolos era tal como el primer día de su aventura, cuando presenció la exhibición más fastuosa de pirotecnia estelar.

-¿Será posible convencer a un gigantón de hielo que nos ayude para liberar a las rocas esclavas?-preguntó el anaranjado y la esfera le respondió que sí, que si le daban unas buenas razones, podría acceder a colaborar.
-Además, en el Campo de la Lluvia Plateada, que ciertamente es muy hermoso, los visitantes se quedan como hipnotizados, nomás mirándolo sin hacer nada. Así que, incluso, le haríamos un favor al asteroide que acceda a auxiliarnos-, explicaba la esfera con optimismo y remató:
-Lo vamos a sacar de su atolondramiento y lo pondremos a hacer algo bueno.

   Los meteoros siguieron avanzando hasta que a lo lejos, frente a ellos, empezaron a notar un resplandor apenas perceptible, que a la distancia parecía vivo por los movimientos que hacía: se dilataba y se contraía una y otra vez. Conforme se acercaban la luminosidad del resplandor se intensificaba cada vez.
-Supongo que ese es el Campo de la Lluvia Plateada-, dijo Bolos.
-Ajá-, respondió la Nano-esfera.

continúa...

domingo, 17 de enero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo


Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Cuarta parte.


   Un repentino ataque de asma hizo que el anciano detuviera su relato. De inicio nadie notó nada, y muchos creímos que las silivancias que emitía el viejo eran parte del cuento, hasta que su dificultad para respirar fue tal que daba violentos manotazos solicitando socorro. De urgencia fueron a buscar al encargado del dispensario médico a quien llamaban "el doctor"; llegó pronto y rápidamente sofocó la crisis del asmático y luego lo acompañó a hasta su casa. Cuando se iban el anciano venerable aún pudo hacer unas señas a la concurrencia indicando que volvería más tarde, cosa que naturalmente no sucedió.

   Ante esta pausa inesperada, el Jerarca y su señora esposa me invitaron a dar una vuelta por ahí, para que conociera el pueblo y también convidaron al señor cura Don Mayelo, que cortésmente declinó y dijo que mejor se iba a la Adoración Perpetua del Santísimo, pues en las noches de fogata a veces dejaban solo a Nuestro Señor. Dios los lleve, nos dijo, y se marchó a toda prisa. Mientras tanto la plaza poco a poco se fue quedando desierta, salvo por los encargados de apagar la lumbre y recoger todo y los perros del pueblo que husmeaban entre las bancas vacías.

   Caminando por la calle principal de El Leñoso, que sus habitantes llaman la alameda -a pesar de que no hay álamos por ahí-, Don Salmón me daba los pormenores del lugar. Su charla, como pude descubrir durante la cena, es cautivadora; tiene un modo de decir las cosas que parece que se sorprende a sí mismo de lo que platica. Y su mujer, más discreta, avanzaba apenas un paso atrás asintiendo a todo lo que decía el marido y haciendo algún comentario aislado. Brevemente me contaron la historia local, desde la fundación de la Mina de la Virgen, que como es sabido trajo esplendor y fama a El Leñoso, hasta la postración generalizada luego del agotamiento de las vetas de oro, que según el Sr. Espirigota, eran tan grandes y estaban tan a flor de piedra, que se podía tropezar con ellas y hacerse rico en un santiamén. Justamente así le sucedió a sus antepasados, que amasaron una pingüe fortuna y que gracias a la prudencia y a la moderación, aún conserva. Sin embargo, Don Salmón no parece un varón acaudalado pues su forma de vestir y conducirse son más bien modestos.

  Nos detuvimos a medio camino de la alameda para regresar, pues según el Jerarca ya no había mucho qué ver; sólo nos faltó la Piedra de la Culpa, comentó al tiempo que señalaba al obelisco que ya se dejaba ver a lo lejos, y cuya historia ya conocía por boca de Don Elías, el chofer del camioncito. Cuando Espirigota intentó repetirla lo atajé elegantemente y le pedí que mejor me platicara un poco sobre las otras leyendas, como la de Mister Andrux o como la de la guerra de las mojoneras. Soltó una risa muy divertida para luego decir que qué barbaro, que ese Elías siempre le ganaba el mandado. Después se puso muy serio y me tomó del brazo para emprender el camino de regreso; me quedé un poco desconcertado con este cambio tan áspero de Don Salmón. Luego de unos momentos de silencio, en voz un poco más baja me dijo, o me aclaró, que en el El Leñoso todos se tomaban el asunto de las leyendas con mucha seriedad y que no se trataba de incultura o superchería. Se trata de un  asunto de identidad, dijo, del sentido de pertenencia de un pueblo. No supe cómo recomenzar la charla y ante mi contrariedad me invitó a tomar unos tragos en su despacho después de la caminata, y que allá me explicaría más. Reanudamos la marcha hacia la casona de gobierno, frente a la Plaza Principal, que como en todos los pueblos y ciudades pequeñas, está rodeada de los edificios principales y sin faltar, claro, la iglesia de San Lorenzo, protector de los mineros.

   La verdad yo imaginaba otra cosa. El despacho de Salmón Espirigota no era un despacho de un presidente municipal, con su escritorio y su poltrona de piel y su línea telefónica y el retrato del presidente. No, así no era el despacho. Era una admirable biblioteca de, según yo, unos 4 mil títulos. Un par de sillones grandes muy cómodos y una mesita de centro, además de una pequeña cantina al fondo eran los únicos muebles de la sala y los únicos necesarios, por cierto. Embobado todavía en esos libreros tan altos y tan retacados de obras maestras, mi anfitrión se acercó con una copa de cajazo de huamilón y me invitó a sentarnos. Maliciosamente me miró directo a los ojos y me preguntó si yo esperaba encontrarme con una oficina como la suya. Sin entender la entrelínea de su pregunta le contesté secamente que no, que yo esperaba ver un despacho ordinario y enseguida me dijo que no le sorprendía mi respuesta, que casi todos los que la conocen contestan parecido.

   Ya cómodamente sentados, cada quien en diferente sillón, frente a frente, el Jerarca Salmón Espirigota empezó a hablar largo y tendido: los juicios anticipados, juicios a priori, solapadamente gobiernan nuestros pensamientos; esas ideas preconcebidas acerca de lo que vemos y también de lo que no vemos, siempre están interfiriendo en nuestras opiniones ¿no es cierto?. Pues bien, cuando leí su primera carta solicitando nuestra apoyo y hospitalidad para hacer su trabajo investigativo sobre las leyendas de El Leñoso, malamente asumí que se trataba de sólo curiosidad, y hasta morbo, porque normalmente de eso se tratan las ocasionales visitas que tenemos por acá. Su segunda carta me aclaró algunas cosas y me convenció de su seriedad profesional. Por eso accedí a hospedarlo en mi casa el tiempo que usted crea necesario, aunque debo comentarle que figurar en el Catalogo General de Leyendas Nacionales no es relevante para nosotros; obviamente que nos brindaría ese orgullo regionalista que todo pueblo debe sentir, pero nada más. Nuestras leyendas, si me permite la expresión, son para consumo local, sin embargo no nos oponemos a que otros las conozcan ¿me explico? Y en lo que respecta a los beneficios colaterales que ofrece tal publicación, como la promoción turística y esas cosas, créame que no los necesitamos. No es arrogancia, como usted podrá comprobar más adelante.

   Apenas conoce un poco nuestro pueblo y seguramente por lo que ha visto infiere que no somos ricos, que no tenemos las grandes fincas ni los grandes negocios. Pero si observó bien, quizá se dio cuenta que tampoco somos pobres. No señor, en El Leñoso no hay gente pobre. Sin falsa modestia yo soy el único rico de este pueblo. No se trata de un una condición de conformismo o estancamiento, pues si nos lo proponemos podemos cambiar las cosas y hacer que la gente tenga más pero, créame, así estamos muy a gusto. Nuestra vida no es opulenta pero vivimos bien y nos preocupamos más por algunas cosas que en cualquier otro sitio serían motivo de risa y de sospechas. Aquí nos gusta sembrar y cosechar, nos gusta leer, nos gusta admirar el cielo por las noches, nos gusta contar historias al calor de la lumbrada, nos gusta raspar el oro que queda en la montaña, nos gusta pasear por el río, nos gusta preocuparnos por el vecino; todo eso nos gusta mucho. Ya probamos la riqueza, a dentelladas, y sabemos de qué se trata tener casas lujosas con muchos criados y caballos pura sangre en los corrales, sentimos en nuestras pieles las sedas más finas del mundo y probamos los más exóticos platillos; también nuestros hijos asistieron a los colegios más rancios. Pero ¿sabe qué?, no nos gustó. En contraparte, nuestros antepasados sintieron en carne viva las quemaduras de la pobreza y tuvieron que luchar para vencerla; fue un combate desigual ante la montaña, ante una tierra empecinada en no dar fruto, ante el frío inclemente, ante los hordas de salvajes sanguinarios.

   Poco a poco iba entendiendo el sentido de la charla de Don Salmón, que según yo trataba de justificar un poco esa particular visión del mundo que prevalecía en los habitantes del poblado, y de su gusto por las cosas simples, como las leyendas increíbles que ahí se contaban, que era el resultado feliz de vivir dos vidas: primero una de muchas penurias y enseguida otra de abundancia grosera. Y al tiempo que hacía estas consideraciones también me quedó claro que mi encargo en el El Leñoso se iba saliendo de curso y que de seguir así, tarde o temprano naufragaría. Mi tarea es documentar las leyendas, entrevistar, si los había, a lugareños involucrados, visitar los sitios mencionados, etc. y al final llevarme toda la información a la Capital para que los que saben escribir hagan una buena historia, digna de estar en el Catalogo General de las Leyendas Nacionales. Nada más.

   El brindis de Don Salmón me sacó de mis pensamientos. Había servido una segunda copa de cajazo de huamilón y enseguida me dijo que no era su intención aburrirme con su perorata pero que veía preciso que yo supiera todo eso y que lo tuviera en cuenta a la hora de hacer mi trabajo. Brindamos y al cabo de un momento de silencio, mientras levantaba su copa para verla de cerca, exclamó que qué deliciosa es esta bebida, lo mejor que tenemos por aquí. Como nuestro oro y como nuestras leyendas, también es motivo de orgullo local. ¿Sabía que el huamilón es un agave silvestre que únicamente se da por estas tierras? Los fundadores de nuestro pueblo lo empezaron a elaborar rudimentariamente, a lo mejor para paliar las tarascadas del hambre o del frío, y cuando el furor de la minería estaba al máximo, a muchos visitantes les gustó tanto que pedían la receta y algunos llegaron a llevarse cactus robados para intentar fabricarlo en sus tierras. Ahora lo producimos para el consumo de El Leñoso, que es muy poco, y para clientes extranjeros que pagan muy buen dinero por él. Muchas familias viven de la jima y destilación del huamilón. Enseguida el Jerarca se levantó y comentó que había estado muy a gusto platicando conmigo, que me esperaba mañana por la noche para contarme la vida curiosa de Mister Andrux, el géologo y que durante el día él mismo me acompañaría al Sendero de la Gruta y, de paso,  a conocer la destiladora del cajazo.

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miércoles, 13 de enero de 2016

Bolos, el planeta rebelde




La graduación del boy scout temerario e impetuoso

Xavier Q Farfán

Capítulo III. El dictador lunático Vórcex. Segunda parte.

   Mientras vagaba por ahí al lado de la Nano-esfera chispeante se iba recomponiendo poco a poco de tanto sobresalto; Bolos ya no se sentía tan atarantado e intentó poner orden a sus pensamientos haciendo un recuento de los acontecimientos tan dramáticos a los que había sobrevivido. Trataba de recordar palmo a palmo lo sucedido.
-¿Estas bien, amigo?, te noto muy pensativo- inquirió la lucecita.
-Ya me siento mucho mejor, gracias; sólo estoy intentando hacer memoria, pero la verdad no comprendo, creo que estoy más confundido- respondió cortésmente. Y luego en voz alta empezó a recrear su recorrido: -en cuanto toqué la ventana virtual, una fuerza muy poderosa me sacó del Laberinto de las Rocas Silenciosas, luego sentí que caía a gran velocidad por un túnel muy oscuro que, pensé, era la Zona Plana; creo que eso fue lo último que supe. Ahora estoy en un sitio totalmente desconocido, y por lo que me dices, muy lejano. No entiendo nada-.
-Ni te preocupes- le animó la esfera, -en el espacio suceden cosas tan incomprensibles, que no tiene ningún sentido tratar de entender; lo importante es que estás bien, y al parecer en tus cabales- bromeó.
-Es probable que la Zona Plana sea sólo una fábula inventado por algún viajero afiebrado y en realidad lo que sucedió fue que atravesé por una agujero negro- aventuró el anaranjado.
-Ni lo sueñes amigo, eso no es posible porque si una cosa de ésas te llega a atrapar, ni la cuentas. Bueno eso es lo que dicen.
-Oye ¿Te suena el nombre de Druma?- preguntó Bolos. -Es un planeta aventurero, como yo.
-No, no me suena. he conocido a muchos vagabundos que pasan por esta parte en camino del Campo de Lluvia Plateada pero ninguno con ese nombre.
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   Bolos permaneció callado los siguientes minutos; estaba absorto haciendo sus conclusiones mientras la Nano-esfera hablaba sin parar describiendo los sitios por los que pasaban y dando santo y seña de todo el vecindario. No la escuchaba, por supuesto, y sólo le hacía ocasionales gestos afirmativos. Muchas preguntas giraban en su cabeza sin vislumbrar siquiera una respuesta, ni aproximada siquiera. Sanamente, el astro dejó de lado las cuestiones insolubles y transitó hacia la reflexión reposada de todo lo acontecido: desde que abandonó al Sistema Solar de Helio, sus experiencias antes de caer en el Laberinto de las Rocas Silenciosas, su estancia en la guarida de Zungaar y el estrecho vínculo que habían establecido, la supuesta Zona Plana; en fin, trato de hacer un inventario detallado de todo lo vivido.
   Por su parte, la Nano-esfera seguía con su exposición, muy ilustrativa y didáctica, hay que reconocerle, del vecindario; sin embargo al notar sus respuestas automáticas, optó por guardar silencio y dejó que Bolos continuara con su abstracción mientras flotaban sin dirección aparente. En su introspección, el anaranjado pudo entender, por una parte, que la decisión de abandonar su casa inicial, había sido una pedante exhibición de rebeldía juvenil, y por la otra, que llevado por una auténtica visión exploradora, podría alcanzar sus más ambiciosos propósitos de vida. Al final de cuentas era un hecho consumado al que no podría modificar ni un milímetro, siquiera. Comprendió también que se trataba de asumir con aplomo las consecuencias de todos sus actos, incluso los de poco juicio. Hacerlo le proporcionaría la habilidad de tomar mejores decisiones en el futuro.

   Este ejercicio le estaba sentando bien a Bolos; el chapuzón que se daba en lo más profundo de sus pensamientos y de sus emociones, le abría el panorama extraordinariamente. En todas las experiencias del pasado que pusieron a prueba su temple, las más peligrosas y hasta las más divertidas, habían detalles en común que pasó por alto: siempre recibió, de alguna manera, la ayuda de alguien. Ahora le quedaba claro que sus recursos personales habrían sido insuficientes para superar todos los retos del pasado. Pensó en Zungaar, en Druma y en las esferitas. La experiencia y la sabiduría de aquellos fue determinante para que pudiera llegar hasta donde estaba, y las Nano-esferas, aún diminutas e insignificantes, en dos ocasiones lo sacaron de líos muy gordos. Captó en ese momento que el tamaño o la brillantez o la posición importan muy poco cuando se trata de la solidaridad con otros y que siempre se podrá ser útil para alguien.

   Se pudiera decir que tras estas cavilaciones Bolos cambió radicalmente su visión. Recordó la afirmación aquella de Zungaar de que en el espacio las cosas suceden vertiginosamente, y aunque le parecía demasiado breve, muchas cosas sucedieron en el tiempo desde que salió del dominio de Helio a esta parte. También se pudiera decir que estos momentos reflexivos, de autoconocimiento, vigorizaron sus más anhelados proyectos personales y de paso, fueron su graduación como un explorador más maduro y seguro de sí mismo. Ya no era más el boy scout temerario y impetuoso.

   

martes, 12 de enero de 2016

La Leyenda de Ricardo el descalzo

Xavier Q Farfán

Crónicas del Sendero de la Gruta. Tercera Parte

   El anciano venerable nos tenía embobados con su narración, incluso a los niños que, sentados en el zacate con los ojos muy abiertos, no perdían detalle. Ocasionalmente gesticulaba para enfatizar algunas partes del relato, pero normalmente estaba quieto; su voz, bien impostada a fuerza de tanto contar historias, no requería mayores artilugios para tener absortos a los oyentes. A pesar de que los nativos de El Leñoso conocían al dedillo los cuentos, todas las noches de lumbrada entraban en un estado de fascinación al escucharlas nuevamente.

   Cuando el anciano hacía alguna pausa dramática, aprovechaba para dar unos sorbos a su cajazo de huamilón, -aguardiente local muy suavecito, al principio- y lo mismo hacían los hombres adultos que lo escuchaban, y las mujeres y los niños, por su parte, bebían atoles calentados en braceritos de lámina; se podría decir que durante un par de horas el anciano hipnotizaba a medio pueblo.Y había, por supuesto, los que preferían no asistir porque no les agradaban los cuentos y otros tantos que eran muy miedosos, pues las leyendas, todas, hablaban de aparecidos y cosas de ésas.

"La madre de Ricardo el descalzo, doña Antonia, mujer de muy buenos modos, al ver que era imposible hacer que el muchacho fuera a la escuela, procuró ella misma enseñarlo a leer y escribir. No quería que su muchacho se quedara burro y también le enseñó a hacer cuentas, que le sirvieron de mucho cuando ayudaba a su padre, Ricardo viejo,  a vender el oro que sacaban de la Virgen. Era muy listo el muchacho, aprendió muy rápido todas las cosas que le enseñaron; lástima que no le gustaba usar zapatos y tampoco le gustaba juntarse con nadie, a lo mejor por las burlas que le hicieron tantos años.

"Así, entre que la mamá le enseñaba las letras y el papá lo traía trabajando, el descalzo se daba sus escapadas al monte para cazar conejos y codornices. Además de ser muy certero con las piedras tenía algo que es muy importante de los cazadores: el chavalo sabía esperar. Pasaba largos ratos agazapado entre los arbustos esperando que los animales se confiaran y ¡pas!, les daba el pedradón. Y como le ayudaba a Ricardo viejo, su señor padre, en el rastro del pueblo, también agarró mucha destreza con el cuchillo; ahí mismo donde mataba los conejos los desollaba y les quitaba la piel casi casi con un solo corte. No había día que regresara a su cada sin presa: liebres orejeras, conejos, lagartijas, codornices; alguna ocasión llegó con una víbora de cascabel a medio matar colgada del pescuezo y se armó tremendo sanquintín: Doña Antonia, que siempre estaba de buenas, sufrió un ataque de histeria que sólo le pudieron calmar con muchos tecitos de ruda. Después, le suplicaba a Ricardito que por favor no anduviera jugando con serpientes, que qué pensaba. Para Ricardo, ya un mocetón de 15 años, no era un juego: la cacería de había convertido en una pasión y más adelante en su forma de vida.

"En sus correrías diarias llegó a conocer todos los vericuetos de la Sierra de la Virgen, recorrió el Río Roto leguas abajo hasta el maendro que rodea a la cordillera y por supuesto conocía. como la palma de su mano, el Sendero de la Gruta, que más bien parece un paseo de lo bonito que es durante el día. También sabía dónde están los tiros, los pozos y la entradas de la mina, desperdigados aquí y allá a lo largo de las crestas de la montaña. Tanto así que muchos fuereños y hasta algunos de aquí, le preguntaban dónde estaba tal cueva o tal peña. Y no sólo les informaba, sino que se acomedía a llevarlos. En fin que era muy buen muchacho ese descalzo, y todos en el pueblo, incluso los que se burlaban de él, lo empezaron a apreciar mucho, más cuando regalaba a las señoras los conejos sin piel o codornices para que les prepararan calditos a los niños, quesque son muy buenos para el desarrollo, les decía.

"Cada vez sus excursiones se fueron prolongado y haciendo más audaces; los padres, ya resignados, sólo le daban la bendición cada que salía. Se iba más lejos, río arriba hasta las zonas boscosas, ya no tras los conejos, sino en busca del ciervo mulo y del gato montés. Poco a poco dejó de acompañar a Ricardo viejo, su papá, a la mina y al rastro hasta que finalmente un día avisó que saldría de cacería todo un fin de semana. Escandalizada al principio, la madre se conformó con el juramento de que se cuidaría mucho y que se iba a encomendar a San Huberto de Lieja, patrono de los cazadores. También la tranquilizó la promesa del descalzo de traerle hermosas pieles de venados y de gatos salvajes para hacer colchas y tapetes. Ella por su parte lo encomendó a San Miguel Arcángel esa tarde de viernes que marchó por la vereda junto al río rumbo a la Sierra Gruesa.

"En la casa, ya conforme con la resolución de su hijo, Antonia se quedó rezando el rosario al lado de su marido y de Lila y Toña, sus hijas menores gemelas, conocidas en el pueblo como las cuatas Cuervos. Niñas bien portadas en la escuela y en el catecismo de los domingos, sirvieron de mucho consuelo a los atribulados padres, que presentían que lo de Ricardo no era de un fin de semana, sino de más tiempo. Y tenían razón, pues la vuelta duró 10 días.

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domingo, 10 de enero de 2016

Bolos, el planeta rebelde

Xavier Q Farfán

Capítulo III. El dictador lunático Vórcex. Primera parte.

- ¡Ayuda! ¡Ayuda, por favoor! ¡Zungaar!-

   Desesperado, Bolos no dejaba de gritar mientras giraba alocadamente. Le suplicaba a su amigo que lo ayudara, que la Zona Plana lo estaba jalando, que estaba muy oscuro y muy frío, que tenía miedo; pero Zungaar no respondía. La fuerza que lo tiraba iba en aumento cada vez, lo mismo que su angustia. Ya no le quedaba energía para resistir; sólo esperaba el auxilio de Zungaar o de quien fuera. Era tal su terror que los gritos se le ahogaban antes de salir, quería desgañitarse para que lo escucharan, que vinieran Helio o Druma para rescatarlo. Nadie acudió; el planeta rebelde estaba solo y a punto de ser engullido por la Zona Plana. Finalmente ya no pudo más y su último alarido se fue extinguiendo paulatinamente, mientras se precipitaba en un abismo aterrador totalmente negro. Mientras caía en ese túnel interminable, sintió cómo se iba adormeciendo poco a poco; empezó a escuchar las voces muy lejanas de sus amigos que le pedían que no se fuera. En medio de este delirio perdió el conocimiento.

-¡Amigo, amigo!, ¡despierta!- La Esfera luminosa que estaba tratando de reanimarlo insistía sin éxito; lo rodeaba velozmente una y otra vez gritándole que despertara, que se estaba acercando peligrosamente al temible Vórcex, pero Bolos no reaccionaba. En un esfuerzo final por despabilarlo la pequeña estrella chocaba contra él, al tiempo que le gritaba con todas sus fuerzas. Todo era inútil porque Bolos seguía inconsciente vagando al garate, presa de los extraños vientos espaciales que ahora lo acercaban cada vez más a Vorcex, un pequeño sistema solar que era la pesadilla de todos los que se atrevían a rondar esa parte del cielo.

   Desterrado de una galaxia muy lejana por sus constantes conflictos con sistemas solares vecinos, Vórcex se trasladó hasta esta parte del universo, paso frecuente de planetas errantes o exoplanetas que buscan llegar al Campo de Lluvia Plateada, un lugar de belleza extraordinaria, y asentó aquí su pequeño reino de terror. Dicen que tiene una fuerza gravitacional muy poderosa que utiliza malévolamente para atraer a los descuidados y obligarlos a orbitar para él por siempre. Tiene dos astros sin nombre a su servicio, siempre girando en torno suyo y al parecer los tiene esclavizados desde que fue expulsado; inicialmente los convenció que lo acompañaran con la promesa de que juntos, los tres, tendrían espectaculares aventuras por todo el universo, pero una vez fuera los aprisionó con su tremenda fuerza de atracción. Y tenerlos así sólo parece el capricho de un dictador lunático, pues Vórcex no obtiene ningún beneficio práctico de este cautiverio. Sólo le insufla el ego.

   Parecía inevitable que Bolos cayera en las garras del maloso; cada vez se acercaba más y para su infortunio el viento espacial arreciaba. Por su parte, a la Esfera luminosa que intentaba reanimarlo se le acababan las ideas, hasta que notó el volcán que el aventurero tenía en su polo norte. A toda prisa se acercó al cráter y sin pensarlo mucho se lanzó hacia adentro como rayo y ahí dio un grito tan retumbante que la corteza de Bolos se cimbró de tal forma que casi se desprende. Por fin el astro desmayado volvió en sí y alertado por la esferita brillante pudo alejarse del peligro.

Image result for fotos de la vía lactea-Estuvo cerca, amigo-, respiró aliviada la salvadora de Bolos. -Creí que nunca ibas a despertar y que terminarías como esclavo de Vórcex.
Bolos, que aún no sabía bien a bien qué era lo que estaba sucediendo, sólo la miraba fijamente sin poder decir nada y se estremecía cada momento hasta que le pasó el aturdimiento.
-¿Dónde estamos?- por fin pudo decir algo el trotamundos.
-Exactamente no lo sé pero creo que en el Brazo de Orión de la Vía Láctea-, dudó la Esfera.
-Me refiero a este sitio específico, supongo que el Anillo de Asteroides está por aquí.
-¿Anillo? No amigo, en esta parte no hay ninguno. Llevo recorriendo esta zona mucho tiempo y no he sabido nunca acerca de un anillo de asteroides-, aclaraba la pequeña lucecita. -Creo que aún no acabas de despertar y estás alucinando- concluyó.
- No, créeme que no. Acabo de escapar del Laberinto de las Roca Silenciosas, que es como le dicen a una parte de ese anillo-, trataba de explicarle Bolos.
 -Estaba ahí con mi amigo Zungaar, y cuando pude cruzar la puerta de salida ya no supe más. -¿Aquí es la Zona Plana?
-¡Qué Zona Plana ni qué nada! ¡Despierta amigo! Sigues delirando- exclamó la Esfera Luminosa.
-Mejor demos un paseo para que te repongas y puedas pensar con claridad. Yo mientras te platico del maniático de Vórcex- remató.


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