Carta dirigida a la persona que derribó el avión malayo.
Le parecerá extraño, caballero, que alguien le escriba una carta desde México, sobre todo en estos momentos que todos lo señalan a usted como responsable de matar a las 298 personas que viajaban en el jet de Malaysian Airlines Le dicen asesino porque usted disparó el misil que derribó al aeroplano. Sin embargo, yo no le escribí esta carta para culparlo ni juzgarlo de nada; se la escribí con el único propósito de compartirle algunos puntos de vista que, a la luz de los hechos, no se si sean pertinentes pero igual lo haré.
Ignoro si sea ruso, ucraniano, palestino, inglés, coreano, mexicano o portugués, y saberlo ahora carece de la menor relevancia; tampoco importa mucho a cuál bando pertenece ni cuál sea su grado militar, si lo tiene. Mucho menos importa en qué guerra milita, mi señor, pues los resultados de su acción no podrán ser cambiados un milímetro o un segundo siquiera, por más explicaciones que busquemos. Sencillamente usted jaló el gatillo del arma y murieron 298 humanos, 80 de ellos, niños.
No obstante, me gustaría comentarle, sin que esto se interprete como una justificación, que un reducto muy íntimo y personal mío, sin identificar ni ubicar, me dice que usted jamás hubiese activado su misil de saber que el objetivo era derribar una avión colmado de personas, casi trescientas. Me resisto a creerlo y quiero suponer que soló obedeció una orden de alguien que tampoco sabia nada. Bien pudo ser una miserable confusión en una guerra miserable, que como todas las guerras, se reduce a una perversa disputa territorial. Aunque ya no es tiempo de imaginar panoramas alternos, ahora que sabe el resultado supongo que sus remordimientos son insoportables y que daría cualquier cosa, incluso su vida, para cambiarlo. Esto, caballero, lamentablemente no funciona así.
En una guerra, usted lo sabe, la responsabilidad se hace anómina, se generaliza, pues. Y paradójicamente, cuando se generaliza se extingue. Así, encontrar y enjuiciar a responsables de crímenes como el que usted cometió, resulta muy complicado, cuando no imposible. Sin embargo, y yo espero que ése sea el caso, si usted llega a enfrentar un juicio, civil o militar o lo que sea, seguramente que la condena será atroz y le hará pagar su responsabilidad, pero la culpa no. Esa se quedará con usted, insidiosa, intratable, incurable hasta siempre, y todo por no detenerse a pensar ¡un solo segundo! en las consecuencias de su acto, previsibles además. Negarse a disparar un misil sin saber a qué o a quién, bien vale la pena una cachetiza, o que lo degraden, o que lo encierren en una celda inmunda un par de meses, Cualquier castigo parece ahora apetecible ¿verdad, amigo mío? Es una lástima que sea demasiado tarde.
También es muy tarde para ponderar algunas posibilidades, reales, que se pudieron presentar entre las personas que viajaban en el avión y usted, pero aún así se las voy a mencionar.
No es descabellado pensar que la vida de alguien muy cercano a usted: un amigo, su hermana, su tío o su esposa dependa de un tratamiento para el VIH, o usted mismo, sin saberlo puede ser portador del virus y más adelante requerir de un medicamento, por ejemplo. La nave que abatió con su arma llevaba a los mejores hombres del mundo en el campo de la investigación del Sida, luego entonces el remedio para sus amigos, tan urgente, se aplazará indefinidamente. O piense, hombre, en uno de los niños de abordo, que bien pudo ser el futuro socio de su hijo de una empresa multinacional basada en Praga, en Kiev, o en Roma, no importa, y por la que usted seguramente seria un padre orgulloso. Pudiera ser, por qué no, que los hijos de sus compañeros militares fueran empleados o ejecutivos de ese negocio ejemplar. Ahora ya no, pues usted se encargó de aniquilar esta prometedora sociedad.
Esos mismos niños quizás serían rivales o compañeros en un encuentro de campeonato de futbol o basquetbol y al final del mismo felicitarse sin importar quién fuera el vencedor. Hay cosas en la vida, caballero, en las que ser un ganador o un perdedor es un asunto meramente anecdótico. O tal vez su hija terminaría casada con ese niño holandés o aquel malayo; de ese matrimonio bien pudiera nacer un Premio Nobel de Física, o un virtuoso del chelo, o un astronauta, o un misionero. Pero todo esto, amigo mio, todo esto ya no podrá ser porque usted se encargo de torcer este destino venturoso.
Finalmente, señor, le quiero avisar que entre las vidas que se perdieron en la aeronave, también iba la suya, porque a partir de ahora usted ya no tendrá paz. Se lo prometo, sin conocerlo siquiera, que la culpa lo perseguirá de noche y de día, siempre.
Ignoro si sea ruso, ucraniano, palestino, inglés, coreano, mexicano o portugués, y saberlo ahora carece de la menor relevancia; tampoco importa mucho a cuál bando pertenece ni cuál sea su grado militar, si lo tiene. Mucho menos importa en qué guerra milita, mi señor, pues los resultados de su acción no podrán ser cambiados un milímetro o un segundo siquiera, por más explicaciones que busquemos. Sencillamente usted jaló el gatillo del arma y murieron 298 humanos, 80 de ellos, niños.
No obstante, me gustaría comentarle, sin que esto se interprete como una justificación, que un reducto muy íntimo y personal mío, sin identificar ni ubicar, me dice que usted jamás hubiese activado su misil de saber que el objetivo era derribar una avión colmado de personas, casi trescientas. Me resisto a creerlo y quiero suponer que soló obedeció una orden de alguien que tampoco sabia nada. Bien pudo ser una miserable confusión en una guerra miserable, que como todas las guerras, se reduce a una perversa disputa territorial. Aunque ya no es tiempo de imaginar panoramas alternos, ahora que sabe el resultado supongo que sus remordimientos son insoportables y que daría cualquier cosa, incluso su vida, para cambiarlo. Esto, caballero, lamentablemente no funciona así.
En una guerra, usted lo sabe, la responsabilidad se hace anómina, se generaliza, pues. Y paradójicamente, cuando se generaliza se extingue. Así, encontrar y enjuiciar a responsables de crímenes como el que usted cometió, resulta muy complicado, cuando no imposible. Sin embargo, y yo espero que ése sea el caso, si usted llega a enfrentar un juicio, civil o militar o lo que sea, seguramente que la condena será atroz y le hará pagar su responsabilidad, pero la culpa no. Esa se quedará con usted, insidiosa, intratable, incurable hasta siempre, y todo por no detenerse a pensar ¡un solo segundo! en las consecuencias de su acto, previsibles además. Negarse a disparar un misil sin saber a qué o a quién, bien vale la pena una cachetiza, o que lo degraden, o que lo encierren en una celda inmunda un par de meses, Cualquier castigo parece ahora apetecible ¿verdad, amigo mío? Es una lástima que sea demasiado tarde.
También es muy tarde para ponderar algunas posibilidades, reales, que se pudieron presentar entre las personas que viajaban en el avión y usted, pero aún así se las voy a mencionar.
No es descabellado pensar que la vida de alguien muy cercano a usted: un amigo, su hermana, su tío o su esposa dependa de un tratamiento para el VIH, o usted mismo, sin saberlo puede ser portador del virus y más adelante requerir de un medicamento, por ejemplo. La nave que abatió con su arma llevaba a los mejores hombres del mundo en el campo de la investigación del Sida, luego entonces el remedio para sus amigos, tan urgente, se aplazará indefinidamente. O piense, hombre, en uno de los niños de abordo, que bien pudo ser el futuro socio de su hijo de una empresa multinacional basada en Praga, en Kiev, o en Roma, no importa, y por la que usted seguramente seria un padre orgulloso. Pudiera ser, por qué no, que los hijos de sus compañeros militares fueran empleados o ejecutivos de ese negocio ejemplar. Ahora ya no, pues usted se encargó de aniquilar esta prometedora sociedad.
Esos mismos niños quizás serían rivales o compañeros en un encuentro de campeonato de futbol o basquetbol y al final del mismo felicitarse sin importar quién fuera el vencedor. Hay cosas en la vida, caballero, en las que ser un ganador o un perdedor es un asunto meramente anecdótico. O tal vez su hija terminaría casada con ese niño holandés o aquel malayo; de ese matrimonio bien pudiera nacer un Premio Nobel de Física, o un virtuoso del chelo, o un astronauta, o un misionero. Pero todo esto, amigo mio, todo esto ya no podrá ser porque usted se encargo de torcer este destino venturoso.
Finalmente, señor, le quiero avisar que entre las vidas que se perdieron en la aeronave, también iba la suya, porque a partir de ahora usted ya no tendrá paz. Se lo prometo, sin conocerlo siquiera, que la culpa lo perseguirá de noche y de día, siempre.
Atentamente
Xavier Q Farfán
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