Xavier Q Farfán
Crónicas del Sendero de la Gruta. Séptima parte
Finalmente ahí estaba, frente a mí, el dichoso sendero. Parado a mitad del puente de piedra al lado de mi acompañante, pude por fin contemplar el principio de ese caminito a las minas de la Virgen. Me alegré de conocerlo porque además de que es muy hermoso, es real. Tanto misterio y tantos terrores nocturnos me habían obligado a pensar, por momentos, que este asunto del Sendero de la Gruta se trataba de un mal sueño mío, de un mal sueño de Espirigota y de un mal sueños de todos en El Leñoso. Las palmadas del Jerarca me sacaron de mi marasmo y apenas pude escucharlo cuando me preguntó que qué me parecía, que si yo creía posible que un sitio tan lindo durante el día, se pudiera transformar en algo escalofriante por las noches.
Entre los primeros peñascos y el río está la explanada donde los antiguos mineros hacían la molienda de la roca, a juzgar por el enorme mortero circular de piedra. Otras añejas construcciones en desuso, pero bien mantenidas, figuran en el lugar: macizos jacalones sin techo, le dan ese aire de abandono, un abandono bien cuidado, pues a hasta la maleza que los rodea acusa una deliberada simetría. El resto del terreno es tapizado por manzanillas en flor, salvo el estrecho empedrado que va desde el puente hasta el fondo, donde se alcanza a ver una escalinata pegada a la peña con balaustrada de madera. Parece ser que ahí empieza el afamado viricueto.
Cruzamos la explanada para llegar a los escalones y noté regados por ahí, entre las ramas de la manzanilla, algunos objetos metálicos oxidados. Mi apasionado guía me comentó que eran utensilios mineros que se fueron quedando a la buena de Dios, olvidados por los gambusinos y que nunca se movieron de su lugar para darle más realismo al sitio. Subimos por la escalinata, tallada en la misma peña, para llegar a un terraplén poblado de abetos y que extiende a lo largo de la base del cerro. En esta parte hay más edificaciones antiguas desperdigadas, igualmente mantenidas en un estado de ruina muy atractivo a la vista. Acá sigue habiendo un poco de manzanilla dispersa pero en general el suelo es una alfombra de hojarasca y piñas de las coníferas. El andador embaldosado se enfila a la derecha del terraplén para rodear un poco este primer risco y llega hasta un puente volado que salva un pequeño barranco de unos veinte metros de profundidad. Es una vista espectacular y Don Salmón, con una cara de orgullo mal disimulado, me informa que lo llaman el puente de La Terraza, que es el único colgante del mundo que pasa entre el follaje de los pinos, y que además es muy seguro, que fue construido a base de durmientes y con cables del mejor acero. Y tiene razón mi amigo: casi se pueden tocar las ramas de los pinos crecidos en las laderas o en el fondo de la barrranca, pero lo mejor es, según mi gusto, que es un excelente punto de observación de aves, pues desde aquí pude ver jilgueros, piquituertos, carpinteros y hasta cotorras, como las que tiene Doña Lucinda en la jaula de latón de la casa de gobierno. Para cualquier ornitólogo, La Terraza sería un paraíso.
Cuando terminábamos de cruzar el puente, nos topamos con dos hombres que bajaban del cerro. Saludaron amablemente y mi compañero les preguntó que qué tal estaban las cosas allá arriba, que si tenían alguna novedad. Le respondieron que todo estaba muy bien, que iban a el pueblo a buscar herramienta que olvidaron. Don Salmón aprovechó la vuelta y les pidió que por favor pasaran a casa de Don Ramiro para saber cómo había seguido de su asma y que le preguntaran si esta noche podría continuar con el cuento del descalzo en la fogata de la plaza. En caso de que el anciano ya esté bueno háganme el favor de avisar al secretario para que prepare todo para la noche, les dijo.
En La Terraza termina el empedrado y la vereda continúa bordeando la ladera de la Virgen, zigzagueando entre rocas enormes y los troncos de los pinos; es un caminito de tierra apisonada excavado en la pendiente, sin protección en la orilla, que ciertamente no es muy necesaria pues en caso de caer, no se llegaría muy lejos por lo tupido de los árboles. En ciertos puntos el camino se ensancha al doble; Don Salmón me explicó que eran para dejar pasar a las recuas de mulas cargadas de mineral y que aprovecharon para colocar bancas dobles de madera, a manera de descansos, con una vista envidiable del bosque, remató. Nos sentamos en una de ellas para reposar un momento y seguir platicando. El recorrido del Sendero de la Gruta, exuberante y sorpresivo, hizo que olvidara momentáneamente todas mis inquietudes respecto a mi encomienda en El Leñoso, pero sentado ahí frente al cacique, retornaron en tropel sin previo aviso.
Pensar que este lugar maravilloso poblado de aves multicolores y de panorámicas increíbles, pudiera estar infestado de criaturas infernales por la noche, es algo no que puedo manejar aún. Sin embargo el temor real de los lugareños, los horrendos alaridos nocturnos, los desaparecidos, las huellas de bestias gigantes encontradas y por supuesto, el estado espástico en el que quedó Ricardo cuando se atrevió a recorrerlo de noche, son evidencias de que algo extraño sucede por acá. Y para colmo Espirigota se encarga de meterle más misterio al asunto diciendo que la del descalzo, no se puede entender ni explicar, sin conocer las otras historias del pueblo, igualmente anómalas. Supongo que mi contrariedad era evidente pues Don Salmón, muy sonriente, interrumpió mis elucubraciones diciendo que no pensará más, que para qué me preocupaba; es mejor que nos apuremos, propuso, porque apenas estamos a la mitad del camino y cuando lleguemos a La Campana, que es el final del sendero, le voy a mostrar algo muy interesante. De plano ya no supe qué contestar y sólo me dejé llevar. Pues vamos, repuse.
Continuamos avanzando por la senda cada vez más empinada; en esta parte empieza un barandal de madera muy sólido en el lado de afuera, pues la pendiente es más pronunciada y los arboles son menos. Hay tramos en que el camino tuvo que ser reforzado con un pasillo de madera adicional para ensancharlo, pues, según mi compañero, al peñasco no se le pudo sacar más pasada. No obstante esta arriesgada ingeniería, el paso no resulta peligroso pero sí exige atención continua. Hay, a lo largo de esta pintoresca brecha repegada a la pared de la montaña, una serie de salidas laterales, algunas con escalones de madera de pino que, me dice el alcalde, llevan a las diversos túneles de la mina. A esta altura la exuberancia de la vegetación es menor, pero siguen habiendo muchos arbustos y encinos, con ocasionales trifulcas de ardillas muy escandalosas. Cuando estaba el refuego de la mina, me iba contando Don Salmón, qué esperanzas ver pájaros u otros animales en esta parte de la sierra, pero ahora es diferente; poco a poco fueron regresando y hemos llegado a ver jabalís, pumas y venados.
Finalmente llegamos a una saliente amplia y plana en la que encontramos algunos trabajadores descansando tumbados a la sombra de una edificación muy sencilla de piedra que parece ser una capillita, a juzgar por la pequeña cruz metálica que luce en el pretil de enfrente. Pregunté a Espirigota si el lugar era La Campana que había mencionado antes. No, nos falta cruzar un pequeño puente de aquel lado de la capilla, me respondió ya con la voz un tanto agitada por la subida, señalando hacia la construcción. Saludamos a los hombres, que se pusieron de pie con mucha formalidad y continuamos hacia el puente que unía la saliente, con el cuerpo de la montaña. Aunque no se trataba de un precipicio, la quebrada era bastante profunda, tanto como para sujetarse con mucho nervio del pasamanos y avanzar con pasos cortos y temblorosos. Este último paso tan temerario termina en una cavidad enorme arrancada al picacho, donde hay algunos bancos añosos de madera y diversos trebejos que los mineros guardan ahí, colgados de ganchos incrustados a la peña. Al fondo se aprecia claramente un túnel menor, el último acceso a la mina. Y por fuera de la oquedad, colgada de una ménsula de hierro forjado, está la campana de bronce que da nombre al lugar.
Crónicas del Sendero de la Gruta. Séptima parte
Finalmente ahí estaba, frente a mí, el dichoso sendero. Parado a mitad del puente de piedra al lado de mi acompañante, pude por fin contemplar el principio de ese caminito a las minas de la Virgen. Me alegré de conocerlo porque además de que es muy hermoso, es real. Tanto misterio y tantos terrores nocturnos me habían obligado a pensar, por momentos, que este asunto del Sendero de la Gruta se trataba de un mal sueño mío, de un mal sueño de Espirigota y de un mal sueños de todos en El Leñoso. Las palmadas del Jerarca me sacaron de mi marasmo y apenas pude escucharlo cuando me preguntó que qué me parecía, que si yo creía posible que un sitio tan lindo durante el día, se pudiera transformar en algo escalofriante por las noches.
Entre los primeros peñascos y el río está la explanada donde los antiguos mineros hacían la molienda de la roca, a juzgar por el enorme mortero circular de piedra. Otras añejas construcciones en desuso, pero bien mantenidas, figuran en el lugar: macizos jacalones sin techo, le dan ese aire de abandono, un abandono bien cuidado, pues a hasta la maleza que los rodea acusa una deliberada simetría. El resto del terreno es tapizado por manzanillas en flor, salvo el estrecho empedrado que va desde el puente hasta el fondo, donde se alcanza a ver una escalinata pegada a la peña con balaustrada de madera. Parece ser que ahí empieza el afamado viricueto.
Cruzamos la explanada para llegar a los escalones y noté regados por ahí, entre las ramas de la manzanilla, algunos objetos metálicos oxidados. Mi apasionado guía me comentó que eran utensilios mineros que se fueron quedando a la buena de Dios, olvidados por los gambusinos y que nunca se movieron de su lugar para darle más realismo al sitio. Subimos por la escalinata, tallada en la misma peña, para llegar a un terraplén poblado de abetos y que extiende a lo largo de la base del cerro. En esta parte hay más edificaciones antiguas desperdigadas, igualmente mantenidas en un estado de ruina muy atractivo a la vista. Acá sigue habiendo un poco de manzanilla dispersa pero en general el suelo es una alfombra de hojarasca y piñas de las coníferas. El andador embaldosado se enfila a la derecha del terraplén para rodear un poco este primer risco y llega hasta un puente volado que salva un pequeño barranco de unos veinte metros de profundidad. Es una vista espectacular y Don Salmón, con una cara de orgullo mal disimulado, me informa que lo llaman el puente de La Terraza, que es el único colgante del mundo que pasa entre el follaje de los pinos, y que además es muy seguro, que fue construido a base de durmientes y con cables del mejor acero. Y tiene razón mi amigo: casi se pueden tocar las ramas de los pinos crecidos en las laderas o en el fondo de la barrranca, pero lo mejor es, según mi gusto, que es un excelente punto de observación de aves, pues desde aquí pude ver jilgueros, piquituertos, carpinteros y hasta cotorras, como las que tiene Doña Lucinda en la jaula de latón de la casa de gobierno. Para cualquier ornitólogo, La Terraza sería un paraíso.
Cuando terminábamos de cruzar el puente, nos topamos con dos hombres que bajaban del cerro. Saludaron amablemente y mi compañero les preguntó que qué tal estaban las cosas allá arriba, que si tenían alguna novedad. Le respondieron que todo estaba muy bien, que iban a el pueblo a buscar herramienta que olvidaron. Don Salmón aprovechó la vuelta y les pidió que por favor pasaran a casa de Don Ramiro para saber cómo había seguido de su asma y que le preguntaran si esta noche podría continuar con el cuento del descalzo en la fogata de la plaza. En caso de que el anciano ya esté bueno háganme el favor de avisar al secretario para que prepare todo para la noche, les dijo.
En La Terraza termina el empedrado y la vereda continúa bordeando la ladera de la Virgen, zigzagueando entre rocas enormes y los troncos de los pinos; es un caminito de tierra apisonada excavado en la pendiente, sin protección en la orilla, que ciertamente no es muy necesaria pues en caso de caer, no se llegaría muy lejos por lo tupido de los árboles. En ciertos puntos el camino se ensancha al doble; Don Salmón me explicó que eran para dejar pasar a las recuas de mulas cargadas de mineral y que aprovecharon para colocar bancas dobles de madera, a manera de descansos, con una vista envidiable del bosque, remató. Nos sentamos en una de ellas para reposar un momento y seguir platicando. El recorrido del Sendero de la Gruta, exuberante y sorpresivo, hizo que olvidara momentáneamente todas mis inquietudes respecto a mi encomienda en El Leñoso, pero sentado ahí frente al cacique, retornaron en tropel sin previo aviso.
Pensar que este lugar maravilloso poblado de aves multicolores y de panorámicas increíbles, pudiera estar infestado de criaturas infernales por la noche, es algo no que puedo manejar aún. Sin embargo el temor real de los lugareños, los horrendos alaridos nocturnos, los desaparecidos, las huellas de bestias gigantes encontradas y por supuesto, el estado espástico en el que quedó Ricardo cuando se atrevió a recorrerlo de noche, son evidencias de que algo extraño sucede por acá. Y para colmo Espirigota se encarga de meterle más misterio al asunto diciendo que la del descalzo, no se puede entender ni explicar, sin conocer las otras historias del pueblo, igualmente anómalas. Supongo que mi contrariedad era evidente pues Don Salmón, muy sonriente, interrumpió mis elucubraciones diciendo que no pensará más, que para qué me preocupaba; es mejor que nos apuremos, propuso, porque apenas estamos a la mitad del camino y cuando lleguemos a La Campana, que es el final del sendero, le voy a mostrar algo muy interesante. De plano ya no supe qué contestar y sólo me dejé llevar. Pues vamos, repuse.
Continuamos avanzando por la senda cada vez más empinada; en esta parte empieza un barandal de madera muy sólido en el lado de afuera, pues la pendiente es más pronunciada y los arboles son menos. Hay tramos en que el camino tuvo que ser reforzado con un pasillo de madera adicional para ensancharlo, pues, según mi compañero, al peñasco no se le pudo sacar más pasada. No obstante esta arriesgada ingeniería, el paso no resulta peligroso pero sí exige atención continua. Hay, a lo largo de esta pintoresca brecha repegada a la pared de la montaña, una serie de salidas laterales, algunas con escalones de madera de pino que, me dice el alcalde, llevan a las diversos túneles de la mina. A esta altura la exuberancia de la vegetación es menor, pero siguen habiendo muchos arbustos y encinos, con ocasionales trifulcas de ardillas muy escandalosas. Cuando estaba el refuego de la mina, me iba contando Don Salmón, qué esperanzas ver pájaros u otros animales en esta parte de la sierra, pero ahora es diferente; poco a poco fueron regresando y hemos llegado a ver jabalís, pumas y venados.
Finalmente llegamos a una saliente amplia y plana en la que encontramos algunos trabajadores descansando tumbados a la sombra de una edificación muy sencilla de piedra que parece ser una capillita, a juzgar por la pequeña cruz metálica que luce en el pretil de enfrente. Pregunté a Espirigota si el lugar era La Campana que había mencionado antes. No, nos falta cruzar un pequeño puente de aquel lado de la capilla, me respondió ya con la voz un tanto agitada por la subida, señalando hacia la construcción. Saludamos a los hombres, que se pusieron de pie con mucha formalidad y continuamos hacia el puente que unía la saliente, con el cuerpo de la montaña. Aunque no se trataba de un precipicio, la quebrada era bastante profunda, tanto como para sujetarse con mucho nervio del pasamanos y avanzar con pasos cortos y temblorosos. Este último paso tan temerario termina en una cavidad enorme arrancada al picacho, donde hay algunos bancos añosos de madera y diversos trebejos que los mineros guardan ahí, colgados de ganchos incrustados a la peña. Al fondo se aprecia claramente un túnel menor, el último acceso a la mina. Y por fuera de la oquedad, colgada de una ménsula de hierro forjado, está la campana de bronce que da nombre al lugar.
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