CUARTO DIA
En medio de un tumulto multicolor los festejados iban llegando a uno de los muelles de Acapulco, prestos para abordar el impresionante buque "Giant Ocean". En aquella masa estridente, compuesta en su mayoría por reporteros y fotógrafos, había también gente del pueblo, que atraída por la bulla se acercó para indagar lo que sucedía, y de paso, vender una que otra baratija. Pocos sabían el motivo de la fiesta pero todos vitoreaban, todos aplaudían y todos lanzaban besos a los de la Clase Política cuando cruzaron el puente para entrar al mega-barco y desde la cubierta principal se despidieron agitando sus brazos graciosamente.
Elvira del Mistro, Rodolfo Urbina y yo, Juan Eduardo Mariscal, no perdíamos detalle de lo que sucedía, nerviosos, pero ciertamente contentos porque todo estaba saliendo bien. En los monitores enormes instalados en nuestro cuartel vimos cuando el Presidente y su infatigable comitiva de asesores, traductores y guardias abordaron el "Giant Ocean", seguidos por los demás ciudadanos sobresalientes de la C.P. y cuando finalmente zarparon.
Un par de horas después, en aeropuerto de la Ciudad de México, el resto de los invitados se acomodaba en los poderosos Airbus; allá la escandalera no fue tan grande como en Acapulco, y pocos pasajeros se enteraron de lo que se trataba y del por qué estaban ahí aquellas enormes naves. Cuando al fin vimos que los aparatos carreteaban para el despegue, todos pudimos respiran tranquilamente. No hubo, pues, ningún contratiempo, excepto el del Gobernador medio borracho, que exigía tomarse una selfie con dos hermosas sobrecargos. Por fin los homenajeados iban ya con rumbo a la isla paradisíaca perdida en medio del Pacífico.
Y nosotros, el staff organizador, podríamos tomar apenas unas horas de descanso, pues habría que estar tomando nota de cómo evolucionaban las vacaciones de la Clase Política.
Tres días después..
-Todo está saliendo de maravilla en la isla: los festejados están muy contentos y agradecidos por este gesto que la sociedad les ha brindado, y según se ve, volverán con nuevos bríos. La playa y el sol les han sentado bien-, me comentó Elvira, con sus ojos de avellanas brillantes. -¿Y tú, tienes alguna novedad?-, cuestionó.
-Ninguna, Elvirita, todo anda bien-, repuse. Vi en ese momento la oportunidad para llevar la charla a un nivel más personal y en esas estaba cuando los teléfonos de la oficina empezaron a repicar.
-Es para usted licenciada Del Mistro-, le avisó un colaborador a Elvira
De inmediato noté el cambio en su expresión, y empezaba a decir no con la cabeza. Su semblante se fue desencajando segundo a segundo, como si su cara de parafina se derritiera frente al fuego. Sus ojos estaban anclados a los míos pero no me estaba viendo, estaba viendo otra cosa; no perdió la rectitud usual de su espalda, ni la seguridad de sus piernas, pero pude ver con claridad que su cuerpo pedía a gritos un colapso, un desmayo donde descansar. Colgó el teléfono y por fin pudo decirme
-Algo sucedió Juan Eduardo, algo muy malo. Un sismo en el mar ocasionó una marejada o un tsunami, no sé, y arrasó con la isla y nadie ha sobrevivido, me acaban de avisar, está confirmado.
Como una onda en el agua, el estupor recorrió toda la oficina, los cubículos, los pisos, las paredes. Nadie atinaba a decir nada, pues nada había qué decir; sólo nos mirábamos con miradas huérfanas. Fueron eternos minutos de silencio, como una ofrenda involuntaria.
Cuando finalmente Elvira del Mistro se recuperó un poco del aturdimiento nos dijo a todos
-¡Muchachos, alguna lección debemos obtener de esta tragedia!, y en honor a las personas fallecidas, vamos a ponernos a trabajar desde este momento, sin tregua ni descanso, para hacer de nuestro país, el país que todos queremos tener, al que todos queremos pertenecer con dignidad y orgullo.
-Por los pronto tú, Juanlalo-, me pidió, como sólo ella pide las cosas, -busca en los claustros, en las universidades, en las empresas, en el extranjero, en la calle, donde sea, a los mejores jóvenes mexicanos, a las mujeres más capaces -no importa que sean amas de casa-, a los ancianos brillantes, a lo mejor de los mejor, para que ellos se encarguen de resetear a Mexico, de reiniciarlo-. Por primera vez vacilé ante una orden de Elvitira
-Con todo respeto, Elvira, ¿no te parece una locura?-, le dije tímidamente, -además eso lleva tiempo, es como detener al país en seco.
-¡De eso trata Juan Eduardo, de detenerlo en seco para encenderlo de nuevo!, y por el tiempo no te preocupes, que ya hemos echado al cesto décadas enteras, casi un siglo. Nuestra República, repleta de privilegios naturales y gente buena, no se va a derrumbar con una sacudida de esta categoría. No señor.
-¡Andando!-, me urgió, -¡Andando!
-Ay Elvira, con tus ojos como avellanas brillantes y tus cejas muy pobladas pero bien cuidadas. Tú mandas.
-Es para usted licenciada Del Mistro-, le avisó un colaborador a Elvira
De inmediato noté el cambio en su expresión, y empezaba a decir no con la cabeza. Su semblante se fue desencajando segundo a segundo, como si su cara de parafina se derritiera frente al fuego. Sus ojos estaban anclados a los míos pero no me estaba viendo, estaba viendo otra cosa; no perdió la rectitud usual de su espalda, ni la seguridad de sus piernas, pero pude ver con claridad que su cuerpo pedía a gritos un colapso, un desmayo donde descansar. Colgó el teléfono y por fin pudo decirme
-Algo sucedió Juan Eduardo, algo muy malo. Un sismo en el mar ocasionó una marejada o un tsunami, no sé, y arrasó con la isla y nadie ha sobrevivido, me acaban de avisar, está confirmado.
Como una onda en el agua, el estupor recorrió toda la oficina, los cubículos, los pisos, las paredes. Nadie atinaba a decir nada, pues nada había qué decir; sólo nos mirábamos con miradas huérfanas. Fueron eternos minutos de silencio, como una ofrenda involuntaria.
Cuando finalmente Elvira del Mistro se recuperó un poco del aturdimiento nos dijo a todos
-¡Muchachos, alguna lección debemos obtener de esta tragedia!, y en honor a las personas fallecidas, vamos a ponernos a trabajar desde este momento, sin tregua ni descanso, para hacer de nuestro país, el país que todos queremos tener, al que todos queremos pertenecer con dignidad y orgullo.
-Por los pronto tú, Juanlalo-, me pidió, como sólo ella pide las cosas, -busca en los claustros, en las universidades, en las empresas, en el extranjero, en la calle, donde sea, a los mejores jóvenes mexicanos, a las mujeres más capaces -no importa que sean amas de casa-, a los ancianos brillantes, a lo mejor de los mejor, para que ellos se encarguen de resetear a Mexico, de reiniciarlo-. Por primera vez vacilé ante una orden de Elvitira
-Con todo respeto, Elvira, ¿no te parece una locura?-, le dije tímidamente, -además eso lleva tiempo, es como detener al país en seco.
-¡De eso trata Juan Eduardo, de detenerlo en seco para encenderlo de nuevo!, y por el tiempo no te preocupes, que ya hemos echado al cesto décadas enteras, casi un siglo. Nuestra República, repleta de privilegios naturales y gente buena, no se va a derrumbar con una sacudida de esta categoría. No señor.
-¡Andando!-, me urgió, -¡Andando!
-Ay Elvira, con tus ojos como avellanas brillantes y tus cejas muy pobladas pero bien cuidadas. Tú mandas.
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