domingo, 18 de mayo de 2014

Deliciosa y rapidita vuelta por la Ciudad de los Palacios.

Xavier Q Farfán

   Nadie en su sano juicio podría poner en duda que la Ciudad de México, la Ciudad de los Palacios, es la más hermosa de nuestra patria y de muchas patrias. Tremendo monstruo urbano repleto de belleza antigua y de belleza nueva, y de chilangos con acento cantadito y alburero, imperdonable; pero ni modo de llenarla de londinenses estirados. 
   El título de la Ciudad de los Palacios es obra de un paseante inglés de hace 2 siglos, Charles Latrobe, y no del excurcionista fantástisco Alexander Von Humboldt, como muchos creíamos. Lo que sí dijo el alemán fue que el valle de la ciudad de México era "la región más transparente". Pero bueno, estos son detalles menores de una urbe mayor, en la que tengo planeado un fin de semana delicioso, largamente planeado, y también largamente pospuesto. Me queda clarísimo que no será suficiente, por lo que ampliaré mi tour hasta el lunes, día en el que habré de poner la cereza en el pastel de mi paseo, luego les cuento por qué.
   Sólo a un desequilibrado como yo se le puede ocurrir visitar el DF y en tres días hacer el recorrido que tengo pensado hacer, cosas de loco, dirán, pero lo voy a intentar de rapidito. Apenas llegar a un sitio, una ojeada veloz, hacer un par de fotos, pedir folletos y córrele al siguiente. Mi hermano chilango Arturo y mi papá chilango Javier serán mis logísticos si logro convencerlos. Ellos habrán de arreglárselas para diseñar rutas y horarios, porque yo nomás tengo una lista de lugares y tres días.
   En el centro de la metrópolis los primeros por visitar serán los museos, claro, porque andar por ahí y no entrar a uno es simplemente intolerable y además los exquisitos te regañan si no lo haces: el Nacional de Arte, el Franz Mayer, el del Templo Mayor y el Nacional de las Culturas. Ahí mismo, luego del baño cultural museístico, la Alameda, Bellas Artes, Palacio Nacional, el Zócalo -que espero no encontrarlo como campo de refugiados o con un concierto free de Lucero-, la Plaza de Garibaldi, el Colegio de San Ildefonso, la Torre Latinoamericana -subir al mirador es obligatorio y espero esta vez no cagarme- y finalmente un cafecito en la Calle de Regina.
   En la zona de Chapultepec las visitas inexcusables, ya saben, son los museos Nacional de Antropología e Historia, Rufino Tamayo, el de Arte Moderno y para el chamaco curioso que llevo dentro el Papalote. Claro que no puede faltar una vuelta por el zoológico, una caminata por el bosque y una remada breve en el lago. Para terminar, un poco de relajamiento en el carrusel de la Feria, que es el menos demencial de sus juegos, y aún así, me parece que va demasiado rápido.
   Claro que no puedo dejar de ir a Xochimilco y perderme por sus canales y chinampas, y si tengo suerte, no toparme con la isla de las muñecas, porque si me la topo seguramente arruinará el resto del paseo. Por el rumbo habrá que llegar a los viveros de Coyoacán y la casa azul de Frida Khalo y por supuesto al descomunal Estadio Azteca, lugar de reunión por excelencia de la crema y nata defeñas.
   Ojalá que el lunes podamos recorrer todos los sitios planeados que faltan y ojalá que mis estrategas no me manden al demonio por lo disparatado de mi programa por que, no se si decirles, también me gustaría subir a la Pirámide del Sol, en Teotihuacán. Pero la cereza del pastel de este tour por Chilangolandia, sin dudarlo un segundo, la pondré por la noche cuando al terminar su noticiero, Joaquín López Dóriga me permita a mí, simple mortal, darle las vueltitas mamonas a su silla giratoria. Y si me dejara sentar y él mismo diera las vueltas a la silla, ¡pamplinas! sería como una experiencia religiosa -iba e decir un orgasmo, pero no, no es para tanto-. No tengo la menor idea de cómo le voy a sacar el permiso a Don Emilio Azcárraga, pero se lo voy a sacar, así tenga de catafixiar mi entrada para ver a Chabelo. Namasté.

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