domingo, 27 de abril de 2014

El niño que quería ser Enanito Torero de Torreón

Xavier Q Farfán.

CUARTA PARTE (FINAL)


  Cuando llegaron a la tienda de los uniformes escolares para que Júpiter se midiera el suyo, el de su nueva escuela, Leonorita Peñapobre pidió uno con dos tallas más, porque el niño, se entiende, debería estar más grande. Cuando Júpiter Mancha se probó el pantalón, la mamá notó enseguida que le quedaba muy grande y pidió una talla menos; sucedió lo mismo y pidió una talla menos. Ese le quedó muy bien, pero los focos de la preocupación materna se encendieron: -¡Dios mio, Jupi no ha crecido, nada, nadita, este último año! Y le empezó ahí esa sensación en la boca, que habría de permanecer en los siguientes meses, de un puñado de arena, finita, que resbalaba deliberadamente lento hacia la garganta.
   Ese verano Filiberto el hijo había conseguido ingresar a la Universidad del pueblo, Bernardo el chistoso avanzó a tercer grado de la secundaria y el más pequeño, como ya se dijo, a la primaria. Era pues un época de crecimiento alocado en la familia. Pero Júpiter no crecía. Y la madre, como hacen las todas las madres, se lo llevó con el médico familiar del Seguro. Tras la auscultación de rutina, pero escrupulosa, y una serie de preguntas, también de rutina, el galeno dijo a Leonorita
-No hay de qué preocuparse señora Mancha, el muchachón está bien sano, y cualquier tarde se le soltará el crecimiento, ya verá-. Pero, como hacen todas las mamás, Leonorita no dejó de preocuparse y llegando a la casa buscó su cinta de medir en algún cajón de la vetusta, "pero muy buena", máquina Singer. Y midió al chamaco: -¡Un metro, válgame Dios!- Medir la estatura de Júpiter Mancha se hizo un ritual doloroso, e inútil, pues el torerito no crecía. Y la aflicción de Leonorita Peñapobre se multiplicó cuando su marido y los otros hijos empezaron a quejarse de su ropa, pues decían que ya les estaba quedando grande. Ella misma había notado que sus vestidos también le empezaron a quedar grandes, pero lo atribuyó a su preocupación constante por la talla de Jupi.
-¡Santa Madre de Dios!, ¿qué nos está sucediendo? Mi niño no crece y nosotros nos estamos encogiendo, es un castigo de Dios-, le decía llorando a su marido Filiberto el grande. Y a la mañana siguiente, muy temprano, se llevó a toda la familia con el médico familiar del Seguro. El facultativo revisó minuciosamente a los Mancha; checó sus historias clínicas, les hizo muchas preguntas y los mandó al laboratorio para que les realizaran una serie de estudios. No encontró nada malo: la familia entera gozaba de excelente salud, con la salvedad de que el más pequeño, Júpiter, no crecía y los otros, poco a poco se estaban haciendo chicos. Agotados todos sus recursos científicos y técnicos, al doctor sólo le quedó el sarcasmo, íntimo y personal, pero al fin sarcasmo y dijo para sí -pues si siguen encogiendo, bien podrían fundar una compañía de enanitos toreros.
   El tiempo, que es sabio y todo lo cura, dicen, siguió su curso inapelable y en la casa de los Mancha Peñapobre la tribulación dio paso a la costumbre. Los hijos avanzaron satisfactoriamente en sus estudios, hasta hubo fiestas de graduación; y también siguieron encogiendo, igual que los papás. Llevaban, pues, una vida aceptablemente feliz. Las mini-corridas de los domingos continuaron, y todos participaban, cada quién con una tarea específica que Júpiter Mancha delegaba. Empezaron a incluir actos circenses, imitaciones de Gloria Trevi, del Potrillo, de Espinosa Paz. Al final quedó un show redondito y bien pulido, impecable. Pero los Mancha seguían encogiendo hasta que todos, incluido el niño que no crecía, quedaron en un metro exacto de estatura. Parejos. El dato lo comprobó Leonorita Peñapobre, que siguió con el ritual inútil de medir a sus hijos y a Fili su esposo cada semana., hasta el último sábado que estuvo con vida.
   Resulta que una tarde de domingo cualquiera, un coche muy elegante pasó por el frente de la casa de los Mancha y el conductor oyó el relajo proveniente del jardín trasero. Intrigado se asomó y todo lo que vio lo dejo atónito: la maestría de Júpiter con el capote hacía ver fáciles a las verónicas, a las gaoneras, a las chicuelinas, a las zapopinas. Y la habilidad vocal de Leonorita, ¡carambas!, cantaba como los mismísimos ángeles.  Y no se diga de Fili el grande, que como maestro de ceremonias, era un portento.
-¡De-poca-madre!-, gritó el conductor del coche elegante intruso. -¡De-poca-madre!
   Esa misma tarde los Mancha Peñapobre dejaron su casa de toda la vida y se fueron con el desconocido -que resultó ser representante de espectáculos-, con un contrato millonario bajo el brazo para recorrer el mundo entero disfrazados de enanitos toreros.


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