domingo, 6 de julio de 2014

Crónica de un exorcismo ortográfico

El Complejo de Cervantes Junior, a todo lo que da

Xavier Q Fárfán

   Al principio era un micro infarto cada 5 minutos -espero que no sean acumulables, por que si no ya me jodí-. Luego fue uno por día, puntualito, cada que abría mi cuenta de FB; ahora ya no tengo dolencias cardiacas, gracias a Dios, cuando leo las publicaciones que hace la mayoría de las personas, repletas de fallas ortográficas. Ya me vale madres, la verdad, que escriban como les venga en gana.
   Pero llegar a esta convicción, en parte por salud y en parte porque nada puedo hacer para evitarlo, me llevó horas y horas de asistencia psicológica. Mi terapeuta estuvo a nada de un colapso nervioso con mi caso, a nada de irse mejor de mojado, inseguro de sus habilidades como psicólogo, Para arreglar mi conflicto intentó con el psicoanálisis, la terapia cognitivo-conductual, regresiones hipnóticas, terapia existencial humanista, psicología inversa, terapia psiconeurológica, la racional emotiva conductual, electrochoques, terapia familiar, terapia sistémica breve. ¡Pamplinas, nada resultaba! Hasta en las manchas de Rorschach veia la grosería de haiga en lugar de haya. Era, pues, un  infierno gramático sin salida.
   Fueron sesiones semanales largas y desalentadoras. Por un lado mi terapeuta ya sin recursos profesionales disponibles para mi mal, y por el otro yo, casi convencido de que la mala ortografía ajena me iba a hacer estallar el corazón, o el cerebro, o ambos. Sin embargo, el milagro se presentó durante una consulta, que a la postre sería la última, en la que mi psicólogo no lucía de muy buen humor. Si me lo permites, amable lector, voy a tratar de recordar cómo sucedieron las cosas ese día, en el que dejaron de irritarme los dislates escritos de los demás.
   Como todos los días de cita terapéutica, llegué al consultorio, con mi carpeta amarilla, un poco antes de mi horario y me dispuse a esperar leyendo en el lobby, contiguo a la oficina del facultativo, a que la secretaria me llamara. Es un sitio acogedor, con grandes sillones de piel en los que fácilmente se queda uno dormido, y con una mesa de centro de cristal llena de revistas, mucha revistas. La mayoría de ellas, con temática psicológica, pero tambíén hay de las otras, de las rosas, de las que se suponen que son exclusivas de las peluquerías. Al fondo, en la parte opuesta a la entrada está el escritorio de la secretaria, quien normalmente luce muy concentrada haciendo algo en su computadora y sólo ocasionalmente observa por encima de sus anteojos que todo esté en orden en su territorio.
   Ahí estaba yo, fingiendo leer alguna revista, y echando miradas disimuladas a una pareja de esposos, a juzgar por los anillos, que estaban sentados en el sofá de enfrente hablando entre sí, muy divertidos, en voz baja. No parecían necesitar de auxilio psicológico; más bien daban la impresión de estar en la sala de espera de un ginecólogo, para que les confirmara sus sospechas de un feliz embarazo. A simple vista no acusaban ningún desorden emocional o mental; se veían normalitos, como yo.
   Al cabo de un rato se abrió por fin la puerta del privado y salíó una mujer joven, de treintaytantos, muy sonriente; comentó algo con la secretaria y con un "con permiso" apenas audible se marchó del consultorio. Luego de unos minutos la asistente del psicólogo volteó hacia mí y dijo: - "Caballero, adelante"-. Dejé la revista, tomé mi carpeta amarilla y entré. El especialista estaba de pie revisando un expediente, supongo que el mío, y sin verme me pidió que tomara asiento. Luego dejó los papeles sobre su escritorio y así, de pie, se quedó mirándome fijamente, sin decir nada, durante treinta segundos incomodísimos. Finalmente me lanzó el primer latigazo:
- "Así que usted es el hijo que Cervantes, en el que nunca tuvo y a quien le confiaría la delicada tarea de juzgar a los demás por sus fallas ortográficas. ¡Qué bien amigo, lo felicito! Sin embargo, permítame decirle que escribir correctamente no es una gran virtud, aunque admito que no hacerlo así sí es un defecto muy grande, pero de la variedad que se pueden remediar, por suerte"- me soltó así, a bocajarro, mi terapeuta.
   Sorprendido por esta inusitada reprimenda sólo atiné a balbucir algunos monosílabos extraños, y apenas estaba tratando de armar un comentario coherente, cuando me descargó otra andanada de proyectiles verbales, que la verdad sea dicha, dolieron como si fueran de plomo
- "Mire, mister, lo que realmente pretende es ocultar sus debilidades exhibiendo las fallas de los demás y utiliza, muy torpemente, el argumento de la gramática. Es su complejo de inferioridad que se manifiesta con supuestas dotes de erudición; es como, si me permite la analogía, la mamá neurótica que no admite falla alguna en sus hijos y patológicamente los quiere impecables, pero todas las noches se va de puta-.
   El médico apenas se detenía por momentos para tomar aire, con la venas del cuello saltadas y las manos temblorosas, y yo ahí, recibiendo la vapuleada de mi vida sin poder siquiera abrir la boca. Cuando pude hacerlo alcance a decir - "Pero Doctor, yo creo..."- y me interrumpió con rudeza
- "¡Nada de peros, señor! ese afán suyo perfeccionista es sólo la punta del iceberg que se nota; lo que no se ve, gigantesco, es su desequilibrio emocional que tarde o temprano le estallará en las manos, como una granada, y ya no habrá vuelta atrás, pues si no muere, le adelanto que quedará como un tronco babeante".- Al terminar de decir esto mi terapeuta se desplomó en su silla giratoria y empezó a darle vueltas lentas. Muy lentas. Finalmente, ya serenado, me dijo a manera de despedida
- "De veras que lamento no poder ayudarle a resolver su conflicto, amigo, ya se me agotaron las ideas. Le sugiero que busque otras alternativas, algo debe de haber por ahí que lo ayude"-.
   Sin soltar mi carpeta amarilla, me quedé un buen rato viendo cómo el consejero seguía girando en su silla sin decir nada, sin ver nada. Tenía la esperanza final que se fijara en mi carpeta amarilla y me preguntara qué era lo que había en ella, pero no, no la notó. Entonces me puse de pie y caminando de espaldas, hacia la puerta, le agradecí todo y me despedí. Estaba a punto de salir cuando me preguntó en voz alta
- "¡Eeh, caballero!, ¿se fijó que esta ocasión, en la sala de espera, no ordenó las revistas de la mesita? ¿Que no las acomodó ni por tamaño, ni por color, ni por temas, ni por nada?-. Perplejo, sacadísimo de onda, recordé que, en efecto, este día no había ordenado las revistas; que solamente las había ojeado fingiendo leer. Entonces le pregunté sonsamente
- "¿Eso tiene alguna importancia?-.
   El pscólogo, ahora sonriente, me contestó
- "¡Claro que la tiene! Es el principio de la solución, sólo que usted no lo ve porque sigue suponiendo que el mundo no funcionaría correctamente sin su ayuda, pero vamos bien amigo mío, vamos bien"-.
- "Entonces, esto de buscar otras alternativas ¿era una broma?"- arriesgué.
- "Si gusta llamarla así. A veces tengo que usar técnicas poco ortodoxas en casos como el suyo, pero que al final siempre resultan. El quid del asunto es primero detectar que tengo problema, que no es un problema de los demás, sino un problema propio, personal. Luego viene la aceptación del mismo, que no es una tragedia, por cierto, y finalmente la corrección"-, me explicó el amansalocos.
   Más aliviado luego del extraño derrotero que había tomado esta entrevista, me dispuse salir del despacho psicológico y me despedí del couch emocional agitando mi carpeta amarilla y ahora sí reparo en ella, y me preguntó por lo que tenía ahí. Entonces regresé a mi silla frente a su escritorio y me senté para explicarle, muy orondo
- "Es un ensayo con tres teorías acerca de por qué las personas escriben en Facebook con tantas fallas ortograficas y...".- No pude terminar mi exposición porque mi terapeuta se puso como loco.
- "¡Demonios con usted señor, haga el favor de largarse de mi oficina y para la próxima cita ni por error, ¿escuchó?, ni por error, se traiga su maldita carpeta amarilla!
   Ahora si tuve que salir del despacho, casi corriendo y en el lobby, de pasadita, vi que las revistas de la mesita de centro, se veían bien así, en una estudiada confusión que le imprimía cierto encanto al lugar. Pero también pensé que ordenadas alfabéticamente se verían mejor.



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