Todos en esta vida tenemos una lista de cosas por hacer antes de morir. Normalmente la administramos de manera mental, y a veces, inconscientemente. Hay quienes son más metódicos y las escriben en su diario o en una hojita que luego pegan en el refri, y cuando cumplen alguno de los pendientes, o anhelos, o sueños, les ponen una palomita o las tachan; las mujeres son muy dadas a dibujar caritas sonrientes a cada tarea realizada.
En general, las cosas que anhelamos son modestas, alcanzables; algunos se autoimponen propósitos muy elevados, pero nada del otro mundo y, cuando se aplican con tesón y disciplina, lo consiguen invariablemente. Deseos como hacer un Doctorado, tener una casa con jardín, sentirse plenos y realizados, un Toyota Camry, escribir un libro, un paseo por las islas griegas, ver a los hijos titulados, jugar con los nietos -que los nietos jueguen con uno, es lo correcto-, ver la serie completa del Dr. House, ir a Disneylandia, envejecer sin necesitar pañales, jubilarse para ser un pintor, etc. son deseos que perfectamente se pueden alcanzar. ¡Todos!
Sin embargo hay un deseo que es inherente a nuestra condición humana: el del reconocimiento, y si es masivo, mejor. Así venimos de fábrica, unos con dosis mayores, otros no tanto. Todos lo traemos en el chip personal, pero curiosamente todos lo negamos. "A mí no me gusta la fama", "qué hueva que todos te conozcan", "qué vergüenza, ni vida privada tendría" son algunos argumentos con lo que disfrazamos ese afán de notoriedad nuestro.
Si me autorizas, querido lector, vamos a suponer que nuestro capricho soslayado se cumple sólo por el día de hoy. ¡Pum! Ya somos la celebridad que todos conocen: jaurías de fotógrafos nos acosan permanentemente, en las tiendas nos piden nuestro autógrafo, hasta los Presidentes nos invitan a sus fiestas, nos lanzan flores y besos por donde pasamos, salimos en las portadas de Hola y People (en español, claro), etc. En fin, nos pasan esas cosas que sólo les pasan a las luminarias como nosotros. Y obviamente ya nos ponemos nuestros moños, y hasta un pliego petitorio de exigencias hemos elaborado para dejarnos ver.
No me gusta husmear en la vida de los demás, pero voy a revisar brevemente las exigencias de los famosos alrededor del mundo, no por morboso, no, ¡ní Dios lo quiera!, solo para darme una idea y así poder elaborar la lista de las mías.
La morenaza y 100% ensabanable Beyoncé, por ejemplo, pide en su camerino inodoros nuevos y popotes de titanio para sus bebidas. Madonna solicita rosas y lilas con los tallos de 15 centímetros exactamente. Mariah Carey pide perros y gatos recién nacidos. Jennifer López exige que toda la comida sea de color blanco y que su café -blanco, supongo- sea batido en el sentido de las agujas del reloj. Mötley Crüe requiere una boa constrictora de 3 metros y una ametralladora. Britney Spears solicita para su camerino una foto de la Princesa Diana y 100 higos y ciruelas pasas. Pero la que sí se pasó se lanza fue Lady Gaga, que pidió para su camerino un maniquí con vello púbico color rosa.
Las celebridades latinas también tienen sus coranzoncitos y claro, hacen sus peticiones también igual de extravagantes y absurdas. Parece que tienen una regla: entre más complicadas e idiotas sean sus exigencias, mayor es su talento y su personalidad. Veamos: Luis Miguel necesita tener un chef a la mano para que le prepare comida turca cuando le da hambre. Shakira pide botellas agua francesa (Evian, me imagino) a tres temperaturas diferentes, lo mismo que requiere Paulina Rubio a quien le gusta el sushi de Miami en su camerín.
Después de este fantástico recorrido, único lector mío, te informo que todas las pendejadas que planeaba pedir para mi presentación ya me las ganaron y supongo que a tí también. Ni hablar, me tendré que conformar con una botella de agua San Pellegrino -no importa que la rellenen en el grifo, pues jamás me enteraría- y un plato de cacahuates japoneses con salsa Valentina y limón, como vil macaco rasurado. Namasté
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